martes, 31 de diciembre de 2013

Chat de año nuevo

Grillete: Habla.
Yo> ¿Qué hay?
Grillete: En que andas?
Yo> Chambeando.
Grillete: 31?
Yo> Pa que veas.
Grillete: En serio, pe, hueveras, en que andas? Tengo un traguito. Habla. 
Yo> No puedo, estoy chambeando en la oficina. Yo, la PC y los planos; más solo que una araña.
Grillete: En serio, pe, hueveras, aquí tengo un roncito recién llegado de Nicaragua que me lo ha traído Cabeza de otro cuerpo.
Yo> Cabeza de otro cuerpo? Qué es de ese huevón. Yo lo hacía chambeando en Panamá.
Grillete: Dice que estaba en Panamá, pero ahí conoció a una nicaragüense, dejó a su flaca panameña y se fue pa Nicaragua. Ven a mi jato y te cuento la última de este pendejo.
Yo>Estoy chambeando, huevón.
Grillete: Qué estás haciendo?
Yo>Unos términos de referencia que tengo que entregar el jueves 2, a primera hora, de lo contrario la gente de Comas me declara la guerra y me quema vivo.  
Grillete: Adivina a quién me la encontré hoy en la mañana en el Megaplaza.
Yo>A quién?
Grillete: A la Barbie superstar. «La de los pies diminutos y los ojos color marrón hachís».   
Yo>Shusha! No jodas! En serio?
Grillete: Todavía te duele, no, huevón.
Yo> No, ni cagando. Si no que igual paltea, pues. No vaya a ser que yo vaya por el Mega y me la encuentre caminando de la mano con el bisexual de su marido y la cagada, nos agarramos a trompadas. Qué te dijo? Estaba sola? Te preguntó por mí?
Grillete: Sí, me preguntó por ti.
Yo> Qué dice?
Grillete: Ven a mi jato y te lo cuento.
Yo> Estoy trabajando, huevón, no entiendes?
Grillete: Se nota que no es feliz.
Yo> Uy, shusha! Por qué dices eso?
Grillete: Ven a mi jato y te cuento.
Yo> Puedo estar ahí como en dos horas.
Grillete: No jodas, pues; ven ahorita. Más tarde viene mi flaca, viene la familia, llega medianoche, ¡llega el 2014!

Yo> Estas ahí?
Grillete: Sí, lo que pasa es que acaba de llegar Cabeza de otro cuerpo. Dice que vengas ahorita para que te dé tu botella de ron nicaragüense también. Pa quemes la saladera, dice. Pa resetearte la suerte. En vez de cuy, te pasamos el ron, dice (así habla ahora el huevón, se cree centro americano). Ha venido con el Loco. Esto se va armar, huevón, ven. Sabes cómo le dicen ahora a Cabeza de otro cuerpo?    
Yo> Cómo le dicen?
Grillete: Ven a mi jato y te lo cuento.
Yo> Oe , huevón, a propósito, tú sabes algo de una empresa que hace levantamientos topográficos usando drones? Puro pelo me dijo que tú habías estado en la demostración que hicieron el otro día en El Agustino. Tienes su tarjeta?
Grillete: A quien le interesa la topografía en año nuevo, huevón. Ya apaga tu compu y ven para acá….Cabeza de otro cuerpo ya sacó la guitarra y está tocando «The winner takes it all». Y después dice que se va a mandar con «Claro que sé perder». Sin alusiones personales, dice.
Yo> Lo que pasa es que dice que con el dron, levantas 3 km2 en 10 minutos. Te hace curvas de nivel, perfiles, todo lo que quieras. 700 cocos nada más. Sería bacán poner ese servicio en mis términos de referencia.
Grillete: Dice el Loco que ya leyó tu novela y que te va demandar por derechos de autor…Dice que ahora tiene una historia mejor que contarte, para tu próximo libro. Una historia que sí es de verdad, dice.  
Yo> En serio, pe hueveras, sabes algo de los drones?
Grillete: Aquí no tenemos drones, pero tenemos rones.
Yo> Sabes o sabes?
Grillete: Ven a mi jato y te lo cuento.

Grillete: Estas ahí?....Este huevón.
Grillete: Oeeeeeeeeeeeee.
Grillete: ¿Estás viniendo? Todo era una joda, huevón. Yo también estoy chambeando.

Grillete: No, mentira. Aquí estamos. O no estamos? Oe… bueno, por si no nos vemos, Feliz 2014, pe, hueveras. Te mando un abrazo. Tú sabes que eres mi pata… sabes, ¿no? O no sabes. Bueno, si no sabes, ven a mi jato y te cuento. 

sábado, 14 de diciembre de 2013

Me encontré con alguien y me quedé conversando

Mamá sale a hacer compras al mercado. A su edad no está para esas tareas, pero ella insiste en que morirá haciéndolo. A dos cuadras de casa, ve a una mujer de polleras dobles y trenzas canas, sentada a un costado de la vereda, pegada a un pequeño jardín. La ha visto desde que dio vuelta la esquina y le ha llamado la atención la quietud con que la mujer recibe el sol y por eso se acerca a ella. No deberías solearte tanto, le dice mi mamá en quechua. La mujer la mira con desconfianza y toma su sombrero. Aquí el sol hace daño, continua mi mamá en quechua, te puedes quemar. La mujer se yergue con dificultad. Estoy parada, nomás, responde también en quechua. Entonces le cuenta su vida. Está en Lima desde hace dos semanas, su hija la ha traído desde un pueblo de Abancay para hacerla ver en el hospital porqué está enferma y no saben qué tiene. No entiende español, sólo habla quechua y por eso no puede comunicarse con nadie. No puede hablar con su nieto, ni con su yerno, ni con su hija, ni con nadie porque todos sólo hablan español y todo el día andan afuera de la casa, trabajando, estudiando y la dejan sola. No vayas a abrirle la puerta a nadie, le han advertido; no vayas a conversar con nadie. Pero hoy no ha soportado más y ha juntado la puerta y salido un ratito a la calle para solearse un poquito nomás. Mi mamá le cuenta que ella viene de Huancavelica, de Colcabamba, un pueblo cerca al río Mantaro. La mujer le dice que de donde ella viene también hay un río y que extraña mucho a su pueblo, que no se acostumbra y que en Lima ella no podría vivir nunca. He vendido todo mi ganado para venir a curarme y me he quedado sin nada, cuenta llorando. Ni cuyes ya tengo. No llores, le dice mi mamá. Tengo miedo, le confiesa, no sé qué es lo que tengo; hace días que no puedo dormir. Rézale a Dios, le aconseja mi mamá. En las noches, cuando estás así, rézale a Dios, habla con él, cuéntale todo lo que te pasa. Yo también, hace años estuve mal, pero aquí me curaron. No llores. No puedo ir a ningún lado, dice la mujer. Ni rezar puedo porque mi hija aquí se ha vuelto evangelista y dice que Corazón de Jesús no existe. La iglesia de San Columbano está aquí cerca, le dice mi mamá y le señala la cruz de la iglesia que se cuela por entre las azoteas del mercado. Sí quieres, el domingo podemos ir. La mujer deja de llorar. Pensé que ya nunca iba a hablar con nadie más, dice ahora riendo. 
Mamá llega a casa. Usualmente tarda media hora en regresar del mercado, pero hoy ha transcurrido más de hora y media y ya me tenía preocupado. ¿Qué paso, mami?, le pregunto. Me encontré con alguien y me quedé conversando, me dice y me cuenta la historia. Corre a encender la cocina al terminarla. Yo corro a encender la laptop para escribirla.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Un nuevo reality

Se me ocurre un nuevo reality. Los participantes, hombres y mujeres, agrupados en dos equipos, todos ellos guapos, guapas, buen cuerpo, sonrisa perfecta y todo eso, modelos que le dicen, pasan seis meses en un set de televisión preparándose para ingresar a la universidad. Digamos que a la UNI. Digamos nomás. Seis meses intensivos de geometría, álgebra, física y química. Obvio, gana el equipo que más cachimbos tenga. O por último, gana el que ingresa a la universidad. Se permiten parejas (de estudio, se entiende). Se permite que chapen entre ellos, que tengan relaciones, que tengan hijos, que los ampayen con otro. Lo que sea, todo con el fin de lograr el objetivo (tampoco nos vamos a poner cucufatos, ¿no?, total cada loco con su tema) En el ínterin, lo mismo que en otros programas, cámaras ocultas de los participantes quemando cerebro, entrando en trompo, delirando entre sueños de tanto estudiar. Entrevistas a los familiares y amigos. Imágenes de padres orgullosos, conmovidos con el esfuerzo de sus cachorros; bromas y anécdotas de los amigos y vecinos para demostrar que los participantes no son cualquier chancay, sino que pasaron un riguroso y exigente casting, pues. Que los participantes compartan habitación, todos en fila, como reclutas en una barraca. Que convivan día y noche, estudie y estudie, practique y practique, de la mano de su personal trainer, su sensei científico, mismo «La Voz», compartiendo tips, resolviendo exámenes pasados y, de vez en cuando, rajando de fulano o de mengano, como en la vida real pues, ¿no? A la hora de las pruebas, en vivo y en directo y en high definition, por supuesto, torta en la cara para el que no encuentre la ecuación de la recta, come vísceras crudas el que confunde la tercera ley de la termodinámica con «a la tercera va la vencida», pierde el pelo a punta de tijerazos el que no sabe el valor de pi o la constante de gravedad. Una voz en off (de alguien que sabe lo que dice, se supone) corrige, también en vivo y en directo, los errores. No pues, papito, así no se traza una bisectriz; no, hijita, el símbolo del potasio es  «k», no «Po». Cosas así. Salta de alegría y mueve el poto para la audiencia, el primero que logra demostrar la fórmula del anillo bencénico, por ejemplo; baila como un mono y hace gestos de primate, el primero que aplica bien el teorema de Poncelet; saca la lengua a la cámara y saca cachitas a los demás, el primero que resuelve una ecuación de tercer grado sin aplicar matrices. O mejor aún, un viaje de cinco días de sol, playa y tragos, a Punta Cana, all included, para el primero que resuelva el examen de admisión 1988 que, según algunos, fue el examen más tranca de todos los tiempos. Pruebas así. Cosas así. Digo, de paso los televidentes, niños, jóvenes y no tan jóvenes, también aprenden un poquito de matemáticas, ¿no? Aunque sea lo suficiente como para que la gente reciba bien el vuelto del mercado. O para ver si así el Perú deja los últimos lugares de las pruebas internacionales PISA. Digo, es una idea nomás.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Donde bebe agua el gavilán

Camino en dirección al manantial de Ancapaupiana. El mismo camino que recorría con mi madre y mis hermanas cuando íbamos a lavar la ropa. En casa teníamos agua potable, pero mamá prefería lavar en Ancapaupiana. ¿Por qué, ma? ¿Por qué tenemos que ir hasta allá si podemos lavar las ropas en casa? Porque es diferente, pues, hijo, Ancapaupiana es un puquio. Y sí pues, Ancapapaupiana era un puquio. Y no cualquier puquio: Ancapaupiana, «donde bebe agua el gavilán». No recorro estos pasos desde que era un niño, pero parece que lo hubiese hecho ayer. La casa de barro ocre de mama Defe y su pequeño corral de cerdos siguen marcando el inicio del camino desde la carretera a Tocas, las peñas color azafrán cortadas como escalones de piedra siguen empinándose hacia la cumbre; el sendero de álamos, el bosque de eucaliptos, los arbusto de chilca, siguen señalando la ruta a seguir. Pero ya no está la acequia por la que bajaban las aguas de aquel manantial. El pequeño torrente ya no existe. Un sendero de tierra roja ocupa ahora su lugar. Desde que las aguas son captadas en el mismo ojo de agua, desde hace varios años, y guardadas en un estanque de concreto para abastecer al barrio de Virgen del Carmen, el agua ya no baja por este lado de Colcabamba. Es un sentimiento raro. No ver la acequia, no escuchar el rumor del agua saltando las piedras, me deja un sentimiento de ausencia. Pero sigo caminando. No hay nadie, sólo los mismos álamos, las mismas piedras en que tendíamos la ropa para secarse al sol. ¿Para qué habría que ir a un manantial que ya no sirve? Camino. Asciendo por el sendero cada vez más empinado. Miro al cielo no hay gavilanes volando. No he visto ninguno hoy, pero cuando era niño, los veía con frecuencia. Marrones y solitarios planeaban en círculos en lo alto y se posaban aquí. Aquí, entre las rocas y los tunales. ¿Por qué un manantial en un cerro tan seco?, me pregunto y miro las cumbres. Solo rocas, tierra roja y espinos silvestres. ¿Qué hacía una vena de agua dulce entre un manto de roca ígnea? Asciendo y asciendo hasta que encuentro el tanque. Una cuba rectangular de cemento adosado al camino. Me acerco. Debe tener unos diez metros cúbicos, me digo a ojo de buen ingeniero sanitario. Lo reviso, lo analizo, lo ausculto. Toda la estructura está cubierta; la tapa de inspección, bloqueada, pero adentro se oye el sonido del agua cayendo al espejo. Un sonido, agudo, gutural, amplificado por el eco del vacío. Encuentro la línea de aducción, la línea que alimenta el reservorio. Su dermis ploma de plástico aflora de la tierra roja como una piel mal oculta. La palpo. El gorgoteo en el interior delata la trayectoria del agua fluyendo y sigo el ruido hasta llegar al ojo de agua. Lo reconozco. Reconozco el camino de rocas por donde antes fluía el agua del manantial, el tazón natural de piedra en que nos bañábamos los niños y las madres lavaban la ropa. Está seca, pero todavía tienen la superficie pulida por los miles de años del agua desgastándola. Me aproximo. Un cerco de alambre de púas resguarda la toma. Una pared de piedra y cemento cubre el ojo del manantial. Es la manera como, en la UNI, me enseñaron a captar un manantial, pero no poder ver el ojo, me entristece. Como no poder los ojos de un rostro querido al que uno no ve muchos años. Doy vuelta al lugar. Una vena raquítica escapa de la toma y fluye al natural como antes lo hacía todo el torrente. Un hilo de agua, apenas. Menos que el caudal de un caño abierto. Pero sigo la vena, el cerco de rakirakis que separan de las rocas hasta encontrarla estancada en una poza enana. Entonces sumerjo mis manos y bebo el agua dulce. La bebo como si fuera un gavilán.

lunes, 28 de octubre de 2013

Colcabamba

En Colcabamba, éramos una manada de cinco: Jhony, Charango, Humberto, Arón y yo. A un silbido en clave, salíamos de nuestras casas, nos encontrábamos en la subida de la carretera a Tocas y salíamos a explorar nuestro pequeño mundo, de Waychao a Tocas; de los Amarus de San Cristóbal hasta el río Mantaro. Por estos meses abundaban los choclos, entonces nos íbamos a robar cañas a las chacras de tierra roja que habían en el camino al manantial de Moccomocco; unas cañas moradas, largas, rajadas en el tallo, dulces como la caña de azúcar. Entrábamos a las chacras, rompíamos el tallo, botábamos el choclo, y nos íbamos a la pampa del estadio a tirarnos de panza, mascando la pulpa hasta que nos duelan las mandíbulas. Y ahí nos quedábamos. Primero viendo cómo el bagazo que tirábamos al río surfeaba las olas, los meandros y luego se perdía en el túnel del puente camino al Mantaro. Después, panza arriba, para ver si algún avión mudo se aparecía en el cielo, arriba en lo alto, cruzando las nubes con su panza plateada con dirección quién sabe a dónde. Después otra vez panza abajo, viendo los cerros de la banda, la bajada a Campo Armiño, la carretera a Tocas, la carretera a Huancayo: las cuatro vías por las que uno dejaba el pueblo, compitiendo a ver quién tenía la vista de un quillincho y podía ubicar los camiones que a lo lejos, en las carreteras que dibujan zetas en los cerros, se perdían en el horizonte. Cientos de veces. Reunirnos, robar cañas, tirarnos panza arriba, hablar de lo que sea. Reírnos. Matarnos de risa. Ciento de veces observando los horizontes. Pero nadie hablaba de irse. 
No recuerdo quien se fue primero. Creo que fui yo. El hecho que a los pocos años la manada ya no existía. Con la adolescencia, la juventud; por estudios, por trabajo, por necesidad, todos nos fuimos y nadie se quedó en Colcabamba. Estábamos condenados a irnos porque, como alguien en la residencia universitaria de la UNI me dijo alguna vez, en el Perú, los pueblos existen para nacer, crecer y luego irse; y las ciudades, para seguir creciendo y morir en ella. O morir en el intento. Pero también alguien, un colcabambino, una vez, en una de las presentaciones de «The Cure en Huancayo», en Huancayo, en la firma de libros, me dijo que había leído «La despedida», un cuento en el que el personaje se va Colcabamba, y me dijo que, en el caso de Colcabamba, había que irse de aquel pueblo para hablar de ella, para que alguien supiera que existe. Pero que un día había que volver. Por eso, mañana que estaré de vacaciones, viajaré a Colcabamba. Regresaré como regresa el Zancudo a Samaylla en «Ojos de pez abisal»: en el día de los muertos. Iré al manantial de Moccomocco, a las chacras de tierra roja, robaré una caña y me tiraré panza arriba en la curva de Cóndormocco, mirando el cielo. Con la música de mi iPod a todo volumen, echando de menos a algunas mujeres, buscando, entre las nubes, la panza plateada de algún avión.
Foto:archivo personal.

martes, 8 de octubre de 2013

Misión Zakayamachi

¿Dónde se divierte uno aquí?, pregunto el camerunés al taxista, en la primera carrera que nos hizo del hotel a la universidad. ¡Diversión!, repitió moviendo los hombros, mostrando una sonrisa guasona como para que no quedaran dudas de los alcances que el verbo divertir. En Zakayamachi, dijo el taxista en un inglés elemental con una sonrisa cómplice. ¿Y cómo llegamos ahí?, continuó el africano, bajando la voz para anotar el secreto, pero ahí nomás Maeda san, la coordinadora japonesa que nos llevaba a la presentación de becarios en la Kochi University of Technology y viajaba en el fondo de la combi, dijo algo que, aun en japonés y no entendimos ni papa, quedó claro que era una llamada de atención para el taxista por andar prestándose para las mañoserías. Chicos, dijo luego volviendo a nosotros; chicos, por favor no vayan por esos lugares. Que en Kochi no haya policías en las calles, que en Kochi no haya ladrones, no quiere decir que Zkayamachi no sea un lugar peligroso, dijo, no sé si advirtiendo o presumiendo de otra más de las estadísticas de la ciudad. Por ahí andan las mafias chinas, filipinas y coreanas y se pueden meter en problemas. No vayan por favor. No, Meda san, como cree, dijimos y juramos entre risas no ir a aquel lugar. Pero la curiosidad ya nos había picado. No solo era el querer descubrir la ciudad en la que viviríamos en los próximos meses, sino, y sobre todo, ver con nuestros propios ojos cómo era eso de andar por un barrio dominado por las mafias orientales, cómo era eso de adentrase a las calles del pecado bajo las alas de la noche en una ciudad sin policías en las calles. Y claro, al primer fin semana, al primer sábado libre, el camerunés, el brasileño y yo emprendimos la misión Zakayamachi.
Nos tomó 15 minutos en bicicleta llegar hasta el centro. Eran cerca de las ocho y las calles del centro lucían vacías. Unos cuantos carros circulando lentos, contadas personas caminando pacientes, el tren urbano circulando vacío como un juguete. Para gente que como nosotros, venía de asociar los sábados a la noche con bulla, multitudes y embotellamientos, el panorama era desconcertante. Pero no nos amilanamos. Seguimos vagando, montados en nuestras bicicletas, siguiendo el plano que el camerunés había conseguido de manos de uno de los cuarteleros del hotel, hasta que aparecieron las calles angostas, llenas de bares, colores, de luces tenues, como en las películas chinas. ¡Zakayamachi, hermanos!, dijo en francés el africano. Desmontamos de nuestras bicicletas como si desmontáramos de caballos y nosotros fuésemos cowboys llegando a un pueblo del wild west. Nos adentramos al bullicio. Dejamos nuestras bicicletas en un parqueo en que otras miles de bicicletas se apilaban en orden y caminamos como tres turistas en la calle de las pizzas, como tres juergueros en el bulevar de Barranco. Bares, restaurantes, karaokes, pero ni un solo coreano ofreciéndonos el menú de vicios, ni un solo chino mostrándonos el catálogo del pecado. Una vuelta más y nada. Entramos entonces a un bar de luces verdes. El dueño nos dio la bienvenida con una venia y una sonrisa. Nos quitamos los zapatos y luego nos dio al interior. Era bar enano. Cinco por ocho, cuarenta metros cuadrados, calculé en el cato. ¿Notaste que no hay música?, me dijo el brasileño. Sí, dije yo y antes de pudiéramos sugerir ir a otro lado, el dueño ya nos había ubicado a una esquina del local y nos sentamos de rodillas como las llamas, pegado a la pared. Un rato y nos vamos, sugirió el camerunés, sólo para ver cómo son las cosas. Pedimos un vaso de cerveza. En el segundo vaso, fuimos reconocidos por dos japonesas y una canadiense que habíamos conocido en un templo budista unos días atrás y que venían acompañadas de un francés, un norteamericano, un malayo y un togolés. Nos saludaron y tomaron su lugar cerca de nosotros. Al rato llegaron más turistas, se sentaron también como llamas, terminaron de ocupar las cuatro paredes del local y el bar se trasformó en un encuentro de las Naciones Unidas. Poco a poco el grupo terminó dividiéndose entre los G7 y los Third world y ahí el camerunés, el brasileño y yo, celebramos nuestra primera semana en Kochi hablando cada quien de nuestros países. Y ahí estábamos los tres riéndonos del lugar más peligroso de Kochi, hablando de los lugares, esos sí, más peligrosos de Lima, Sao Paulo y Yaundé, como si compitiéramos por saber a ver quién tenía el país más inseguro y justo cuando una australiana de ojos café me había hecho el habla y me escuchaba fascinada cómo eran las líneas de Nazca, justo cuando los Third World estábamos por entrar en la etapa del «tú eres mi pata, G7», justo ahí, comenzó a sonar la única canción que escuchamos  aquella noche. Esa que en el Perú conocemos por Pepe Vásquez y ponemos para despedir a los amigos, pero que en Kochi ponían para decir que eran cerca de las once y que la noche, los bares y el alcohol estaban a quince minutos de terminar. Nadie protestó. Nadie dijo, la última manito, te juro que la última chela y me voy. Nadie. Todos simplemente empinamos el último sorbo de cerveza y luego, unos tras otros, recogimos nuestros zapatos y salimos del bar. Caminamos riéndonos de las  mafias chinas y coreanas hasta que llegamos al parqueo. ¿Y las bicicletas?, dije yo. El parqueo estaba vacío. No había ninguna bicicleta en el lugar. Ja, ja, ja, rió el camerunés. ¡En Kochi si hay ladrones!, gritó matándose de risa. Estábamos imaginando la cara de Maeda san, cuando le contáramos lo sucedido. Ya estábamos riéndonos con la cara que pondría cuando le demostráramos que no era cierto que en Kochi no había ladrones y que ya era hora de que hubiera policías en las calles y no esperar a que se aparecieran luego de una llamada telefónica, como se aparecen los bomberos. Ya estábamos apostando a que saldría con otra estadística cuando un tipo delgado y mediano, de terno negro y pelo cano se nos acercó. Sus bicicletas están por allá, nos dijo señalando el fondo de la calle. De las ciento de bicicletas que encontramos al llegar, sólo quedaban unas veinte, incluidas las nuestras. Alguien se había tomado la molestia de tomar las desparramadas y las había reunido en un mismo lugar. Alineadas como si estuvieran a punto de partir en una carrera de velocidad, esperaban por nosotros. Esto no me lo van a creer, dije yo. Esto sí que es diversión, dijo el camerunés.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Sanitario mata galán

Hace tiempo que le tenía bronca. Me llegaba altamente que cada tarde se apoderara de la esquina de maquinas del gimnasio, que hiciera pectorales, aperturas y hombros, uno tras otro, uno a la vez; que gritara como un actor porno cada vez que sus músculos llegaban al límite del esfuerzo, que liberara las poleas de súbito para que las pesas tronaran, metal contra metal, y todos nos enterásemos que había roto uno nuevo récord; que se posara frente a los espejos, frente, lado, frente, para revisar por millonésima vez el progreso de sus trapecios, sus abdominales y sus bíceps. Me llegaba altamente su polito manga cero a medio acabar, corto, hasta la cintura, desgatado, pero con el logo del gym bien impreso, bien empapado y en forma de V. Me llegaba su corte de mohicano-pájaro-loco, su tatuaje de rayas, de iconografías de extraterrestre chuzándole los brazos como rayas de tigre; me llegaba que disfrutara de cada rutina, de cada ejercicio, que al final bebiera el gatorade como si estuviera en medio del desierto y tuviera mil botellas a la mano; me llegaba que se codeara de tú a tú con los trainers, que se jugara de manos, que repartiera tips, que le corrigiera la postura a los principiantes. Me llegaba que le hiciera el habla a las recién llegadas, que sonriera a lo Pepe Cortisona, que cruzara los brazos para que se notaran los balones de sus hombros, las cuadriculas, el tablero de ajedrez de sus abdominales, que moviera los pies marcando el compás de la música trans; me llegaba que  presentara las mujeres a su manada de mastodontes, musculares, tatuados, y policortos como él, que se rieran, que hicieran planes, que se encontraran en la barra de la cafetería. Me llegaba altamente que encendiera a todo volumen la música horrorosa de su iphone, que nos bombardera de bum-bum´s y ye-ye´s, de así-mami´s y así-papi´s, mientras se afeitaba frente al espejo del baño de hombres, mientras se acicalaba delante de los lockers, mientras se perfumaba, se acomodaba el pelo, mientras quedaba listo para el vergel. Pero lo que no soporté, lo que realmente me sacó de mis casillas, lo que realmente me llegó, fue descubrirlo malgastando el agua. En una de esas que coincidimos en la ducha, en una de esas que entré calato camino a las regaderas para quitarme los pocos sudores de mi rutina, el vano esfuerzo, la constante de mis ralos músculos y mi cinturón de grasa, en una de esas, lo encontré también calato, hablando por el celular fuera de la ducha en el que al agua corría y corría, caía y caía libre como en una catarata. Ocupé la ducha de al lado y apenas el tipo colgó, guardó su celular y regresó al agua, me le fui encima. ¿No sería mejor que cerraras la llave mientras no usas el agua?, lo encaré. El tipo me miró como a un insecto. Me escaneó entero, supo que no estaba ni para un tingote y, con la sola mirada, me ninguneó. ¿Y tú quién eres?, ¿el defensor de la naturaleza?, respondió con mofa. No, soy ingeniero sanitario, dije yo y él me miró como preguntándose qué diablos significaba eso. Trabajo en Sedapal y puedo asegurarte que en los tres minutos que dejaste la llave abierta, botaste más de 50 litros al desagüe, le dije antes que respondiera algo. El tipo siguió mirándome. Iba a decirme algo. A lo mejor le di pena, o, a lo mejor iba darme un gancho al mentón. Pero no me dijo nada, no me hizo nada. Dio media vuelta y cerró la llave. Y luego, cada quien regresó a lo suyo.
Foto: drop by drop

martes, 20 de agosto de 2013

El elefante gris

Mi abuelo. Mi abuelo montado sobre su caballo “Elefante” en medio de la oscura noche. Mi abuelo llegando de noche a mi casa en Colcabamba, después de tres meses de retiro voluntario, de vivir solo como un asceta en las chacras de Ccochacc. Mi abuelo sobre aquel rocín color caramelo, de melena negra, de manchas blancas en forma de cruz sobre la frente; bajando los caminos de Mejorada, cruzando el río Into, subiendo las laderas de Chacas, Nogales y Yanarumi. De noche, viajando siempre de noche, haciendo todo ese trayendo siempre de noche. Mi abuelo… la silueta de mi abuelo. La silueta de mi abuelo alumbrada por la luna y la penumbra. Mi abuelo con su poncho de bayeta a rayas y sombrero de alas; abriendo el zaguán de mi casa, entrando al patio montado sobre el Elefante, alto, membrudo, sólido. Mi abuelo y el Elefante al frente del resto de caballos y mulas que traen la cosecha de lentejas, trigo y frejoles; todos rompiendo el silencio de la noche y los grillos con el sonido de los herrajes sobre las piedras del patio. Trocotró, trocotró, trocotró. Mi abuelo desmontando. Mi abuelo aflojando el cincho, quitando la montura, el bozal de cada una de las bestias. Mi abuelo haciéndole caricias al Elefante; el Elefante agitado, respirando agitado como un corredor que acaba de llegar a la meta, tiñendo la oscuridad de la noche con su aliento blanco, relinchando, espantando las polillas con el látigo de su cola, escarbando el suelo bajo sus patas. Mi abuelo. Mi abuelo y su caballo Elefante.


Yo. Yo solo. Yo y mi primer auto, un Honda Civic, gris oscuro, del noventa y cuatro. Yo y aquel auto vagando por la Lima del noventa y nueve, a cien por hora; en el zanjón, Caquetá, Panamericana Norte. De noche, a medianoche, siempre a medianoche; a la hora en que casi no hay autos, no hay autobuses, la hora en que Lima era sólo para mí. Yo dentro del auto como si estuviera dentro de una nave, como si yo fuera un astronauta y el Honda un transbordador espacial. Oyendo a Supertramp, Suede, The Cure; oyendo mi música, sólo mi música. Yo de regreso, camino a mi casa en Los Olivos. Yo alterando con mi música, con el motor del Honda Civic gris oscuro, a los perros, a los vecinos insomnes de la calle Hualcán. Yo abriendo la puerta de mi casa, abriendo la cochera. Yo aparcando; apagando la música, las luces, el motor; revisando que todo esté en orden, las llantas, los faros, las puertas. Yo y el Elefante Gris.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Fotodependencia

Hace dieciocho días que en Lima no sale el sol. Los he contado. Uno, dos, dieciocho días. Dieciocho días haciendo mi vida bajo un cielo-raso, bajo un celaje plano, infinito y mustio; bajo un inacabable cielo color asbesto-cemento de eternit. Dieciocho días viendo el día sin colores como lo ven los perros: negro, blanco, gris; dieciocho días de respirar aire y agua como los batracios, dieciocho días de andar arropado como un tamal. Ustedes que han crecido viendo el sol asomando tras los cerros, tras las nubes, todos los días, todos los meses, todos los años, ustedes me entienden. Ustedes que, como yo, han visto que en la sierra, la selva, hasta en los más largos chubascos, hasta en los peores inviernos, el cielo, luego de unas horas, se pone azul; las nubes se ponen blancas, gordas y coposas; el sol, alto, dorado y redondo, ustedes me entienden. El sol, dicen, regula el reloj biológico, marca los umbrales del día y la noche en nuestros cuerpos, fija las vitaminas que influyen en nuestro estado de ánimo. Debe ser cierto, digo, porque para mí, no poder ver el sol es como tener sed y no poder beber agua, como tener hambre y no poder comer, como tener sueño y no poder dormir. Ustedes me entienden. 
Pero hoy ha salido el sol en este lado de Lima. Un sol pálido, blanco, sin sonrisa. Un sol que no calienta, pero alumbra. Un sol que le pone colores a las plantas, a las flores, a la laguna artificial que hay en frente de mi oficina. Un sol que hace que los patos viajeros y los gansos residentes se adentren en el agua y no salgan de ella; que naden y naden como barquitos en el mar. Un sol que me atrae como un imán a un clavo y que hace que inverne la computadora, deje el cubil de mi oficina y camine hasta el estacionamiento pretextando revisar algo que deje olvidado en el Elefante Gris, tan solo para apoyarme en él y solearme como una vizcacha. Manos cruzadas, en camisa, mirando los patos. Uno, dos, diez minutos. Un sol que hace que recupere energía como una celda fotovoltaica. Un sol que me devuelve el buen humor.
Foto: Iternet.

jueves, 25 de julio de 2013

La última semana de la araña Ariana

Hay una araña que vive en el cubil de mi oficina. Una araña negra, pequeña, del tamaño de la uña de mi dedo meñique. Una que aparece de días, de semanas; a veces de entre el tubo de planos, de entre el lomo de archivadores, de entre la hojarasca de papeles que se acumulan en la bandeja de expedientes. Una que atraviesa rauda el panel que me separa de los otros ingenieros, corriendo como loca con sus ocho patas y su cuerpo en forma de «8», a trancadas, en pequeños saltos que, intuyo, son de exploración del peligro y el enemigo hasta perderse de nuevo por ahí. No sé si es una araña o un araño. No sé siquiera si las arañas son todas machos, todas hembras o todas hermafroditas. No sé cómo se reproducen las arañas. No sé siquiera si todo el tiempo se trata de la misma araña o, a lo mejor, son generaciones de arañas que se suceden una tras otra, que heredan la vida de padres a hijos como quien recibe una posta en una carrera. En todo caso parecen ser una sola. Una que a la que llamo Ariana. Araña: Ariana; Ariana: araña, ustedes me entienden. La araña que en todo este tiempo ha sobrevivido a las decenas de fumigaciones, a las limpiezas diarias, a las aspiradoras, a los «días de la gran limpieza» y las «cinco disciplinas básicas» que obligan las normas internacionales de calidad. Una que ha logrado escapar de la persecución, del cuadernazo de cuantos la han descubierto cruzando el puente de archivadores a un lado del estante, una que ha hecho oídos sordos a los gritos de pánico de las mujeres que la han visto huyendo por la autopista de cables que unen la computadora y el monitor. Una que ha abusado de su suerte, que sabe que allá en Colcabamba, Huancavelica, la araña es sinónimo de limpieza porque es ella quien se come a las verdaderas alimañas. Sinónimo de soledad. De libertad. Y que por eso a veces les cantamos huaynos que hablan de irse lejos, como ese que dice, apanccoraycha, apacullaway chaychayman/orccocunapi ripucusaccmi suluypi. Una que me recuerda a las arañas de habitaban en la caña de los choclos, pequeñas, verde-amarillas, de las que no picaban, que no eran venenosas y que por eso se paseaban por mis brazos, mis recuerdos y mis manos de niño. Una araña que en una semana habrá de irse junto con mis archivos, mis planos y mis cajas porque, según los inspectores de Defensa Civil, tantos papeles apilados son un peligro para mi seguridad.
Foto: internet

lunes, 8 de julio de 2013

Ballerina out of control


Me acuerdo. Apareciste en el retrovisor, con tu chompa negra de cuello de tortuga, los brazos cruzados y tu bolso marrón al hombro, caminando despacio, caminando hacia el Elefante Verde, caminando hacia a mí. Entonces te abrí la puerta y entraste, y sorry, dijiste y me diste un beso. Y sorry, volviste a decir  y te disculpaste por haberme tenido olvidado por más de cuatro meses, por decirme que ya no pues, Uli, mejor amigos nomás. Y me contaste qué habías estado haciendo en ese tiempo. Trabajando, estudiando; viviendo, pues, Uli, tú sabes como es de azarosa mi vida. Y admitiste que me extrañabas, que no era lo mismo que te recogiera un taxi a que te recogiera el Elefante Verde. Y nos reímos de eso. Nos matamos de risa como si los cuatro meses nunca hubieran pasado y nosotros nunca nos hubiéramos separado. Y extrañé tú música, Uli, dijiste y me pediste que pusiera una canción; esa pues, Uli, esa que empezaba así: tata, tatata, tatata, ¿te acuerdas? Y yo saqué el maletín de discos compactos que llevaba siempre debajo del asiento del piloto y puse «Ballerina out of control» de Ocean Blue porque reconocí los acordes que tarareabas. Porqué tú eras así, pues, recordabas la música, pero nunca el título, ni el nombre de las bandas o los músicos que me gustaban. Y nos fuimos a San Miguel escuchando a Ocean Blue, besándonos en cada semáforo en rojo; y nos fuimos al cine, a amarnos en la oscuridad. Sí, me acuerdo. Me acuerdo ahora que tengo a toda la banda frente a mí; sí, a todos los Ocean Blue, tocando en un pequeño escenario de la discoteca Aura como si tocaran en la sala de mi casa. Tan cerca que podría darles la mano. Sí, me acuerdo bien de esa tarde ahora que tengo a Rob Minning tocando la batería delante de una pared de espejos que parece que hubieras diez Rob Minnings, ahora que veo a Bobby Mittan dando arpegios, acariciando el bajo, ahora que escucho a David Schelzel cantando «Ballerina out of control». Sí, también tú estarías feliz aquí. También tú estarías cantando, como nosotros, todas las canciones del «Ocean blue album»,  «Cerulean», «Beneath the rhythm and sound»; el nuevo «Ultramarine». Y celebrarías que esos discos no sean tan populares, porque, de lo contrario, tendríamos que conformarnos con ver a la banda desde lejos, como vimos a Roger Waters, A flock of seagulls, Men at work. A Soda Stereo antes de que se separaran de nuevo. Antes de que tú y yo nos separáramos otra vez. 
Sí, te gustaba mi música, me digo mientras bebo un largo y caudaloso sorbo de cerveza. Y, ¿qué será de ti?, me pregunto. ¿Qué clase de música te gustará ahora? ¿Qué clase de música escuchará el cabrón de tu marido?
Foto: internet

miércoles, 19 de junio de 2013

Un sound-track para «Ojos de pez abisal»

Me resulta difícil explicar qué es un pez abisal. De hecho, cada vez que les hablaba a mis amigos acerca de la novela que estaba escribiendo, entraba en una reflexión, según yo, filosófica y hasta biológica del tema y en lugar de aclararlo, siempre terminaba confundiéndolo más. Pero bueno, los amigos son los amigos y lo entienden a uno y hacen como que todo está claro, como que todo se entendió; los extraños, en cambio, no y uno terminan haciendo el ridículo. Ridículo como el que hice en el gimnasio. Ese día, después de haber corrido como un hámster paranoico sobre un faja sin fin, durante veinte minutos; de haber trepado dos mil pasos sobre una escalera virtual durante otros veinte minutos; y sobre todo, después de haber fisgoneado mujeres hermosas durante otros 20 minutos más, en especial a una mulata de cuello luengo y ojos claros que, hasta haciendo sentadillas, levantando pesas, me despertaba ternura, terminé mi rutina y me senté en cafetín a leer, tomarme un jugo y escuchar música en el ipod. Entonces ahí, absorto que estaba en la lectura, no había notado que la mulata bonita se había sentado frente a mí y me hablaba. Ese es le mejor cronista que existe, me dijo cuando me retire los audífonos, refiriéndose a Martín Caparrós y el libro que yo estaba leyendo. Solté un lacónico sí y no supe qué decir tragado por la sorpresa. Primero porque era la primera vez que una mujer me abordaba en el gimnasio por algo que no fuera precisamente por el avance de mis músculos, y segundo porque la multa bonita era realmente bonita. Pero luego nos pusimos a hablar de crónicas y novelas y cuando estábamos en lo mejor, se me ocurrió decirle que estaba escribiendo una novela que se llamaba “Ojos de pez abisal” y a ella se le ocurre preguntarme, ¿qué es un pez abisal? Entonces puse una pose, así, de biólogo marino y le dije que los peces abisales eran parte de la fauna que habita en la profundidad de la fosa de Las Marianas, ese cañón tipo cañón del Colca que existe en el fondo del Océano Pacífico, frente a la costa de Asia del sur. La mulata bonita, que hasta ese momento parecía mirarme con admiración, pasó a mirarme con confusión. ¿Este brother es biólogo o bioloco? Entonces yo, desesperado por retomar la mirada, le dije que la fosa de Las Marianas era conocido como la fosa abisal porque había lugares que llegaban a medir cerca de 11,000 metros de profundidad y que eso lo convertía en el lugar más inhóspito, profundo y oscuro del planeta y que los peces abisales, al contrario de lo que se supondría, no eran ciegos, sino que tenían ojos y que miraban alumbrándose el camino con una linterna de bacterias luminiscentes que llevaban colgadas sobre sus cabezas. La mulata bonita me miró ahora sí con desconcierto, ¿Qué clase de novela estará escribiendo este brother? Y ahí, antes de que yo pudiera decir algo, la mulata bonita se paró y dijo, bueno, amiguito, me voy, tengo que seguir haciendo mis ejercicios y se fue.
Algo de eso me pasa ahora frente a ustedes porque temo que esta vez tampoco sepa explicarme y que ustedes se paren y se vayan a hacer ejercicios. De hecho uno de mis amigos me preguntó qué tenían que ver los peces abisales con la fotografía de la portada del libro que muestra un pueblo de barro, seco y fantasmal que parece morirse de sed bajo un cielo azulado por una inminente noche. Yo le dije cualquier cosa menos la verdad, y la verdad era que, estando como está el negocio de la publicación de libros en nuestro país, oneroso y nada rentable, para abaratar costos, yo mismo tuve que diseñar la portada y agenciarme de la fotografía y que por eso, a lo mejor, sólo yo me entendiendo. Pero, claro, eso era algo que no podía decir porque entonces mi amigo iba a comprar el libro no por curiosidad sino por pura compasión. Entonces pensé que lo mejor era hablarles de los personajes de la novela. O mejor dicho, de las personas y los recuerdos que me inspiraron la novela porque yo creo que, así como los perros aman lo que tienen más cerca, uno tiene que escribir de lo que tiene más cerca. De lo que tuve más cerca. Mi padre y mi tío Máximo, por ejemplo, dos camioneros que amaban tanto a sus camiones, que se murieron con ellos: mi tío cambiándole la llanta a su camioneta, mi padre operando su cargador frontal. Los hombres que más me marcaron por esa manera que tenían de enfrentar el mundo: haciéndoselo a la espalda, viviendo la vida que les había tocado vivir. Dos camioneros que parecían más bien marineros porque, como ellos, le ponían nombres a sus naves y salían de casa a ejercer la libertad de navegar por los mares de ichu y frío de las punas de Huancayo, Ayacucho y Huancavelica, para volver después de meses y contarme dónde es que habían estado. Por eso los camiones son personajes de la novela. Como personajes son las mujeres, los amigos, la música. La música que me recuerda a mi hermano Jaime, mi hermano que estaba loco porque, en la habitación que compartíamos en Huancayo me despertaba con los poemas de Miguel Hernandez hechas canción por Joan Manuel Serrat; mi hermano que estaba loco porque se gastaba su dinero comprando long plays sin que en casa hubiera dónde reproducirlos, hasta el día en que alguien le prestó un tocadiscos y entonces el que se volvió loco fui yo porque fue ahí que escuché esos discos y descubrí a Reo Speedwagon, ELO, Simon and Garfunkel, el Crime of the Century de Supertramp con que el Zancudo entra en la Estación de Kioto. Sí, porque cada capítulo de la novela, lo mismo que mi vida, tiene su propio sound-track. Un sound-trcak de huaynos de La Flor Pucarina, Los Errantes, Acomayo, La Estudiantina Perú, que me recuerdan a mis padres bailando, a mis padres cantando, riendo. A mis padres llorando. Un sound-track que describe Samaylla, el pueblo que me tuve que inventar, pero que cualquiera colcabambino sabe reconocerlo como Colcabamba, ese rincón de Tayacaja en que fui niño, ese lugar que parecía una postal de colores porque en su cuenca en forma de tazón era posible pasar, en menos de una hora, del marrón al verde, de la puna a la selva, del frío al calor. Ese pueblo al que llegaban los ccorpas, esos quechuas huancavelicanos que venían desde las estancias de Mejorada, después de semanas de caminatas, arreando piaras de llamas cantando huaynos que nunca habíamos oído. Ese pueblo al que llegaban las chimbinas, mujeres del otro lado del Mantaro, presumiendo de sus mejillas rosadas y sus ojos verdes, mujeres que venían de pueblos tan románticamente bautizados como Paloma Alegre, caminado más de 50 km para estudiar la secundaria. Por ese camino vino Rufilia, una quinceañera de cabellos canela y pecas en el rostro para regalarnos, a mí mis amigos de diez años, el primer beso de nuestras vidas. Un sound-track que me recuerda la música que aprendí en las calles de Huancayo, en las calles de Covida en Los Olivos, la música que aprendí a tocar con Los Grillos de Medianoche. La música que me enseñó mi gran amigo Mario Leon Suematsu, a quien conocí en la academia Sigma, en Huancayo, que estudio conmigo en la UNI, que luego se fue a estudiar a la Universidad de Osaka y que luego se encontró conmigo y se embriagó conmigo en lo alto de la Estación de Kioto. Un sound-track que me recuerda a Masami, una dulce japonesa que hablaba en mexicano y que un día me abordó en la Universidad de Kochi diciendo que quería practicar el español, nomás para no olvidarlo. Un soun-dtrack que me recuerda a la japonesa de ojos verdes que conocí en la Universidadde Nagasaki y que me explicó que el color de sus ojos venía, seguramente, de la mezcla de sus antepasados con algún marino holandés. Pero también incluye un sound-track para la muerte. La muerte que llegó por el mismo camino por la que había llegado Rufilia. El camino por el que llegó Nemesio, un pucaccolpino que junto a su esposa y su hijo de un año de nacido, remontó las nieves del Ccolccewichccana en una caminata imposible, huyendo de la guerra de los ochentas y que tocó la puerta de la casa de mi abuelo pidiendo asilo. La muerte que luego nos empujó a Huancayo, luego a  Lima; que empujó a mis amigos, José Fajardo, Luis Namisato, Olivia Oshiro a migrar al Japón de sus padres.
Ellos son peces abisales. Pez abisal es mi hermano Jaime que compraba discos sin tener tocadiscos; peces abisales eran los ccorpas que caminaban siete días para llegar a Colcabamba, hartos del frío; peces abisales eran las chimbinas que caminaban 50 kilómetros para estudiar, pez abisal era Nemesio que emprendió la más larga caminata de su vida para evitar a la muerte, peces abisales son mis amigos que después regresaron del Japón porque, afuera, el Perúdolía demasiado.

jueves, 6 de junio de 2013

Tercera (y última) anti-declaración de amor

Hasta en la penumbra se veía hermosa. A pesar de las tinieblas en el aula, a pesar de la media luz que habitaba en toda la UNI por causa de un apagón; la silueta de su cuerpo sentado en la carpeta de a lado, la silueta de su rostro a contraluz de la noche, la silueta de sus cabellos cayendo en ondas sus hombros, me hacían adivinarla toda, dibujarla toda, suspirarla toda. Desde que el loco Marco, un día antes, me había dicho que ella le había confesado que estaba arrepentida de haberme dicho que no, que se había dado cuenta de que yo era un buen tipo, medio loco, pero un buen tipo, que merecía una oportunidad y que me mandara de nuevo nomás, que ahora sí me iba aceptar; yo me había pasado el día buscando el momento preciso para acercarme a ella y declararle mi amor por segunda vez. Y ahí estaba yo, al lado de ella, en el centro de la penumbra, oliendo el perfume de champú amen que despedía su cabello, mientras el ingeniero Huanca seguía hablando de la relación entre la presión de carga y el asentamiento de los suelos, como si en verdad  entendiéramos la ecuación física, como si viéramos la pizarra, como si ahí no hubiera ningún apagón. Al inicio, el asentamiento de los suelos es proporcional a la fuerza, explicaba, pero luego se hace asintótica y entonces no importa cuanta presión ejerzamos al suelo, ésta ya no se asentará. Y ahí estaba yo, imaginando la curva asintótica de los suelos en un papel milimétrico, como pedía el profesor, rogando que la clase de Mecánica de Suelos terminara de una buena vez para que ella y yo por fin nos quedemos solos, para que ella y yo por fin hablemos, para que ella y yo por fin nos podamos besar. Entonces el profesor dijo, bueno chicos nos vemos en la clase del martes, estudien, y esperemos que no haya otro apagón. Entonces todos salimos y yo me pegué a ella antes que alguien me gane su calor y, te acompaño al  paradero, le dije; y ya pues, dijo ella. Y empezó de nuevo el dilema de cómo abordarla, de cómo volverme a declarar. Entonces dije que no pues, que a las mujeres se les dice sólo una vez que las amas, y que ahora era ella quien tenía que hablar. Salimos de la facultad, pasamos el Pabellón Central, salimos a la avenida Túpac Amaru por la puerta tres, hablando de esto y hablando de aquello, hasta que llegamos a Habich y ella nada de nada, no decía nada. Entonces dije que a lo mejor ella era como yo que se le hacía  nudos en la boca cuando quería conjugar el verbo amar en primera persona y que era mejor que yo tocara el tema antes de que apareciera la 73 y se me vaya otra vez. Hablé con Marco, le dije, en medio del río de gente que abarrotaba el paradero, en medio del bullicio de los buses agarrándose a bocinazos. ¿Con Marco? ¿De qué?, dijo ella extrañada. Lo sé, dije yo. Sabes qué, dijo ella y entonces, igualito que en aquella escena en que Kevin Arnold le dice a Winnie Cooper, ¡Winnie, Paul me lo dijo! ¿Qué te dijo? ¡Qué me amas, que estás loca por mí!, igualito, yo le dije: que lo has pesando mejor y que me darás una oportunidad. No me miró ruborizada como Winnie Cooper, sino extrañada, mas extrañada que la primera vez. Yo no hablé nada con Marco, me dijo seria. Me imaginé al loco, oculto entre las caras de la multitud, agarrándose la barriga de tanto matarse de risa. Ya hemos hablado de eso, Uli, agregó con ternura. Entonces, con esos buenos modales que tenía, con esa vocecita de arrullo que tenia, con esa bondad de madre que despedía, me volvió a explicar cómo debían ser las parejas, cómo debían ser los amantes, cómo debía ser el amor. Después corrí a la casa del loco. Para pecharlo, para partirle la cabeza. Pero me reí con él al encontrarlo; total, también el amor se vuelve asintótico, llega un punto en que no importa cuanto presiones, el suelo ya no se asentará más.
Foto: archivo personal

miércoles, 22 de mayo de 2013

Anti-declaración de amor número dos

Para mis patas era fácil, ¿no?: la sacas a bailar, le haces el habla, le cuentas cualquier huevada mientras bailas y al final le dices, ¿vamos afuera? y, afuera, te la chapas, huevón. Para ellos era fácil, para ellos que la veían como una flaca más del colegio, una chibola más de las que compartían con nosotros el patio del recreo, las horas de educación física, la formación escolar. ¿Pero para mí?, para mí que la soñaba a cada rato, que la veía en mis libros con su trencita larga y su falda tres-cuartos, para mí que era la Winnie Cooper de mi adolescencia, el plan era una yuca, compadre. Peor aún con lo tímido, con lo chupado que era en ese tiempo; casi casi un autista, casi casi un antisocial. El hecho es que ahí estaba yo, compadre, bailando con ella Selft-control de Laura Branigan, moviéndome con las justas por la timidez en medio de la oscuridad azul de la discoteca y todavía no había pasado a la segunda parte del plan, no le había hablado nada. Discoteca es un decir, ¿no? porque, en realidad, aquello era la sala de una casa en las afueras de El Tambo, ahí, tirando para las rieles, una casa que ella y sus amigas del 3ro B habían alquilado para hacer una fiesta y sacar fondos para su promoción. ¡Recién estaban en tercer año y ya pensaban en la promoción! El hecho es que la canción terminó y cuando ella estaba por decirme chao, darme mi besito en la mejilla y regresar a la esquina en que la esperaban sus amigas; no sé de dónde me salió el valor y le dije: ¿no quieres ir afuera? Claro, respondió ella y caminó delante de mí, abriéndose paso entre la gente, en dirección a la puerta, mientras David Bowie empezaba a cantar Modern love. Yo, hecho un ganador. Mis patas me levantaron el pulgar, «buena, loco, buena», «¿ves que era fácil, huevón?», mientras buscaban con quien bailar. Pero cuando salimos a la calle y el sonido de la disco se redujo a un zumbido, el plan se me apagó de nuevo porque lo que no me habían dicho mis patas era qué es lo que tenía que decir, cómo me tenía que acercar para chaparla. Claro, yo había ensayo algo, un ¿qué tal las clases?, ¿qué tal los exámenes?, ¿qué música te gusta?, algo con qué empezar; pero en ese momento, compadre, volví a tener la mente nublada, sin nada qué hilvanar. Miraba el suelo, el fondo negro de la noche sin nubes, el bosque de eucaliptos al fondo de la urbanización. Y ahí estaba yo, compadre, parado frente a ella, en medio de la calle, muerto de frío con la helada de julio, preso del miedo, sin decir mi mierda de tanta timidez. Hasta que ella se cansó de esperar y preguntó: ¿Y, qué hacemos? Yo ahí, compadre, mudo y quieto como un conejo, rogándole a los dioses que me manden alguna idea, carajo y nada. Y no sé de dónde, compadre, no sé de dónde me salió la iluminación. Pregúntame de dónde soy, le dije. ¿Qué?, me miro recontra extrañada. Pregúntame de dónde soy, le insistí recordando que la única vez que me atreví a abordarla en el recreo, la única vez que rompí mi timidez y hablamos un par de cosas mientras caminábamos al quiosco a comprar papas con ají, me había dicho que ella era de Lima y yo, de Colcabamba, cerca a Pampas, nomás. Pregúntame de dónde soy. Me miró con esos ojitos negros, con pequitas marrones que saltaban entre sus cejas. Captó a dónde iba. ¿De dónde eres?, me pregunto y ahí yo empecé a recitarle un poema, compadre. No exactamente un poema, sino las letras de una canción de Silvio Rodríguez que me había aprendido de tanto que mi hermano, que estudiaba en la Universidad del Centro, me hacía escuchar por esos años. «Décimas a mi abuelo», se llamaba. Unas letras que yo cambié para ese momento. Y le recité, compadre. Yo soy de donde hay un río/de la punta de una loma/ de familia con aroma/a tierra maíz y frío/soy de un paraje con brío/donde mi infancia surtí/y cuando después partí/ a la ciudad y la trampa/me fui sabiendo que en Pampas/mi abuelo me habló de ti. De ti, le dije. Me miró más extrañada que al inicio. Sonrío. ¿Para esto me has sacado?, me preguntó y yo, otra vez mudo, sin atinar a nada. Me agarró la cara con las dos manos, como una mujer que quiere ser madre se la agarra a un niño y me dio un beso. Un beso corto, compadre, rápido, tenue. Y regresó a la disco. Pero suficiente, compadre. Suficiente para quedarme ahí en medio de la calle, con el sabor a chicle-bomba de su boca, mirándola como se me iba, mirando la luna como un huevón.
Foto: colección personal.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Una anti-declaración de amor


Estaba planeado, esa tarde, después del cine, me declararía. Después de ver a Antonio Banderas y Angelina Jolie besándose lujuriosos, haciendo el amor, una y otra vez, sobre las camas blancas de una hacienda tropical, de una Cuba del siglo XIX, le sugeriría ir al Café-Café a comer algo y charlar; comentaríamos el argumento, el reparto de la película y ahí, en medio de la conversación, la interrumpiría para decir: mírame bien y dime si se nota. Si se nota qué, preguntaría ella, intrigada. Que estoy loco por ti, respondería yo mirando directo, apuntando de frente a sus ojazos verde-melancolía. Ella, desconcertada, me miraría sin saber qué decir y entonces yo, aprovechando la confusión, la tomaría de una mano, acercaría mi rostro al suyo y por fin besaría esos labios rojo-tentación. El plan se cumplió hasta que ordenamos los cafés y los pasteles, pero antes de que pudiera cavilar mis críticas a la película y preparar el terreno para el beso, ella empezó a hablar de otro hombre. Ya me jodí, pensé creyendo que lo que luego vendría sería un lío de dos y yo el tercero que salía sobrando. Me siento mal por algo que hice, me dijo. ¿Te molesta si te lo cuento? No, dije yo ocultando mi miedo y mis celos. Vengo de estar con él, me dijo y se me heló el cuerpo imaginando que ambos se besaban como la Jolie y Banderas. Ella había conocido al tipo trabajando, hacia años, en un McDonald´s, en esos trabajos de medio tiempo que tenía para pagar la universidad; un tipo que la había cortejado pero con quien nunca había salido y al que días antes de nuestra cita había encontrado de casualidad en Miraflores. Y, cómo estas, qué ha sido de tu vida, dijo el; ahí estudiando, pues, trabajando, dijo ella y entre qué ha sido de la gente, qué sabes de zutana, qué fue de fulano de tal, quedaron en verse al día siguiente en el Haití. Se encontraron y a medio café y pasteles, después de que el tipo contara el trabajazo que ahora tenía, el sueldazo que percibía y lo bien que le iba en la vida, ella lo interrumpió y le dijo: sabes qué, me siento como una puta. ¿Perdón?, dijo él. Sí, me siento como una puta, insistió ella. Estoy aquí desde hace media hora escuchando tus tonterías, con ganas de irme al cine, pero no puedo porque estoy obligada a seguir contigo por el hecho de que tú pagarás la cuenta. Si quieres puedes irte, dijo él y ella, en el acto, se marchó. ¿Acaso estuve mal?, me preguntó. ¿Tú crees que se me fue la mano? Bueno, yo estaba a punto de mostrarte última boleta de pago para ver si así te impresionaba, pero mejor ya no, respondí. Ella estalló en una carcajada. Yo la seguí con la risa; pero por si acaso, nomás por si acaso, dejé para otro día mi declaración de amor.

martes, 23 de abril de 2013

Solución salomónica

A ver, hijos, ¿quién plagió a quién?, preguntó el profe Estrada detrás del pupitre, sentado como un detective que interroga culpables, confiado en que el Rulo o el Charles irían a confesar. Nadie ha plagiado nada, profesor  respondieron los dos casi en coro, lo que pasa es que hemos tenido los mismos resultados. Claro, ni locos iban a confesar que el culpable de todo era el loco Marco que con esa solidaridad que tenía para con los amigos, con ese corazón blando para los favores, de ninguna manera iba a permitir que dos patas de su código, dos de los que habían ingresado a la UNI junto a él repitieran Física I por segunda vez. Ni locos iban a confesar que había sido el loco quien, en lo que le dio el urgido tiempo, había resuelto problema más complicado del examen final, fuera del salón y luego se los alcanzó en medio de un libro que decía devolverle al Rulo a medio examen, abusando del halo de seriedad y confianza que le daba ser uno de los más chancones de la facultad. Es lógico que lleguen al mismo resultado, respondió el profe Estrada con ese vozarrón de autoridad que tenía, con esa voz de papá bonachón, pero circunspecto; es lógico, dijo; lo que no es lógico es que el procedimiento, el planteamiento de solución de ustedes dos sea el mismo: aquí alguien plagió, ¿quién fue, hijo? El Rulo miró al Charles como diciendo, que huevón eres, se supone que tenías que cambiar tu procedimiento pues, hueveras y el Charles le devolvió la mirada como respondiendo, y por qué chicha tú no lo cambiaste de entrada, pe, huevas. Ahí fue que apareció en la sala de profesores el profe Morales diciéndole a Estrada, y, gordito, ¿en qué andas? El profe le contó el dilema en que estaba, tratando de descubrir cual de los dos había plagiado y le dijo a Morales, a ver, Hugo, ¿tú qué harías en mi lugar? Fácil pe, gordito, respondió el profe Morales con ese bigote y esa sonrisa de Charlie García que tenía; mira, el que plagió es que el que menos sabe, y el que menos sabe es el que menor promedio de prácticas tiene. Ahí está el problema, dijo el profe Estrada, el mejor promedio lo tiene éste, pero estoy seguro que este otro sabe más porque fue él quien me hizo consultas sobre el diagrama de cuerpo libre durante el examen. Entonces los dos saben, pe, gordito, dijo el profe Morales sonriendo otra vez como Charlie García. Ahí fue que el profe Estrada tomó los exámenes del Rulo y el Charles, anotó los puntos y los jaló a los dos.

sábado, 30 de marzo de 2013

Ternitos

No habían vendido nada en todo el día. Desde que habían llegado a La Oroya, desde que el bus los había dejado a un costado de la carretera a Lima y se habían instalado en un rincón pedregoso y no reclamado de la feria dominical para vender su mercancía como el resto de ambulantes, la mala suerte los había señalado. El mantel de plástico tendido sobre el suelo seguía igual. Los ternos enanos mostrados sobre él, las pequeñas corbatas michi, las camisas liliputienses dobladas dentro de sus bolsos, seguían dorándose al sol desde la mañana. Ma, tengo hambre, dijo mi hermano. Espérate, hijito, ahorita vendemos algo y almorzaremos, dijo mi madre. Pero, no, nadie en La Oroya quería comprar ternos para niños. ¡Lleve los ternitos, casera!, pregonó mi madre. Nadie se detuvo. ¡Ternitos!, continuó, ¡ternitos!, hasta el cansancio. ¿Qué hora es, casero?, preguntó luego mi madre a un transeúnte. Más de las tres, le respondió. Al rato, el vendedor de lado empezó a desarmar su carpa. El del costado, también. ¿Ma, y ahora cómo vamos a regresar?, preguntó mi hermano. Un ratito más, hijo, dijo mi madre, algo venderemos. ¡Ternitos!, volvió a insistir, ¡ternitos! Una mujer de polleras se detuvo. ¿A cómo, los ternitos, casera?, preguntó. A tres millones, casera, respondió mi madre. No, qué va, dijo la mujer sin tocar las prendas. A dos millones ochocientos, se lo puedo dejar, retrucó mi madre fingiendo tranquilidad. No, qué va, muy caro, pues. A dos millones quinientos, ya. No, mamá, gracias. La mujer comenzó a caminar.  No seas mala, le dijo mi madre, cómprame algo. No he vendido nada en todo el día. Tengo que llevar a mi hijo a Huancayo y no tengo plata para regresar. La mujer miró a mi madre. A los ojos. Directo a los ojos y reconoció a otra madre. Preguntó por otro terno enano y lo compró.

¡Me dieron la visa!, grita mi madre al recibirme en casa. Qué bueno, ma, respondo feliz por ella. Me cuenta los detalles de la entrevista en la Embajada Norteamericana, mientras me sirve la cena. Hace planes, como una niña que va a hacer el primer viaje de su vida. Ahora podrá volar hasta Pensilvania y ver a su hijo graduarse de doctor en hidráulica en la Universidad de Pittsburgh. Me acuerdo de la historia de los ternitos que una vez me contó mi hermano evocando el hambre de los ochentas. Quiero recordarle aquella historia para resonarle que la vida da vueltas, que su esfuerzo por educar y mantener a sus seis hijos valió la pena. Pero ella sigue hablando de lo contenta que está. Llora. Me guardo la historia. Prefiero que llore de felicidad a que  recuerde ternitos.

jueves, 14 de marzo de 2013

Para ti, Robert Smith


Estimado, Robert, te escribo porque, como en aquella canción de Joan Manuel Serrat que cuenta la historia de alguien que dice que uno de su calle le ha dicho que tiene un amigo que dice conocer un tipo que un día fue feliz; igualito, a mí, un amigo me ha dicho que tiene un empleado que dice conocer al manager de Evenpro y que a través de él, a lo mejor, este libro podría llegar a tus manos y entonces yo sería el feliz. Se llama «The Cure en Huancayo». Acaba salir en una tercera edición porque en Huancayo, una pequeña ciudad de la sierra ubicada al otro lado de Lima, todavía hay alumnos y profesores de secundaria dispuestos a leer cuentos; sobre todo ese que da nombre al libro y que relata la historia de tres estudiantes del Colegio Nacional Mariscal Castilla, un colegio nada parecido al St. Wilfred's Comprehensive School de Crawley donde tú estudiaste, pero igual de musical, supongo, porque ellos, lo mismo que tú, Michael Dempsey y Laurence Tulhurst, solían vestirse de pantalón y gabán negro, con el cabello erizado como chilligallos y andaban guitarreando los primeros arpegios de Easy Cure. Una cosa fuera de lugar, la verdad, porque en esos años, el año que ustedes acaban de lanzar The head in the door y que medio Inglaterra disfrutaba bailando In between days; en  Huancayo, la gente se moría a bombas y balazos por causa del fuego cruzado de militares y terroristas; y por eso había paros armados y toques de queda; o sea, noches y días enteros en que no se podía caminar libremente por las calles por el temor a ser arrestado o cosido a tiros. Una cosa fuera de lugar, te decía, porque estos estudiantes, a pesar de esos paros armados y toques de queda, se aventuraban al otro lado de la cuidad para asistir a las fiestas colegiales, no para agarrarse a pedradas con otros estudiantes, sino para seguir su pasión por la música y enamorar a unas niñas de El Rosario. Enamorarlas en vano, la verdad, porque, como bien sabes tú, andar por la calles vestido como «El joven manos de tijeras», andar por la noche como una bandada de gallinazos, no te convierte precisamente en el galán de las fiestas; y claro, los pobres terminan atrapados por el Ejercito. Y bueno, no te cuento más porque entonces el cuento pierde gracia y se te van  las ganas de saber en qué termina, las ganas de leer el libro, se te acaba la ansiedad. La ansiedad que, con los años, parece haberse recargado exponencialmente desde esa época de la que te hablo, la época en que ningún músico que valiera la pena se acordaba de esta esquina del mundo llamada Perú, la época en que un concierto de The Cure, en Lima, sonaba a película de ciencia ficción; la ansiedad que ahora me tiene como un niño esperando su regalo de navidad, mientras espero que llegue el 17 de abril, mientras desempolvo mi pantalón, mi melena, mi polo negro.

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