martes, 28 de diciembre de 2010

La familia es la familia

I
Llego al aeropuerto de Córdoba, Argentina. Son las ocho de la mañana y el sol asoma calcinante. El vuelo desde Lima ha sido corto, pero agotador. Los preparativos de anoche, el paso de migraciones en la madrugada y la espera del vuelo retrazado proveniente de Centroamérica me han impedido dormir y me han dejado con una pesadez sedante. Llamó al celular de mi primo Vico para anunciar que ya llegué, pero una voz acartonada de mujer con acento argentino me dice que el número que he marcado no existe. La pesadez se transforma en miedo. Tomo el remís (así le dicen aquí a los taxis verdes), lo hago cruzando los dedos porque he quedado en encontrarme con él en la cuadra 40 de Don Bosco, a las seis de la mañana y llevó más de hora y media de retraso; el temor de llegar a un lugar desconocido, y más aún, el temor de que mi primo ya no esté esperándome ahí se acrecientan a medida que dejo atrás autopistas, avenidas, calles en las que nunca he estado. Pero llego al lugar y mi primo aún está ahí. Sale de su auto cuando me ve bajar del remís. Se acerca y me da un largo abrazo. «Cholo, me tenías hecho drama, yo pensé que te habías perdido, boludo», me dice y vuelve a darme otro abrazo. La familia es la familia.

II
Vico es mi primo hermano, pero parece mi hermano. Crecimos juntos en Colcabamba, estudiamos juntos en Huancayo, emigramos juntos a Lima. Pero él era osado y no paró hasta llegar a Córdoba. Hace 22 años de eso.
Llego a su casa. En la puerta me reciben Roxana, su mujer; Leo, su hijo y siete cachorros negros que vienen corriendo desde la casa vecina. Leo y Roxana me reciben con abrazos, los cachorros moviendo la cola y con la lengua afuera como si yo fuera quien los alimenta. Me pongo a jugar con los cachorros mientras mi primo termina de estacionar el auto. Dentro de la casa se oye un coro de ladridos secos que contrastan con la bienvenida. «Son mis perros», advierte mi primo, «dejame encerrarlos porque estos son capaces de devorarte, boludo». Abre la puerta. Los cachorros huyen a su casa como si hubiesen visto al diablo. Un labrador negro y gigante de ojos color cerveza y un calato, mas gigante aún, con erizos en la cabeza y pinta de perro punk se aparecen en la puerta y se me abalanzan encima. «¡Duque, pará, boludo, es el primo!», grita mi primo y el labrador se detiene. Le ofrezco mi mano con temor. El perro se acerca y lo olfatea. Parece dudar de mí y mi procedencia, pero luego me mueve la cola. Le acaricio la cabeza. «Esta es Phaxi», dice Roxana sujetando al otro perro. «Luna en aymara», acota como para que quede claro que el calato punk es en realidad una calata punk. La perra se me acerca moviendo la cola y me lame la mano. La familia es la familia.

III
Vico saca su álbum de fotografías. En cientos de imágenes me muestra la vida que ha hecho en Argentina desde hace 22 años. Vico adolescente estudiante de medicina en la Universidad de Córdoba, Vico en su taller de imprenta, Vico y su familia en cientos de lugares. «Ah, pero éste es lo máximo, cholo», me dice después de más de diez álbumnes y me entrega uno de esquinas desgastadas. Lo abro. La primera imagen me convierte en niño de un sopetón. Mi tía Ana, vestida de novia, posa al lado de sus sobrinos. Reconozco de inmediato a mi madre joven, a mis hermanos y primos niños. Me reconozco. Es la primera vez que me veo en una foto como esa. A diferencia de mi primo, en mi casa las fotografías se pierden con los años y no hay constancia de mi metamorfosis. La imagen del Ulises niño me deja perplejo. El cabello a la izquierda, los ojos saltones, la sonrisa cachetona. La garganta se me anuda. «Puta mare, cholo», exclamo. Mi primo ríe. Le siguen más fotos de nosotros niños en Huancayo, nosotros niños en una pachamanca en Pilcos, nosotros niños en Campo Armiño. Nuestros padres jóvenes posando delante de sus camiones, nuestros padres jóvenes en el entierro de mi abuelo, nuestros padres jóvenes en la plaza de Colcabamba. Sonrío, hablo, me conmuevo con cada una de esas imágenes. «Puta, cholo», me dice mi primo al final, «este álbum me ha sacado un montón de veces del drama. Cuando yo vivía solo y me venían esas nostalgias que sólo a nosotros nos vienen, miraba y miraba estas fotos y me lo lloraba, boludo». Vuelvo a ver el álbum y le tomo fotografías a las fotografías. La familia es la familia.

lunes, 13 de diciembre de 2010

La tierra sin librerías

Estoy en Panamá. En el camino de regreso de Santo Domingo a Lima, mis amigos y yo hemos hecho una parada de tres días para conocer la capital y, el último día, visitar los mega-centros comerciales de los que tanto hemos oído hablar a los guías de turismo. Pero son apenas las 4 pm del primer día y ya hemos terminado de conocer todo lo que ofrecen las agencias de viaje: el Canal, el Espigón Amador y el Casco Antiguo. Nos quedan aún dos días y horas y no sabemos a dónde ir. Decidimos ir a uno de los centros comerciales. El guía sugiere el Albrook Mall Center. «Déjeme decirles que en el Albrook Mall Center, ustedes encontrarán de todo», nos dice con voz de Rubén Blades. «Absolutamente todo», sentencia como para que no queden dudas.
Llegamos. El centro comercial es gigante: unas seis veces la Plaza San Miguel. El guía se despide y promete recogernos del hotel al día siguiente para ir de shopping en serio. Mis amigos y yo decidimos hacer un primer recorrido para ubicar las tiendas de interés y regresar al día siguiente a vaciar nuestras billeteras y tarjetas de crédito con paciencia y dedicación. Yo logro ubicar una librería, la única que he visto desde mi llegada a Panamá. Desde afuera se ve grande y bastante surtida. Le marco hitos para poder ubicarlo mañana, y no perderla en medio del mar de gente y la sucesión de tantas tiendas.
Regresamos al día siguiente. Esta vez cada quien se va a la tienda de su interés. Yo y el Tigre vamos a la librería que anoté ayer. Entramos. Veo unas biblias apiladas en torres, como una venta de best sellers. Luego, libros sobre la vida de Jesús, posters del paraíso, tratados de Dios. Recién entonces reparo que estamos en un librería cristiana. El Tigre y yo nos reímos por la quemada. ¿Y dónde habrá una librería normal?, le preguntó al Tigre. Nos reímos otra vez y salimos del lugar. Entramos a una tienda de artesanías panameñas. Compro algo para mi casa. Le pregunto al cajero dónde puedo encontrar una librería que no sea la cristiana que acabamos de visitar. Sólo hay una más, responde el cajero con acento chileno, se llama “La Casa del Quijote”, está por la “Entrada Dino”. El Tigre y yo vamos para allá. Caminamos unos cinco minutos. La encontramos. La Librería es pequeña, parece un quiosco grande. Hurgo entre los primeros libros de narrativa que encuentro. Todos son autores universales que se pueden hallar en una liberaría limeña. Voy a la zona de historia. Cada vez que voy a un país compro un mapa de rutas y un libro de historia que me ayude a entender un poco todo lo que he visto. No encuentro ningún libro sobre historia de Panamá. Me acerco a la vendedora. ¿Tiene algún libro de historia de Panamá?, pregunto. No, responde. La respuesta me deja sorprendido. ¿Algo sobre la biografía de Omar Torrijos, por ejemplo?, insisto recordando la persistencia del guía en nombrarlo durante la visita al Canal de Panamá y el Casco Antiguo. No, responde la empleada, no tenemos.
Durante la noche doy vuelta alrededor del hotel, que se supone está en el mismísimo centro de la ciudad, en busca de una librería. No la encuentro. Me consuelo pensando que mañana, en el aeropuerto, encontraré una librería.
Error. Ahora estoy en el aeropuerto, en mis últimas horas en Panamá. ¿Dónde encuentro una librería?, pregunto a un policía. El policía sonríe. No, aquí no hay, responde. Incrédulo, me paseo entre las decenas de tiendas que ofrecen, ropas millonarias, filmadoras, laptops, celulares de última generación, y nada no encuentro ninguna librería. Les comento la noticia a mis amigos. Ríen. Resignado, me siento a esperar mi vuelo de regreso a Lima. Como en aquella serie del The History Channel que muestra una hipotética tierra sin humanos, me imagino a la tierra sin librerías.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Amanecer

Desde lo oscuro, surco pálido, vienen
los días como muchachos caminantes.
Roberto Bolaño


Es de madrugada y dormito arrinconado en la cama matrimonial de un hotel cinco estrellas. Llevo siete días en las playas de Punta Cana, República Dominicana, disfrutando de mis vacaciones, mis amigos y mi libertad; lejos, muy lejos de los problemas. Debería estar completamente feliz, pero, no. Desde mi partida de Lima, y sobre todo desde esta madrugada en que me he quedado solo, las noticias acerca de la salud de una querida amiga mía me tienen desabrigado. Ella no sabe que yo lo sé y eso me condena a guardar silencio. Un duro silencio. Pienso en ella en medio de mis leves sueños. Me gustaría hablarle acerca de la esperanza, decirle que ahora la medicina lo puede casi todo y que ella se recuperará. O citarle algún verso que hable de Dios, la fe, la vida. Pero luego pienso que esas palabras, venidas de un ateo como yo, sonarían vacías forzadas y nulas; o peor aún, pienso que no existe palabra alguna que pueda explicar la injusticia de los males.
Dormito a trancadas. Las aspas del ventilador del techo llenan la habitación con un ronquido silencioso. Me levanto de la cama, apago el ventilador y cierro la mampara que da al paradisiaco jardín. Enciendo el celular y veo que son cerca de las tres de la mañana. Regreso a la cama a seguir dormitando hasta que reparo que esta es mi última noche en el hotel y aún no he visto la salida del sol por este lado del Mar Caribe.
Miro otra vez el reloj, ahora son casi las cinco. Me levanto, me visto, me hecho andar en dirección a la playa para ver el amanecer. Miro el cielo. Una bruma azul comienza a dibujarse sobre el bosque de palmeras. Tomo una fotografía. Enciendo el iPod. La música de un tango instrumental parece encajar a la perfección con mi caminata. Llego a la playa. El azul del cielo ahora alumbra el mar. El horizonte tiene el color de la brasa. Unas pocas nubes sobre ella flotan como coronas de un algodón gris. Camino. Me sorprende encontrar algunas personas haciendo lo propio y mirando el mar a pesar de la pálida oscuridad. Me detengo en un lugar donde por fin quedo solo y me siento en la arena a esperar el Sol. «Grillete», me llama una voz desde mi espalda. Me doy vuelta. Es Elvis. Me acerco. Yuri y el Capitán están junto a él. Nos saludamos. El Sol sale. En apenas segundos pasa de ser una línea naranja que incendia el cielo, a una linterna gigante y luminosa que me ciega. Mis amigos y yo nos quedamos viendo el espectáculo hasta que el Sol se eleva sobre el mar y las nubes. Hablamos poco. Casi nada. Como si todos entendiéramos que el silencio es parte de la ceremonia que hemos venido a ver. Pienso en mi amiga, en la metáfora que siempre encierra el nacimiento de un nuevo día y me digo que esa es la mejor manera de hacerle saber a ella mi solidaridad, mi esperanza, mi cariño. Tomo una fotografía. Y otra en el salar de Uyuni-Bolivia, y otra en los jeyeseres del Volcán de Ollague-Bolivia, lugares que he visitado luego de Dominicana; lo hago con la esperanza que ella leerá este post, que verá estas fotografías y que se sentirá mejor.

jueves, 18 de noviembre de 2010

El paraiso está donde están tus amigos

Dejo Lima huyendo del frío, la garúa y los días nublados. Como cada dos años, mis amigos de la UNI y yo nos embarcamos en un viaje de siete días para conocer juntos algún país de América. Esta vez, el destino es República Dominicana. Desde los días previos, las fotos y la información que he encontrado en Internet acerca de Santo Domingo y Punta Cana, promete justo lo que andaba buscando: palmeras verdes, arena blanca y un mar turquesa; casi, casi como el paraíso.
Pero el Huracán Tomás se ha encargado de aguarnos la fiesta. «Tomas, el extraño ciclón de noviembre, giró en el Caribe central según el Centro Nacional de Huracanes (CNH), para avanzar de forma directa sobre Haití y República Dominicana como huracán con intensas lluvias», dice una nota de prensa en la CNN y un escozor de inquietud me embarga. Les comentó la noticia a mis amigos en el Jorge Chávez mientras esperamos el abordaje. Las huevas, dice uno de ellos, allá la armamos nosotros. Pero ya el aterrizaje en Panamá nos pinta la realidad: vientos, nubes negras y lluvias. Mis amigos y yo seguimos burlándonos del clima como si en verdad no importara a dónde vamos. Hacemos planes para la llegada, los días de playa, el Congreso AIDIS, hasta que las vibraciones de la nave nos dejan si ganas de continuar. El capitán de la nave no lo dice, pero hace varios minutos que volamos en círculos sobre Santo Domingo, supongo yo, tratando de evadir las tormentas. De pronto el avión se sacude con un interminable terremoto. Un ligero vacío en el estomago, como el que se siente en la bajada de una montaña rusa, me inyecta adrenalina. Entonces trato de recordar aquello de las salidas de emergencia y los chalecos salvavidas que las aeromozas se han matado en explicarnos en todos los vuelos. Trato de ubicar dónde es que están esos elementos que, se supone, me salvarán la vida. La nave comienza a descender. Miro por la ventana. Las alas rompen las nubes grises y la lluvia a toda velocidad y la hacen aparecer y desaparecer entre la bruma. Ahora si que me asusto. Aprieto el pasaporte que desde hace rato tengo en la mano creyendo que pronto aterrizaremos y el infierno acabará. Pienso en las cosas que he dejado pendientes en Lima y celebro que al menos he dejado el manuscrito de “Ojos de pez abisal” repartido entre varios de mis amigos escritores y que si muero alguno de ellos se apiadará de mí y hará lo posible por publicarla a manera de "homenaje póstumo", hasta que el sacudón de las ruedas tocando tierra y las tembladeras de la desaceleración se van terminando poco a poco. La nave se detiene. La gente aplaude. Yo y mis amigos volvemos a sonreír.
Llueve en las playas de Bávaro, pero todos estamos con traje de baño. Bajo una carpa de palmeras, el Capitán, Elvis, Isme, el Tigre, Mabel, Panamá, El Loco, Yuri, Goya y yo, esperamos que anochezca con una conversación hilarante en las bocas y unas cervezas en la mano. A esta hora, se supone que deberíamos estar borrachos, gozando de una puesta de sol, pero en su lugar, estamos sentados alrededor de una banca, rodeados de palmeras lloronas, un mar gris y un cielo cargado de nubes negras. Pero no importa. Recordamos los años en que estudiábamos juntos en la UNI, las penurias que pasamos en el gobierno de Alan I, las veces que nos enamoramos. Nos cagamos de risa. Nos burlamos del susto del vuelo y celebramos la suerte de estar juntos. Nos tomamos fotos. Nos ponemos chapas. Nos volvemos a cagar de risa. El paraíso está donde están tus amigos (y la mujer de tu vida).

domingo, 31 de octubre de 2010

Fiesta de disfraces

¿Fiesta de disfraces?, dice mi amiga como quien no cree lo que escucha por el celular. Yo sigo cenando mientras ella contesta la llamada y observo los graciosos mohines de incredulidad que se le dibujan en el rostro. ¿Dónde?, pregunta luego a su interlocutor y los mohines se le quedan en la sonrisa. ¿Fiesta de disfraces?, me pregunto ahora yo también intrigado. ¿De qué me disfrazaría? ¿Quién me gustaría ser? Entonces, como en aquella canción de Joaquín Sabina sobre el pirata cojo, empiezo un ejercicio mental de posibilidades mientras mi amiga continua hablando. Bart en Los Simpson, El Capitán Nemo en las Veinte mil leguas de viaje submarino, Isaac Newton en la Universidad de Cambridge, El conejo de Alicia en el País de las maravillas, el Coronel Aureliano Buendía en Cien años de soledad, George Harrison en The Beatles, el Mariscal Cáceres en la Campaña de la Breña, El Guasón de Batman the dark knight, Fernando de Magallanes en los mares argentinos, James Bond en Solo para tus ojos, Ulises Lima en Los detectives salvajes. Ya, chao, dice mi amiga y cuelga. Era un amigo, me dice ella mientras guarda el celular en el bolso y retoma la cena; quería invitarme a una fiesta de disfraces. Le dije que no. Está loco, yo ya nos estoy para esas cosas, sentencia; y a mí se me apagan las ideas.

jueves, 7 de octubre de 2010

Música y burka

«Hoy, a la hora de ir a la universidad, me encontré con una mujer con burka», escribe mi hermano en un mail desde Pistburg, EEUU. «Ya la había visto antes --continúa--. Pero aquella vez apenas cruzamos palabras, pues me preguntó si por allí pasaba el bus 71A, que efectivamente pasa por allí. Esta vez sí hablé con ella. Es de Pakistán. Le dije que no estaba muy seguro si un cantante llamado Ghulam Ali, que canta ghazals (un tipo de canciones poéticas que sólo cantan los elegidos, pues para ello los educan desde niños), al que escucho de cuando en cuando, era también pakistaní. Admirada me dijo que sí. ¿Entiendes las canciones?, me preguntó. Sí respondí en un casi perfecto urdu (lo que en perfecto español, no es verdad). De hecho, le dije que no entiendo nada de lo que dice, pero con la voz y las melodías me bastan para hacerme la idea. Le hablé también de Nusrat Fateh y nuevamente se sorprendió. La música siempre será un buen tema de conversación entre los seres humanos, un tema inagotable», termina diciendo mi hermano.
Conocer a alguien que le guste la música despierta confianza. No sucede lo mismo si conoces a alguien que comparte tu mismo pensamiento político, tu mismo equipo de futbol, tus mismos temas intelectuales, por citar ejemplos. En la segunda semana del año que estudié en la Kochi University of Technology, Japón, me tocó asistir a un colegio secundario de mujeres, junto con el resto de becarios: André de Brasil, Agbar de Pakistán, Bichitra de la India, Dorizia de Tanzania y otros más, para hablarles a los escolares acerca de dónde veníamos y cómo eran nuestros países. Cuando llegó el turno de las preguntas André le dijo a una jovencita, a sugerencia mía, que le preguntara a Agbar si en Pakistán las mujeres podían escoger a su marido. El pobre, incomodo ante esa y otras preguntas similares, defendió que en efecto en su país las mujeres musulmanas no pueden escoger a sus maridos y que son ellas las escogidas, con lo que se ganó no precisamente los aplausos. Varias noches después, mi carencia de música me llevo a tocarle la puerta a Agbar, mi vecino en el hotel en que vivíamos. Le pregunté si podía prestarme su CD player porque me moría de ganas de estrenar los seis discos compactos que acababa yo de comparar en el centro de Kochi. Me dijo que en ese momento estaba escuchando música y que no podía. Tomé la respuesta como una especie de venganza por el mal momento que había pasado en el colegio de mujeres. Pero puedes pasar a mi habitación, dijo luego. Entré con temor. Para mi sorpresa, ahí también estaba Bichitra con un vaso de whisky y fumando unos cigarros árabes marrones. Me sirvió un vaso, me ofreció un cigarro y ambos me empezaron a explicar la música que estaban escuchando. Era Munni Begum, una cantante pakistaní de ghazals adorada por pakistaníes e hindúes, a pesar de las varias guerras que había habido entre ambos pueblos desde su independencia. Luego me hablaron de la música de sus países, mientras yo hacía lo propio con la música peruana y les comenté que en Lima, junto con mi hermano y unos amigos, yo tenía una banda de música que se llamaba “Los Grillos de Medianoche”. Entre whiskys van, whiskys vienen; y escucha esta canción, ahora esta otra; Bichitra terminó medio ebrio, mientras yo me la pasaba aferrado a mi vaso dando pequeños sorbos de vez en cuando para mantenerme cuerdo porque por ahí se acordaban del asunto de la escuela de mujeres y entonces la conversación hubiera dejado de ser tan amable. Les comenté que en el Perú, en los ochentas, hubo una cantante árabe llamada Nazia Hassan (que para mi sorpresa resultó siendo también pakistaní) y que sonó en todas las radios con una canción llamada Disco Deewaneo. Pero se sorprendió aún más al saber que mi hermana menor se llamaba Nazia Zitana. Para cuando se nos acabaron los cigarros y el whisky, salí de la habitación medio ebrio, con un cenicero de bronce en forma de zapato de fakir que me regaló Bichitra, un casete de Munni Begum que Agbar me obsequió y las hojas de papel en que estaban escritas la traducción de "Los Grillos de Medianoche" en idiomas tan inimaginables como el afghani, el hindi, el urdu, y el bengalí: la música puede quitarte la burka.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Danzar tijeras y escribir

«Cinco años», responde don Roque García cuando le pregunto qué edad tenía la primera vez que bailó la danza de tijeras. «Cinco años», reitera como para que quede claro que hace bastante tiempo de eso. Menudo de estatura, cabello lacio, cano y tupido, mostachos grises a lo charro mexicano, conversa conmigo en el patio de comidas del Real Plaza Huancayo. «Debuté en el parque universitario el año 1946, a la edad de siete años», agrega como tratando de ubicarme en el tiempo. «Mi padre era danzante de tijeras. Su seudónimo era La Mar. Por eso a mí me decían Lamarcha», dice ahora don Roque recordando que, además, el padre de su padre, Yawar, también fue danzante de tijeras. ¿Por qué el yawarprueba?, pregunto mientras acomodo mi grabadora y tomo un sorbo de cocacola. ¿Por qué la necesidad de hacer pruebas de sangre en el atipanacuy? Muchos danzantes mueren en estas pruebas. Maximiliano Lliuyacc, Defensorcha, por ejemplo, murió con el esófago destrozado después de introducirse las tijeras por la garganta; Puka Sisicha murió con los pulmones incrustados de espinas después de cargarse un manto de cactus; Qori Qoillor murió con infección general después de tragarse una espada. «Yo no hacía esas pruebas ---responde don Roque---. Yo me especialicé en pruebas de acrobacia y pres digitación» Pero una vez tuvo que hacerlo y fue para vencer al Papauro. Don Roque tenía siete años entonces, el Papauro, 25. «Me puse un violín colgando de mi nariz, incrustado con una aguja gruesa» cuenta haciendo como que atraviesa el entrecejo con el dedo índice. Pero la verdadera prueba le llegó cuando enfrentó al Añascha en la final del Campeonato de Danzantes de Tijera de Pazos de 1954. 15 pandillas, 30 danzantes en total. «El Añascha y yo teníamos la misma edad, 15 años», recuerda ahora don Roque mientras aniquila el trino de una inoportuna llamada al celular. «A esa edad yo ya había actuado en varios escenarios de Huancayo y lo menosprecié. “Ese no es nada para mí”, decía, pero sin embargo, el Añascha me sorprendió con un baile extraordinario». “Nuestra costumbre es que los ganadores le dan tres latigazos al perdedor”, dijo el Alcalde de Pazos ese año cuando empezó la final. Dos horas más tarde, ya entrando la noche, después del atipanacuy más peleado que se había visto en Pazos, el pueblo levantó en hombros al ganador. Dios yaya, Dios churi, Dios Espíritu Santo, Amén, dijo Lamarcha al final y le dio tres latigazos al Añascha. Después de esa tarde no paró. En 1955 Alejandro Vivanco lo convoca al Ballet Ollanta de Ayacucho, conoce a José María Arguedas y se va a danzar al Conservatorio Nacional de Lima. Danza para el presidente norte americano Richard Nixon y David Eisenhower en su visita a Lima. En 1956, a la edad de diez y seis años, se suma a las compañías folklóricas “Hijos de Julcamarca” de Angaraes, Huancavelica; “Huancaray” de Apurímac, baila en la Plaza de Acho, en el Inti Raymi de Lima. Lo hace para el Presidente Manuel Prado. Pero no pudo ganarle a la mala suerte. Al año siguiente, cuando se preparaba para integrar el ballet de Ima Sumac y viajar a los EEUU, una caída durante los ensayos le rompió la cadera. «Me agravé al punto que no podía pararme solo», recuerda ahora don Roque. «Después me mejoré, pero ya no pude danzar como antes». Don Roque sonríe con nostalgia. Se recuesta sobre el espaldar del asiento como quien ha terminado de contar una historia inconclusa.
Don Roque ahora es escritor. «En vez de estar sentado en el parque con los viejitos, yo me he puesto a escribir», confiesa entre risas. Ha publicado su libro autobiográfico “Danza de las Tijeras” (Grapex - 2005) y ahora prepara su primer libro de cuentos. El nuevo oficio no me sorprende. Después de todo, danzar tijeras y escribir se parecen en algo: si ganas, la multitud te levanta en hombros; si pierdes, recibes latigazos.

domingo, 29 de agosto de 2010

Cuatro postales de la Felizh

I
Viajo en auto, a Huancayo, a 120 kph. Problemas de último minuto me han impedido tomar un bus desde Lima para llegar a tiempo a la presentación de “Titulares y Suplentes…” en la 2da Feria del Libro Zona Huancayo – FELIZH. Desde que salí de Yerbateros, el chofer se ha empeñado en romper las reglas de tránsito yendo a 100 kph en curvas que advierten un máximo 60. La sensación de velocidad se hace tolerable mientras dura el ascenso a Los Andes, pero una vez que llegamos a Ticlio y comienza la bajada, el viaje se torna tenso y peligroso. Las pendientes le inyectan al auto una velocidad cada vez mayor hasta rebasar los 120, el chofer parece adquirir una destreza aún mayor para conducir: rebasa tráileres, deja a tras buses, reta camionetas con la habilidad de un piloto de carreras hasta que el cuerpo se me llena de susto. En cada curva, la sensación de que el auto está llegando al límite de la fuerza centrífuga y que saldré disparado a las aguas del Mantaro, me llena el pensamiento con las imágenes de muerte de los noticieros. Pienso en pedirle al chofer que disminuya la velocidad, pero la indiferencia de los otros tres pasajeros del auto y el temor a la vergüenza de admitir que me muero de miedo, me hacen desistir. Entonces pienso en sacarle provecho al asunto. Me acomodo en el asiento, en el walkman selecciono una música más acorde con el vértigo y la adrenalina, y hago de cuenta que soy yo el que maneja a semejante velocidad. Salto rompemuelles, quiebro curvas, pico en línea recta a 120 kph. Ahora yo soy el Zorro Yangaly, el Henry Bratley, el piloto de carreras que de niño soñaba ser.

II
Llego a Huancayo a las 4:30 pm. Aún sedado por la adrenalina del viaje y la descompresión atmosférica, llamo al editor de Bisagra, para saber como va la presentación. Ya estamos empezando, me responde. Vente volando. Tomo un taxi y, diez minutos después, llego al “Auditorio Edgardo Rivera Martinez” con la mochila llena y la panza vacía. El lugar está abarrotado de gente y el resto de escritores acomodados delante. El cuerpo ahora se me llena con la adrenalina del pánico escénico. Encargo mi mochila, me abro paso entre los asistentes y ocupo la silla que lleva mi nombre. Consuelo Arriola explica cómo es que escribió “Un día después de la primavera”; Giannina Sovero, “El último ladrillo”; Sandro Bossio, “El capítulo de los obesos”. Llega mi turno. Agradezco la presentación y mientras trato de hilvanar mis ideas para explicar cómo es que se me ocurrió escribir “Ya de nada me sorprende”, me doy cuenta que no recuerdo la idea del discurso que había preparado durante el viaje. El pánico escénico se me acrecienta. Titubeo. Entonces, como quien se aferra a un salvavidas, regreso al recuerdo de mi abuelo. Hablo acerca de su costumbre de contarme cuentos de terror cuando yo era un niño, de su manía de exagerar las cosas, de su peculiar manera de hablar el español. Hablo de mi niñez en Colcabamba, mi adolescencia en Huancayo, mi adultez en Lima. Sin pensarlo, termino hablando de mi vida. Como decía Jaques Anatole, un escritor raramente está tan bien inspirado como cuando habla de si mismo.

III
Ceno algo en el patio de comidas de la feria. Mientras lo hago, miro alrededor. El lugar esta atiborrado de gente que sale del cine, gente que va y viene de compras, gente cenando. Una mujer me llama la atención. Está acompañada de una niña. Compra unas hamburguesas en el KFC, carga la bandeja y se sienta a un par de mesas cerca de mí. Acomoda a la niña en una silla, y su mochila en otra. Destapa la comida y se la ofrece a la niña mientras parece hablarle con cariño. La niña se rehúsa a comer, pero luego accede. Entonces también ella come y sonríe. La escena me enternece. La imagino como el personaje de un cuento y empiezo a describirla mentalmente. Es un ejercicio que suelo hacer para mantener la mente en forma. Es hermosa, digo para mí. Espigada, de cabello negro y suelto hasta la cintura; de sonrisa circunspecta y desbordante maternidad. La mujer ahora da un vistazo alrededor. Miro en otra dirección para que no note que la estoy observando. Repito ese juego hasta que la mujer termina de comer y se va.
Por la noche voy a un bar con los editores de Bisagra. En el estrado, una banda de rock toca en vivo. El bajista, un tipo alto de cabello largo y cano parece disfrutar de la música tocando tieso; el guitarrista, en cambio, se mueve con cada arpegio; el cantante se deshace con cada nota mientras toca la segunda guitarra. Hacen covers de Men at Work, Alan Parson Proyect, The Cure. De pronto entra en escena una mujer. Es la misma mujer hermosa que horas antes vi en la feria. Esta vez viste un body negro de encajes, un jean apretado y unas botas de taco aguja. Toma el micrófono y comienza a cantar. Sacude la melena haciendo de Cindy Lauper, contornea las caderas haciendo de Belinda Carlisle, amenaza con las manos cantando como Gloria Gaynor. Media hora después, termina el show sufriendo con la voz de Amy Winehouse. El público aplaude caluroso. La mujer agradece con una venia, reparte besos bolados y se va. ¿Ira a arrullarle a su niña?

IV
Estoy en la Universidad Continental. Mientras espero mi turno para dictar un taller de narrativa, me soleo sentado en el patio como una lagartija sobre las rocas. Lo hago como si con ello almacenara rayos de sol, rayos que en Lima, por estos días, el clima nos tiene negados. Desde mi banca puedo ver un cielo azul, los obeliscos de tierra de Torre-torre y los bosques de eucalipto de Palián. Parece la postal de un almanaque. La sola idea de que al día siguiente deberé abandonar todo eso para lidiar con el tráfico salvaje, los líos del trabajo y el invierno plomo de la capital; me hacen añorar Huancayo aún más. Para hacer el momento más memorable me imagino sentado al lado de una mujer. Se me ocurre que podría ser la mujer del bar, pero luego río al recordar lo que dijo César Palacios en la presentación de “Titulares y suplentes…”, mientras explicaba cómo se le ocurrió escribir “Los que me quieren”. 1) “No sé que tipo de hombre soy que todas las mujeres me dicen que no soy su tipo”. 2) “No sé porque las mujeres siempre se van otro, si dicen que todos los hombres somos iguales”. Río, río, río mientras puedo. Mañana, en Lima, seguramente no tendré tan buen humor.

lunes, 16 de agosto de 2010

La dote

Leo mi Etiqueta Negra N° 84. Jon Lee Anderson narra una crónica sobre su paso por zonas de guerra como Pakistán, India y Birmania. Ha pasado la navidad y el año nuevo de 1989 en Quetta, Pakistán, sin nadie y sin que nadie le hable porque está en medio de una zona agreste y xenófoba, mientras extraña a la esposa y a la hija recién nacida que ha dejado en Inglaterra. Pero el primer día de año nuevo conoce a Nabibullah, un maestro de escuela de 31 años. «Nabibullah ---narra Lee Anderson--- consigue sacarme de mi melancolía contándome su propio dilema existencial. Está soltero y ahorra para pagar la dote de su futura esposa. No la conoce y nunca la ha visto, pero existe: tiene nombre y apellido y su familia la ha elegido para él. El precio de su futura esposa, me cuenta, es de 30,000 rupias, el equivalente a 2,000 dólares. Su padre lo ayudó a pagar las primeras 12,000 rupias, que fue la obligatoria cuota inicial. El resto tiene que salir del bolsillo del maestro».
Detengo la lectura. La primera pregunta que me viene a la mente es: ¿cómo valorizaríamos, en el “mercado” local, a una mujer? ¿Qué calificaríamos? ¿Cuánto estaríamos dispuestos a pagar? Las mujeres de mi vida y sus nombres revolotean en mi memoria y comienzan a decantar en un imaginario orden de prelación.
Vuelvo a la lectura. La crónica continúa con una descripción del peligro que se respira en Quetta, la desconfianza que despierta su condición de periodista norteamericano en una ciudad signada por la guerra entre rebeldes baluchis y el ejercitó pakistaní, así como la desesperación por poder cruzar la frontera rumbo a Afganistán. «El único que se me acerca, Nabibullah, vive una vida más solitaria que la mía ---continúa Lee Anderson---. Tiene más o menos mi edad y nunca ha estado con una chica. Su vida consiste en trabajar para ir pagando las cuotas del resto de la dote. Calcula que demorará entre tres y cuatro años para conocer a su esposa. El maestro de escuela gana unos 75 dólares mensuales, y cada mes les manda un tercio de su salario a los padres de su futura mujer. No puede enviarles más porque tiene que comer y pagar el alquiler».
Vuelvo a las mujeres de mi vida. Y que tal si a ellas les tocara pagar por mí, me planteo. ¿Cuánto valdría yo? ¿Aún valdré algo para ellas?
«Pensando en el futuro Nabibullah me dice que piensa tratar bien a su esposa ---finaliza Lee Anderson---. No como otros hombres que las tratan como esclavas cuando las toman en matrimonio. Después de sufrir tanto para conseguirlas, ellos piensan que es su derecho».
La frase final me deja con la mayor de las interrogantes. Después de lo que hice por las mujeres de mi vida, después de lo que perdí, de lo que sacrifiqué por ellas, ¿cómo irían a resarcir mi dedicación, mis heridas, mi tiempo?

martes, 3 de agosto de 2010

También el descanso duele

Don Santiago sonríe de tristeza. Camina lánguido entre arremolinadas vivas, tronados aplausos y palmadas en la espalda. Una granizada de papel picado le blanquea la cabeza y los hombros mientras un callejón de amigos le escoltan hasta el tarjetero. Don Santiago se detiene ante él, se acomoda la casaca y marca la entrada al trabajo por última vez.
Es su cumpleaños 70, y 70 años es la edad límite para trabajar en el Perú. «La jubilación es obligatoria y automática en caso que el trabajador cumpla setenta años de edad, salvo pacto en contrario», dice la Ley de Productividad y Competitividad Laboral, y la sonrisa de don Santiago parece saberlo. Con cada abrazo, con cada palmada en el hombro, la sonrisa le estría el rostro y le achina los ojos cada vez más.
Su paso se hace ahora más pausado. Sube las escaleras camino al estrado del auditorio, y se detiene frente al micrófono. «Toda la noche no he podido dormir pensando en lo que voy a decir. ---dice con voz grácil---. Y, a veces se me olvida». Entonces deja hablar a su memoria. Recuerda cómo y cuándo fue que entró a trabajar a Sedapal. Hace 40 años de eso. «Con dinero o sin dinero hago siempre lo que quiero y mi palabra es la Ley», suena la voz de Miguel Aceves Mejia cantando detrás porque a don Santiago le gustan las rancheras. «¡Buena rancherito!», le grita alguien, mientras un gigantesco powerpoint muestra una sucesión de fotos. Don Santiago joven, don Santiago con uniforme de trabajo, don Santiago de medio cuerpo. «Estoy triste ---dice, luego y hace una larga pausa---. Sobre todo porque mi mujer ha muerto hace tres meses. Y la extraño», agrega. Entonces los ojos se le achinan, las manos se le inquietan y la voz se le quiebra. El auditorio enmudece. «Pero luego pienso que tengo salir adelante ---continúa---. Y me digo: tengo que salir adelante, tengo que salir adelante, tengo que salir adelante».
Es inevitable imaginarme en su lugar. ¿Qué canción sonaría detrás de mí? ¿Qué fotos resumirían mis años de trabajo? ¿Qué sueño, qué insomnio me haría olvidar lo que tendría que decir? «Unos se van antes, otros se van después. Pero al final todos nos vamos», dice don Santiago y termina su discurso. El auditorio aplaude. A veces ---digo a veces---, también el descanso duele.

miércoles, 21 de julio de 2010

Salvado por la bandera

Conduzco el Elefante Verde por Universitaria. Hacerlo sábado por la tarde, sin prisa y con mi música a todo volumen, es un placer; hasta que, después del cruce con Argentina, me topo con una batida policial. Me inquieto. El recuerdo que la revisión técnica se me ha vencido hace unos días me pinta en la mente la amenaza de una multa de más de cuatrocientos soles. Bajo el volumen. Tranquilo, me digo, no mires a los tombos a la cara y listo, nadie te va a detener. Sorteo al primer policía, al segundo, al tercero. A medida que me acerco puedo ver que el callejón oscuro de policías y patrulleros se extiende por toda una cuadra. Una pitada y el auto que va delante de mí, es abatido. Pone la luz direccional y se orilla a la derecha. Yo sigo de frente, entre lento y apurado, tratando de pasar inadvertido. Un auto negro aparece delante de mí como diciendo, apúrate pues, cuñadito. Lo dejo pasar y me pego a él para tenerlo de escudo. El truco me funciona media cuadra. Otro pitido y el auto negro es obligado a detenerse. Ahora estoy sólo y aún me queda media cuadra de callejón. Tranquilo, vuelvo a repetir. Acelero un poco. Un policía me mira, se lleva el pito a la boca como quien dice, ya te vi, comparito. No puedo evitar mirarlo. Parece dudar en pitarme. No lo hace. Vuelvo la mirada a la vía y continúo mi camino hasta que el callejón oscuro se acaba. Suspiro de tranquilidad. El lunes renuevo la revisión técnica, prometo.
Unos buses entrelazados me detienen en la avenida Lima. A pesar de estar en verde obstruyen el paso de los demás en su afán por pescar pasajeros. Me abro paso a través de un resquicio y cuando por fin los he sorteado, el semáforo cambia a rojo. Cruzo igual y al hacerlo reparo que un patrullero está estacionado a un rincón, acechante y sigiloso. ¡Auch!, digo para mí. Por un momento dudo en continuar, pero ya es tarde para detenerse. Acelero. Vuelvo al retrovisor para ver si el patrullero viene detrás, pero un batallón de autos se alinea después de mí y no puedo ver más. Suspiro de tranquilidad, otra vez.
Me detengo en San Germán. Ahora sí el semáforo advierte con tiempo que hay que hacer un alto. Aprovecho la pausa para cambiar el CD de música. Cambia la luz. Acelero y subo el volumen. De pronto una voz metálica suena detrás de mí. ¡Verde, deténgase!, grita por un alta voz. Recién entonces reparo que el patrullero que rebasé en Lima está detrás de mí. Me pongo a sudar. Orillo el Elefante Verde con la imagen de una multa en ciernes otra vez. Saco el SOAT, la tarjeta de propiedad y el brevet. Un policía alto y robusto como un tronco se acerca por el retrovisor. Su caminar me asusta aún más. Buenas tardes, caballero, dice al aparecer en la puerta. Buenas tardes, respondo y le entrego mis documentos. Apenas si le da un vistazo. Perdone, ¿dónde consiguió esa bandera?, dice luego con gentileza, señalando la que llevo extendida detrás del parabrisas posterior. Lo mandé a confeccionar, respondo aún sorprendido por los modales y la pregunta. ¿Así? Sí, mi madre lo cortó y cosió, y el escudo lo mandé a estampar en Gamarra. ¡Ah!, mire. Es la bandera de San Martín ¿no? Sí, la primera bandera del Perú. Me gusta, es más bonita que la actual por eso la mandé a hacer, explico. El policía sonríe. Que pena, dice mientras me devuelve los documentos, pensé que la vendían por ahí. Gracias, añade y se va.
Llego a casa. Al cerrar la puerta de la cochera vuelvo a ver la bandera que desde hace años, cada julio, llevo extendida en la ventana trasera del Elefante Verde como un gesto bobo de peruanidad. Quedó bien bacán, digo para mí. Entro a casa. La anécdota me anima a buscar en Internet algún dato interesante que describa la bandera y me ayude a narrar esta historia. Encuentro una. «Se adoptará por bandera nacional del país una de seda, o lienzo, de ocho pies de largo, y seis de ancho ---dice el decreto firmado por el General San Martín el 21 de octubre de 1820---, dividida por líneas diagonales en cuatro campos, blancos los dos de los extremos superior e inferior, y encarnados los laterales; con una corona de laurel ovalada, y dentro de ella un Sol, saliendo por detrás de sierras escarpadas que se elevan sobre un mar tranquilo. El escudo puede ser pintado, o bordado, pero conservando cada objeto su color: a saber, la corona de laurel ha de ser verde, y atada en la parte inferior con una cinta de color de oro; azul la parte superior que representa el firmamento; amarillo el Sol con sus rayos; las montañas de un color pardo oscuro, y el mar entre azul y verde». Sonrío. Mejor descrito, imposible.

jueves, 8 de julio de 2010

Un domingo para olvidar

Terminé de leer «Un millón de soles» de Jorge Eduardo Benavides y cerré el libro con la sonrisa de felicidad con que suelen dejarme los puntos finales de una buena novela. Pegué un suspiro, observé alrededor y regresé a la realidad.
Miré el reloj: 5:35 de la tarde. Recién entonces tomé conciencia de que hacía 35 minutos que estaba parado en la puerta del Cine Pacífico, recién entonces tomé conciencia de que hacía 35 minutos que M debía haber llegado.
Saqué el celular y revisé si había alguna llamada perdida o algún mensaje de texto. Nada: M no había enviado ninguna disculpa. Ubiqué su número en la memoria del celular con la intensión de llamarla, pero desistí. Es ella quien está en falta, dije para mí; es ella quien debería llamar. Levanté la cabeza. Un cardumen de autos circulaba en dirección a la Plaza de Miraflores con una prisa contagiante. 10 minutos más y me quito, pensé. Caminé al lado opuesto de la puerta del cine y me recosté.
5.36: miré a mi izquierda. Una pareja se hacía cariños. Ella le acomoda la camisa y parecía sugerirle que otro modelo y color le vendría mejor, él sonrió y la tomó por la cintura, luego la soltó y se acercó al quiosco para comprar algo. Una mujer menuda dejó de acomodar la tira de papas fritas que colgaban del quiosco y atendió la venta. 5.37: el semáforo cambió a rojo y el cardumen de autos se detuvo. Un batallón de gente inundó el paso cebra y cruzó la avenida en ambos sentidos. Un grupo de chicas se detuvo frente a mí y se acercaron a un taxi. 5.38: la pareja volvió a hacerse cariños, caminaron en dirección al cine y se perdieron entre el tumulto. El semáforo cambió a verde. El grupo de chicas abordó el taxi y el resto de autos embalsados detrás protestaron a bocinazos. 5:39: suficiente, dije para mí, me largo. Saqué el celular. Te esperé hasta las 5:40, escribí. No llegaste, chao. Envié el mensaje y me fui a buscar al Elefante Verde. Un sentimiento de irritación me inundó mientras caminaba. Está huevón, dije para mí, yo igual me voy al cine. Revisé la cartelera mientras calentaba el motor. En 20 minutos proyectarían "Cartas desde Iwo Jima" en el Cine Planet de San Miguel. Seleccioné la música, puse primera y dejé el estacionamiento. Aceleré. Crucé Aramburú y un patrullero se apareció en el retrovisor. Ordenó que me detenga. Me orillé. El celular trinó en ese momento. Era un número público. Sospeché que era M tratando de hablar conmigo. No contesté. El policía me pidió mis documentos, luego dijo que había rebasado la velocidad máxima. Yo venía a 50, dije. No, señor usted iba a más de 60, replicó el policía. El celular volvió a sonar. No contesté y me enfrasqué en una discusión larga y cada vez mas acalorada con el policía hasta que me dejó ir. Volví a la ruta realmente furioso. La discusión y la idea de perder el cine me pusieron como un toro. Entré a Javier Prado y el celular volvió a sonar. Contesté. Ya llegué, dijo la voz de M. Ya me fui, respondí con frialdad. Hubo problemas en Barranco, el tráfico estaba horrible y no tenía saldo para llamarte. No te preocupes, si no pudiste, no pudiste, respondí cortante. Aún estaba rabioso y temía decir algo de lo que luego pudiera arrepentirme. Oye, pero no te moleste conmigo, pues, dijo M con voz acongojada. No te preocupes, insistí y la comunicación se rompió. Doblé por La Marina. Al rato, el celular volvió a sonar. Miré la hora, ya era demasiado tarde para el cine. No contesté. Decidí regresar a casa.
Volví a hablar con M cuatro días después de ese domingo. Ya te pasó la bronca, me dijo por teléfono. No, respondí. Por tu culpa casi me ponen una papeleta y perdí el cine. Ya te expliqué lo que ocurrió, dijo M. Además, ¿de cuando aquí te vas tan temprano? Esperé 45 minutos, interrumpí. Otras veces has esperado más, presumió M. Se me acabó el libro que estaba leyendo y me aburrió esperar sin hacer nada, respondí. Debiste llevar dos libros, pues, dijo M entre risas. Reí. La bronca se esfumó.
Hace años que no sé nada de M. Pero desde aquel domingo para el olvido, siempre hay un libro demás en la panza del Elefante Verde; esperando fiel, paciente y puntual.

miércoles, 30 de junio de 2010

Titulares y suplentes... en Huanuco

Primera parada del book tour de la antología de cuentos: “Titulares y Suplentes… el equipo ideal de la Región Centro” en la ciudad de Huánuco.

Lugar: Paraninfo de la Universidad Nacional "Hermilio Valdizán".

Participan: Samuel Cardich, Jorge Salcedo, Juan Carlos Romero y Catedráticos de la Facultad de letras.

Día: Jueves 08 de Julio de 2010

Hora: 8:00 pm.Organiza: Facultad de Lengua y Literatura de la
Universidad Nacional "Hermilio Valdizán".

Estan Invitados.

jueves, 17 de junio de 2010

¡Coche a la vista!

Mi padre amenazó con golpearme. ¡Si te escapas, te daré una tunda que nunca vas a olvidar!, me dijo en la puerta de la escuela y encargó al auxiliar que me vigilara. No se preocupe, don Isaac, dijo el auxiliar, yo lo voy a tener bien vigilado. Mi padre volvió a mirarme. ¿Has entendido?, preguntó. Sí, pa, respondí y entré a la escuela.
Mi padre nunca me había golpeado. Pero por primera vez sentí que su voz, su mirada, sus manos hablaban en serio. Desistí. Caminé hacia el patio. Mientras esperaba que se iniciara la formación, me quedé pensando en cómo les diría a mis amigos que mi padre se había dado cuenta de mis planes, que me daría una golpiza si me tiraba la vaca con ellos. Traté de ubicar a Arón, Percy, Humberto, pero no los hallé. Esperé unos minutos cuidando la entrada hasta que el auxiliar tocó el timbre para la formación. No llegaron. Estos pendejos ya se escaparon, dije para mí. Los imaginé trepados en uno de los camiones que aquella mañana partirían a la puna de Carpapata para esperar el paso de los bólidos que venían de Huancayo, camino a Ayacucho, disputando el «Gran Premio Caminos del Inca 1980». La idea de perderme aquel espectáculo al que había asistido todos los años, la idea de que mis amigos lo iban a hacer sin mí, de que luego tendría que conformarme con que me lo contaran, pudieron más que mi temor.
Decidí escapar. Ocupé mi lugar en la formación, canté el himno nacional y a la hora del rompanfilas me escabullí a la calle. Corrí hacía la plaza de armas por el lado opuesto a la bajada de Laborpampa para evitar que mi padre pudiera verme desde el patio de mi casa. Me detuve en la tienda de mama Elena. Vi el camión de los Ciwincha que aún estaba aparcado cerca de la glorieta, recogiendo pasajeros. Cuidé que mi padre, mi madre o mis hermanos no anduvieran cerca, corrí como un pericote y trepé a la carrocería del camión. Éramos unos veinte pasajeros. Los adultos sujetos a los maderos y los niños pegados a un rincón. Pregunté a los Gallos si habían visto a mis amigos. Ya se fueron en el camión de los Dolorier, me dijo el menor. Me acomodé cerca de ellos y unos minutos después el camión partió. Las paredes de la carrocería no me dejaban ver nada, pero el bamboleo de los cuerpos me decían en qué curva de la carretera estábamos. El camión se detuvo cerca al recodo de Huancahuanca. El cuerpo se me heló al oír la voz de mi padre hablando con el chofer. ¿Has visto por ahí a mi hijo?, preguntó. Me acurruqué en mi esquina. Los Gallos me miraron. No, respondió el chofer. ¿Está ahí el hijo de El Siete?, gritó el chofer a los pasajeros. La gente volteo a verme. No, dijo uno. No, dijo otro. No, dijeron los Gallos. Gracias, dijo mi padre y el camión continuó.
Dejamos atrás la hoyada de maizales secos de Colcabamba. Trepamos por el lento zigzag de Chauqui, Huancayoccasa, Jabonillo hasta que por fin llegamos a Carpapata. Busqué a mis amigos y nos sentamos en lo alto del cerro Marcopata. Desde ahí se veía el largo y sinuoso hilo de la carretera que venía de Pampas. Cortaba el cerro en dos, coronaba las chacras de Marccos y desembocaba en el recodo en que estábamos.
¡Atención, Huancayo!, gritó por la radio el locutor de Radio Huancayo. ¡Coche a la vista! ¡Coooche a la vista en la ciudad de Pampas! Todos saltamos de emoción. ¡Henry Bradley! ¡Henry Bladley y su Toyota Corona acaba de pasar por la ciudad de Pampas! Quince minutos después apareció en la lejana curva. Al rato, el segundo coche; luego, el tercero. En minutos la carretera era una sucesión de cometas de polvo en dirección hacia nosotros.
¡Atención, Huancayo! ¡Atención, Huancayo! Adelante, Ulises Gutierrez; adelante, Ulises Gutierrez, lo escuchamos. ¡Coche a la vista en Carpapata! ¡Coooche a la vista! ¡Por cortesía de Tiendas mama Elena donde comprar es ahorrar! ¡Henry Bradley, a las 10 horas con 25 minutos, acaba de pasar a toda velocidad por Carpapata en su potente Toyota Corona rumbo a Ayacucho; hora controlada por Pilas National! Ulises Gutierrez, que bien suena su radio. Claro, con pilas National, porque duran más, ¡Pilas National!
Luego narré para mí el veloz paso de Luchón Alayza, Raul Orlandini, Luis Reyes blanco. Thomas Hearne en su Toyota 2000, Julio Cesar de La Casas en su Ford Escort, Luis Carlessi en su Volvo 1800, hasta que la última camioneta de auxilio mecánico se perdió por las punas dejándonos su estela de polvo como el telón final de una carrera inolvidable.
El regreso a Colcabamba fue diferente. A medida que el camión descendía, el miedo de enfrentar a mi padre se acrecentaba. El recuerdo de su voz, la autoridad de su mirada me anunciaban que esta vez mi padre iba a golpearme por primera vez en mi vida. Al llegar al pueblo, evite regresar a casa. Caminé por el parque, la bajada de Laborpampa, el estadio de la escuela, hasta que el sol se perdió tras los cerros de Chauqui. Recién entonces tuve el valor de ir a casa. Me detuve en la puerta y espié el patio a través de una rendija. No había nadie. Entre. Mi padre apareció en la puerta de la cocina con una correa de cuero en la mano. Me detuve en medio del patio. ¡Ven para acá!, gritó. Me acerqué con el paso más lento que pude. Blandió la correa sobre mí, cuando estuve cerca. ¡Te advertí o no te advertí!, gritó. Sí, dije con la cabeza. ¡Por qué no obedeciste! No respondí nada. Me quede tieso y cerré los ojos a la espera del primer correazo. También mi padre pareció quedarse tieso. ¿Ya comiste?, preguntó luego de unos segundos aún blandiendo la correa. No, respondí. Entonces me llevó a la cocina, reavivó la leña del fogón y sin hablar nada me calentó la cena.

jueves, 3 de junio de 2010

Metamorfosis

Su DNI está por vencer, me advierte la cajera del banco. Recién entonces reparo que hace cinco años que no visito el RENIEC. La idea de no poder hacer unos reclamos en Telefónica, de usar la tarjeta de crédito y todos aquellos trámites que exigen un DNI al día me fuerzan a programar la urgente revalidación. Llamo a un amigo que lo ha hecho unas semanas antes y me explica que sólo necesito una foto reciente y el recibo de pago que hace en el mismo lugar. Es un toque, asegura, haces tu cola y en media hora estás fuera. Miro el reloj y mido mi tiempo. Decido hacer el trámite aprovechando que estoy cerca. Voy a casa y rebusco entre la colección de mis fotos de medio cuerpo y escojo el más reciente. No recuerdo cuando fue que me la tomaron, pero estimo que debe ser de hace tres o cuatro años. Miro la foto. Me veo igual, pienso para mí. Decido usarlo.
Llego al RENIEC de Independencia y me sumo a la cola de Informes. Foto reciente, por favor, pide una empleada menuda y cabello largo. Lo muestro. La empleada apenas si lo mira. Pase a caja y espere su turno en las ventanillas, señala luego. Pago y recibo mi ticket de espera. Tomo asiento. Miro el orden que muestran las pantallas de televisión y analizo la velocidad con que han sido atendidas un par de personas. Estimo que mi turno llegará en unos treinta minutos y celebro haber traído «El aliento del cielo» de Carson Mc Cullers para leer. Abro el libro en la página 127 y retiro mi viejo DNI, mi recibo de pago, la foto que puse como separador. Noto que la foto que he traído es muy parecida a la que muestra el DNI: la misma camisa jean, el mismo corte de cabello. Sospecho que el empleado que me va a atender lo notará, que me exigirá una nueva fotografía y que todo mi tiempo se habrá perdido; sin embargo reparo que en el DNI llevo un polo dentro de la camisa. Ahí está la diferencia, me digo, me calmo y empiezo a leer.
Un trino metálico en la pantalla de televisión anuncia mi turno. Corro a la ventanilla que indica y me recibe una mujer de pelo teñido, cara hosca y bigotes a lo Cantinflas. Buenos días, saludo y le alcanzo mis documentos. Buenas, responde mientras hunde los dedos en el teclado de la computadora. Una hoja con mis datos y mi fotografía se extiende en la pantalla. La mujer me mira, me escanea el rostro de un vistazo. Tiene que traer una foto reciente, dice y me devuelve los documentos. Esa foto es reciente, digo. Es la misma que la de su DNI, responde la mujer y gira el monitor para que yo lo vea. No son iguales porque en ésta estoy sin polo, digo señalando la diferencia. La mujer coteja las fotos y queda en silencio por unos segundos. Je, je, cómo la vez, tía, digo para mí. La mujer vuelve a mirarme. Sí, pero resulta que ahora usted tiene canas, dice. La respuesta me deja mudo. Je, je, cómo la vez, tío, parece decirme con la mirada. Las canas las tengo en la sien y no se notan en una fotografía de frente, alcanzo a decir antes de que me devuelva los documentos. La mujer me mira con detenimiento otra vez. Parece disfrutar con la duda de aceptar mi fotografía o rechazarla. ¿Va ha cambiar algún dato?, pregunta luego señalando el monitor. Lo reviso. No, respondo. Recoja su nuevo DNI la semana próxima, sentencia.
Regreso a casa. Vuelvo a ver mi colección de fotografías de medio cuerpo. La de uniforme gris cuando terminé la secundaria, la de pelo largo cuando profesaba el new wave, la de cabeza rapada cuando ingresé a la universidad. La de terno plomo y corbata guinda del carnet del Colegio de Ingenieros, la de polo verde para el pasaporte, la de camisa jean para el último DNI. Ver la metamorfosis me despierta un extraño sentimiento que me apena y me alegra a la vez al repasar de un empellón los recuerdos que me llegan. Falta la fotografía con mis primeras canas, digo para mí.

jueves, 6 de mayo de 2010

El día en que nací

Ma, háblame otra vez del día en que nací
¿Verdad que fui el primer niño que nació en el hospital de Campo Armiño?
¿Verdad que era madrugada, que mediaba julio y era verano?
¿Verdad que un hombre caminaba en la luna,
que mi padre estaba vivo y que tú eras muy feliz?
Ahora que es de madrugada, que me sirves la cena
y los hombres ya no caminan en la luna
ahora que la sopa que cocinaste me abriga las entrañas
ahora que es invierno y que mi padre ya no está
ahora que me miras mientras ceno en silencio
y que «te amo» me dicen tus canas
y «cuídate, hijito» me dicen tus manos
ahora que afuera la noche y el mundo
duermen como llumis
háblame, Ma, hábleme otra vez acerca del día en que nací

miércoles, 28 de abril de 2010

Sarta de inconformes

Hace unas semanas, en una entrevista que leí, Juan Villoro afirmaba que el mundo era tan imperfecto que el hombre, inconforme, había inventado la literatura para tratar de corregir algo de esa imperfección. Me pareció un concepto genial para explicar porqué hacemos y leemos literatura. Sí, pues, somos una sarta de inconformes: ustedes, nosotros; inconformes con el mundo que nos rodea, inconformes con lo que nos dictan nuestros sentidos, inconformes con la vida real; de otro modo no se explica que pudiendo estar frente a las pantallas de un televisor o en la sala de un cine, engordando con palomitas de maíz, nos dé por leer historias que, sabemos bien, son producto de la ficción, pero que sin embargo, nunca cuestionamos; de otro modo no se explica que nos dé por asumir la vida de los personajes, de vivir con ellos, de ganar y perder como si fuéramos ellos.
Hace unas semanas, también, mi gran amigo Elvis Rojas, uno de los más grandes inconformes que conozco, llamó para decirme que había estado en Guayaquil por razones de trabajo, y que ahí había conocido a un ingeniero civil de la UNI, a quien, a la hora del café, le preguntó si había leído «Pintas en Civiles», uno de los catorce cuentos que conforman esta segunda edición de «The Cure en Huancayo» y que narra la historia de un recién ingresado residente universitario que se enamora de Rosario Abín, una guapa estudiante de ingeniería civil con quien comparte un único curso, en un único ciclo sin que ella se dé por enterada de su existencia y mucho menos de su anónimo amor; hasta que una solitaria madrugada, una semana antes de finalizar las clases; el estudiante, desde la azotea de la Residencia, observa que un piquete de senderistas llena de pintas subversivas las paredes de la facultad de civiles y decide librar la única batalla que le queda para que ella se fijé en él. Entonces, tragándose el miedo que le significa retar al piquete, el temor que le despierta la posibilidad de ser descubierto, desciende hasta los pabellones de civiles, borra las pintas y sobre ellas escribe con letras gigantes: «Rosario te amo, Rosario te amo, Rosario te amo». No voy a contar en que termina el cuento, por supuesto (ya ustedes lo leerán o lo habrán leído); el hecho es que el ingeniero que Elvis conoció en Guayaquil, a la pregunta de si había leído el mentado cuento, respondió que sí, que le había llegado en una de esas tantas cadenas electrónicas que circulan en la red de los ingenieros civiles; que esa historia era cierta, que él había estado en la UNI en aquellos años y que había conocido a Rosario Abín. Yo me maté de risa al escuchar esa afirmación, sobre todo al saber que Elvis, no se atrevió a aclarar que aquella historia había nacido de la mente inconforme de un servidor y que no pasaba de ser una sencilla historia de ficción. Pero luego de leer a Villoro me quedé pensando que este ingeniero de la UNI era otro más de los inconformes que pululaban por ahí intentando cambiar la imperfección de este mundo. A lo mejor la historia era cierta y yo, por mera casualidad, me había convertido en un cronista; a lo mejor Rosario Abin, hoy, a pesar de sus cuarenta años, divorciada y con dos hijos encima, andaba todavía por ahí rompiendo corazones. O a lo mejor, el inconforme de Elvis, llevado por su mente alucinada, había inventado eso del viaje a Guayaquil, que había ido por razones de trabajo y que allá conoció a un tipo que dice que la historia de las «Pintas en Civiles» era la pura verdad.

sábado, 10 de abril de 2010

The Cure en Huancayo (2da edición)

Con gran alegría les cuento que «The Cure en Huancayo» ha sido incluido dentro del plan lector 2010 de algunos colegios de Huancayo. Eso quiere decir que será leído por algunos escolares de mente despistada a exigencia de profesores más despistados aún. Por esa razón, bajo el sello de Bisagra Editores, se acaba de lanzar la segunda edición del libro que, a diferencia de la primera, lleva el prólogo de Sandro Bossio; los comentarios de Gabriel Ruiz Ortega y Katya Adaui; el cuento inédito: «El pozo inútil» y, a modo de agradecimiento por lo que ha significado la primera edición «La ecuación del vuelo de la mariposa».
Así que los que se quedaron sin el libro en la 1ra edición (y a los que no, también), podrán conseguirlo ahora. Por eso los invito a la presentación oficial que será:
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En Huancayo.
Día: Jueves 22 de Abril
Lugar: Centro Cultural de la Universidad Continental (Calle Real N° 125)
Hora: 7 pm.

En Lima.
Día: Domingo 02 de Mayo
Lugar: Feria del Cono Norte de Lima (Centro Comercial Mega Plaza)
Hora: 8 pm

martes, 6 de abril de 2010

Titulares y Suplentes...

Soy una nulidad para el fútbol. Incapaz de correr doce pasos, de driblarle el balón a una tortuga, de hacerle gol a un arco iris. Por eso cuando la gente de Bisagra Editores me escribió, hace meses, para decirme que un servidor había sido incluido dentro de los «TITULARES Y SUPLENTES… el Equipo Ideal de la Región Centro», creí que se trataba de una broma de humor negro. Pero cuando me explicaron que era una analogía para justificar la selección de escritores del centro del Perú, salté hasta el techo. La sola idea de aparecer en la misma foto, al lado del gran capitán Edgardo Rivera Martinez, ya era razón suficiente para morirse feliz ese mismo día; pero la noticia de que compartiría vestidores, duchas y camisetas con grandes punteros como Zein Zorrilla, Julián Pérez o Samuel Cardich; de que durante interminables 90 minutos correría por el gramado del estadio IV Centenario al lado de premiados líberos como Sandro Bossio, Percy Galindo o Augusto Effio; era como para volver a creer en Dios.
Por eso, con la emoción de un jotita que cuenta los días para debutar en las olimpiadas, los invito a la presentación oficial de la antología «TITULARES Y SUPLENTES… el Equipo Ideal de la Región Centro” que se realizará:

Día: sábado 17 de abril
Lugar: Galería-Café “Imaginarte” Jr. Ancash Nº 260
Centro Histórico – Huancayo.

martes, 30 de marzo de 2010

Reflexiones en flujo laminar

Regreso de Huancayo a Lima engullido en la panza de un autobús semivacío. Es domingo por la tarde y la ruta está algo despejada. Ha llovido durante el día y el río, que desciende paralelo a la carretera central, está turbulento; trae las aguas turbias, inquietas y chispeantes. Desde la tranquilidad de mi ventana, disfruto de la música de «Camera Obscura» que suena en mi ipod y de la danza que describe el agua en su camino hacia el mar. He hecho este viaje cientos de veces, pero esta vez encuentro una belleza indescriptible en la conjunción de movimientos del agua y el compás de la música. Las figuras onduladas que describen los resaltos hidráulicos; los vórtices que se generan por el rebose de las aguas sobre las rocas, las gárgaras que brotan del río; todo parece coincidir con la guitarra de Kenny McKeeve, el bajo de Gavin Dunbar y la voz de Tracyanne Campbell: una alegoría que compone el agua en su paso del flujo turbulento al flujo laminar.
En las ciencias hidráulicas hay un coeficiente que clasifica ese movimiento. Se llama el número de Reynolds (por Osborne Reynlods; su descubridor). Es un número adimensional que relaciona las fuerzas inerciales y viscosas (o de rozamiento) que actúan sobre un fluido. En cristiano, el número de Reynolds nos dice que tan turbulento es un fluido mientras fluye y nos ayuda a predecir su comportamiento. Si vemos el humo que emana de un cigarro, por ejemplo, podremos notar que éste fluye en delgados hilos paralelos en sus primeros dos centímetros (flujo laminar), pero, enseguida, esos hilos se enredan en un complejo ovillo (flujo turbulento) que obliga al humo a disiparse en el aire hasta desaparecer.
Me acuerdo de estos conceptos mientras llego a Lima. Ahora el río está cada vez más calmado, cada vez más silente, cada vez más laminar. La dualidad de lo turbulento y laminar que el Rímac me ha mostrado en su descenso a Lima se parece mucho a la vida, la dualidad que frecuentemente nos invade: bien y mal, paz y guerra, tristeza y felicidad.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Cuatro de cien

Wilfredo regresa a casa de madrugada. Unas cuadras antes de llegar, un asaltante le sale al encuentro y le exige la billetera. Wilfredo, disciplinado practicante de judo, mide al tipo y decide enfrentarse a él. Entonces intercambian amenazas y se van a las manos. Para su sorpresa, el ladrón resiste los embates del judo y la pelea se extiende más de lo previsto. También el ladrón está sorprendido, a menudo sus víctimas no ofrecen resistencia y entregan el botín, aterradas y sin dudar. Entonces la calle se transforma en un ring de boxeo y la pelea, en un duelo de honor entre machos. Se trenzan a golpes, intercambian patadas hasta la extenuación. Quince minutos después, no hay un claro ganador. Permanecen uno frente a otro y giran sobres sus talones esperando el ataque del otro, sin quitarse las miradas. Esta vez no se lanzan amenazas porque el cansancio les impide hablar. No dicen nada, pero parecen llegar a un acuerdo tácito de empate. Se detienen y cada quien se va por su camino.
La historia me viene a la mente, veinte años después. ¿Has sabido lo de Wilfredo?, me dice por el celular una amiga de la UNI. No, respondo. Le encontraron un tumor del tamaño de un puño en el cerebro y lo han operado, agrega y me da detalles de la operación que me resultan imposibles de creer. Pero está muy bien, dice al final y me da los datos de la clínica y el horario de visitas para ir a visitarlo.
Llegó a la clínica junto con un par de amigos. Una mujer alta, de cabellos ondulados nos recibe en la puerta de la habitación y nos pregunta quiénes somos. Amigos de la UNI, digo. Adelante, dice un par de minutos después. Durante la espera, no puedo evitar imaginar a Wilfredo en cama, con cables que conectan su cuerpo a un monitor, alimentado a cuenta gotas desde una botella de suero. Pero, no; Wilfredo nos recibe sentado en un mueble como si estuviera en la sala de su casa y nos ofrece un vaso de gaseosa. A no ser por la cabeza rapada y las evidentes heridas que ha dejado la operación, diría que es el mismo Wilfredo de hace veinte años. El mismo gran amigo que estudiaba con nosotros con disciplina de militar; el mismo que trabajaba y estudiaba todo el tiempo; el mismo que me enseñó a tocar la guitarra. Lo abrazo. Le digo que me alegra saber que está bien. Estoy vivo de milagro, responde y nos cuenta lo sucedido. Nunca me dolió la cabeza, dice, pero hace un par de semanas me desmayé y desperté en una clínica oyendo al doctor decir que tenía un tumor del tamaño de un puño en el cerebro, que la operación era tan urgente y riesgosa que sólo había un cuatro por ciento de probabilidad de que sobreviva. Mis amigos y yo bromeamos con la predicción, le recordamos a Wilfredo que por algo él había aprobado Estadística a la primera. Pero tras las bromas está nuestro nerviosismo y nuestra incredulidad ante el milagro. Los médicos no pueden creer los resultados, continúa Wilfredo, pero estuve a un pelo de morir. Vi a la muerte cara a cara, entró a mi habitación una noche junto con gente que levitaba y se quedaba viéndome sin decir nada. Mis amigos bromean con la historia de fantasmas; yo en cambio imagino a Wilfredo resistiendo los embates de la muerte, batallando a puñetazos y patadas hasta el agotamiento, como aquella historia del ladrón que él mismo me contó hace veinte años. Imagino que al final de la operación, Wilfredo y la muerte se miraron a los ojos y, agotados, cada quien se fue por su lado.

lunes, 1 de marzo de 2010

Corazón Delator

Goya esta de vacaciones en Lima. Así como ella me lleva a pasear por los rascacielos y las autopistas del primer mundo cada vez que la visito en los EEUU, ahora me toca a mí pasearla por las calles y parques de la Lima Bizarra. Paso por su departamento para recogerla. La encuentro entretenida frente a su laptop y sentada en el sofá de la sala. Ven, me dice cuando me ve aparecer. Mira esto, te va a gustar. Me siento a su lado. En la pantalla, la imagen detenida de un video de youtube muestra un corazón ensangrentado en medio del pecho abierto de un hombre. ¡Yac!, digo con cara de horror al ver semejante cosa. ¿Qué es eso? Espérate, pues, responde y pica la señal de play. La imagen cobra movimiento. El corazón late como el cuello de un sapo que está croando. De pronto, el órgano comienza a temblar como un globo que se desinfla en segundos. Lanza sus últimos estertores, da espasmos cada vez más pausados hasta que se detiene por completo. Entra en escena una mano vestida de guante de hule blanco. Frota el corazón como quien frota la cabeza de un niño. El órgano vuelve a temblar y empieza a latir, pero esta vez lo hace de un solo lado; intenta recobrar su función normal, pero no lo logra. La tembladera se apodera de él otra vez y vuelve a dar espasmos. Otra mano vestida de hule entra a escena. Ahora las dos manos sujetan unos objetos en forma de cucharitas y atenazan el corazón por los costados como quien pone unos bornes en una batería del automóvil. Sueltan una descarga eléctrica y el corazón salta como si lo despertaran de un profundo sueño; vuelve a latir como al inicio hasta que el video se detiene.
La imagen me deja conmovido. ¿Cómo la vida y la muerte pueden pender de un solo latido? ¿Cómo todo lo que hemos construido en años y años de vida se puede detener como quien activa o desactiva una batería? ¿Cómo todo lo que somos, lo que hemos vivido y sentido se puede acabar en un último espasmo, en un último pálpito, en un último suspiro? La imagen del tembloroso corazón se queda en mi retina como el fantasma de la luz de un flash. Goya se mata de risa al ver mi cara de espanto. Es un corazón enfermo, me explica mientras sigue estudiando para el examen de fisionomía del corazón que debe rendir cuando regrese a los EEUU. Es un corazón con fibrilación ventricular que a consecuencia de la alteración de electrolitos ha tenido un infarto al miocardio; y eso que viste es una reanimación cardiopulmonar con una descarga de eléctrica de 200 voltios, dice con la mayor naturalidad del mundo.
Conduzco el Elefante Verde de regreso a casa después de dejar a Goya en su departamento. Es más de medianoche y Faucett está casi desierta. En esas condiciones conducir es un placer. Subo el volumen al equipo y el compás del«Year of the knife», de Tears For Fears, parece coincidir con la velocidad con que pasan ante mí los ojos de gato que alinean la autopista. Canto (es un decir). A la canción le sigue ahora «Corazón Delator» de Soda Stéreo. La imagen del corazón enfermo me asalta como un auto que viene en contra. No puedo evitar imaginar mi propio corazón dando sus últimos estertores, temblando, pugnando por no detenerse. Me aterro. A diferencia del cerebro, el estómago o los pulmones, por citar algún órgano, el corazón nunca se detiene: el día que lo haga simplemente no existiremos; es el órgano al que siempre sentimos viviendo dentro de nosotros todo el tiempo; cuando nos agitamos, cuando nos asustamos, cuando nos emocionamos; cuando dormimos, cuando despertamos. Es el órgano que pareciera tener personalidad, identidad, decisión propia y el que mejor nos resume. «Es un tipo de buen corazón», decimos para catalogar a alguien de manera hasta moral. «Te doy mi corazón» decimos para ofrecernos a otro en busca de felicidad. El corazón es uno mismo embalado dentro de un globo del tamaño de un puño.
El video que me mostraste el otro día me ha asustado, le confieso a Goya días después mientras la llevo a otro lado de la Lima Bizarra. Hay, Uli, me responde con la bondad con que hablan las enfermeras de buen corazón. No te preocupes: tu corazón te durará toda la vida. Mi corazón delator lo entiende; mi cerebro torpe, no.

martes, 23 de febrero de 2010

Poquita fe

Bisagra-Editores se complace en presentar poquita fe y otros poemas perdidos y encontrados, del poeta y periodista Chimbotano Augusto Rubio Acosta, el primer volumen de su colección de poesía: rústica…de cartón piedra.
La primera parada del BOOK TOUR de Poquita Fe será en Chimbote.

LUGAR: Auditorio del Centro Cultural Centenario, Alfonso Ugarte N ° 800
ORGANIZA: Bisagra-editores
DÍA: viernes 26 de febrero
HORA: 7:00 pm.
COMENTARIOS:
Gonzalo Pantigoso, escritor y crítico literario
Fernando Cueto Chavarría, novelista y poeta
Jorge Salcedo, director de Bisagra Editores
Habrá lectura de poesía, multimedia y performance a cargo del actor de teatro Gustavo Cabrera

Poquita fe, cuenta con el prólogo de Miguel Ildefonso y reúne diez años de poesía en una antología que compila los poemarios: “de inventarios de ira y sueños”, “de mi camisa comando y otros poemas”, “poquita fe” y un anexo denominado “otros poemas perdidos y encontrados”.
(..) La poesía de augusto es una constante invitación a una nueva mirada al mundo, no importa dónde nace, ya que si es nueva no tiene por qué reclamarse su origen: es desencantada, pero vitalista, irónica: “ven / acércate a mi vida / y no preguntes donde estuve”. es una atenta mirada poética hacia el mundo, tanto a las grandes edificaciones como a lo pequeño y lo abstracto, en donde lo lúdico llega a cuajar con lo metafísico: “la ansiedad y el silencio de las calles me llama / la quietud en los burdeles / y la desnudez de los caminos / el paso de los veranos / la náusea de los ebrios en la plaza / y los putamadreos de los taxistas”. el poeta nos hace ver la relación de deseo y terror con la ciudad, en ella encuentra la belleza, aunque siempre parece que ha llegado tarde: esa belleza está corrompida, enferma: “hoy no es un buen día / para escribir poemas / salió el sol / desayuné ruidoso / remendé mi camisa / y en el recodo de algún rezo / dejó de asomar la muerte”(…) Miguel Ildefonso

PRONTO: Poquita fe recalará en Lima, Trujillo y Huancayo

martes, 16 de febrero de 2010

Once quince

Paracaídas Editores presentará el segundo libro de Pedro Casusol: «Once quince». Estamos todos invitados.

Presentan:
Rocío Silva Santisteban
Jaris Mujica
Pierre Castro

Fecha: Jueves 18 de febrero de 2010
Lugar: Bar Zela (Avenida Nicolas de Pierola 961, frente a la Plaza San Martín)

Desde su primer libro (Cat Food, Borrador Editores – 2008), Pedro Casusol ha demostrado un dominio del lenguaje irreverente, irónico, mordaz que retrata el sentido humor de nuestra generación y nos hace sentir en casa, como que los personajes son los vecinos de enfrente. A mí me encantó leerlo. «Narrado de manera ágil y en calve suspense-thriller «Once quince» es una novela corta que arremete contra el sistema educativo y se suma a las críticas contra el Opues Dei y el estilo de vida jet-set a los que sólo algunos privilegiados tienen acceso. Es casi una confesión de parte de su autor, un ejercicio kamikaze sin tregua y una suerte de autobiografía ficticia, en donde el verdadero protagonista de la historia intentará quedar lo peor parado posible. En este libro, el autor nos sugiere un viaje por el vacío mas extremo, con la única intensión de demostrarnos cuán sumergidos estamos en la deshumanización propia del capitalismo tardío», dice la contra tapa. Ahí estaremos.

miércoles, 10 de febrero de 2010

La última serenata de amor

Por esos días yo anda loco por ella. Me había dicho que no un par de veces, pero como las mujeres dicen que sí cuando dicen no, y conforme se acercaba febrero, la idea de conquistarla con un último acto de locura, uno que me consagrara o sepultara de una buena vez ante sus ojos, rondaba mi cabeza. Había pensado en mandar a escribir su nombre en las paredes de su barrio, en enviarle flores con una extensa carta de amor; en darle una serenata. Pero por esos días también me enteré que ella andaba de enamorados con un tipo de su calle y me olvidé de todo.
La idea de la serenata volvió cuando me enteré que ella estaba de nuevo sola y cuando Víctor, un amigo de mi hermano, se apareció en mi puerta. Quiero darle una serenata a mi flaca, dijo, y quiero que me acompañes. Al igual que yo, Víctor nunca había dado una serenata, pero estaba decidido a hacerlo. Llamó a mi hermano (su mejor amigo), convocó a Mick Jager (un tipo apodado así por su increíble parecido al Jager veinteañero) y se apareció en mi puerta con el trío de locos. Es aquí nomás, acotó, en San Martín. Tú te encargas de la guitarra y nosotros cantamos. Me vino un pánico escénico, pero la idea de acompañarlo en la aventura de cantarle a una mujer desde la calle, de ser parte de una comparsa cómplice bajo el techo de la noche, de hacer algo así para conquistar a la mujer que entonces yo amaba, me atrapó. Ya, sale, dije. Pero, ¿qué canciones vamos a cantar?, pregunté. Tienen que ser unas que sepamos todos, dijo mi hermano. Y que le gusten a ella, dijo Víctor. Entonces barajamos posibilidades; analizamos unos boleros, baladas y terminamos recalando en tres canciones: «Yolanda», de Pablo Milanes; «Trátame suavemente», de Soda Stereo; y «Una canción de amor», de Gianmarco. Sobre esta última canción tuve mis reticencias, pero la mantuvimos dentro del repertorio porque era la canción que a ella, la de la serenata, le gustaba y que por esos años sonaba en todas las radios.
Luego cogí mi guitarra y tomamos un taxi. Pasamos por universitaria, Tomas Valle y Dominicos, bragados, decididos, repletos de valor con lo que planeábamos hacer. Víctor, en cambio, se moría de nervios. ¿Y si ella no está en su casa?, decía, ¿Y si no le gusta? ¿Y si sus viejos se rayan? Todas las mujeres fantasean con una sereta, compadre, decía Mick Jager, cómo no le va a gustar. No seas gil, dijo mi hermano, si con esto la flaca no regresa contigo, entonces no regresa nunca. Lo convencimos. Entonces repasamos las canciones en el tono y acordes que mejor se prestaran para el cuarteto y los volvimos a ensayar.Pero unas cuadras antes de llegar al lugar, Víctor detuvo el taxi. ¿Qué hay?, dijo mi hermano. Vamos a caminar un poco para bajar los nervios, dijo Víctor. Oye, estas calles son medio pendejas, dijo Mick Jager. Recién entonces noté que no tenía idea de dónde estábamos. Miré alrededor y no reconocí nada. Eran unas calles angostas, vacías y brumosas. A pesar de que era algo más de las once de la noche no había gente y el halo ámbar del alumbrado parecía sucumbir ante la fosca. No pasa nada, dijo Víctor; yo conozco esta zona, no pasa nada. Caminamos dos cuadras mientras continuábamos ensayando en voz baja. Doblamos la esquina. ¿Y esos patas?, dijo Mick Jager. Amainamos la caminata. Cuatro tipos estaban sentados en las veredas de la esquina siguiente, uno en cada vértice. Tranquilos, no pasa nada, dijo Víctor. Yo dejé de tocar la guitarra y me la colgué en la espalda. Los tipos parecían no hablar el uno al otro y permanecían sentados en sus orillas como si se hubieran repartido las calles de manera armónica. Seguimos caminando. Vi que dos de ellos tenían una botella en la mano. Pacerían beber algún tipo de licor en silencio. Esos patas se traen algo, dijo Mick Jager. Tranquilos, volvió a decir Víctor. En todo caso somos cuatro contra cuatro, dije yo agarrando el diapasón de la guitarra como si fuera una metralleta. Cruzamos la esquina mirando de soslayo nuestro costados, vigilando nuestras espaldas, pero los tipos nos miraron con indiferencia y apenas si voltearon al ver que traíamos una guitarra.
Aquí es, dijo Víctor y nos señalo el segundo piso de una casa. La ventana dejaba ver la luz de un televisor crepitando como una hoguera. ¿Seguro?, preguntó mi hermano. Sí, aquí es, dijo Víctor. Caminamos hasta el pie de la ventana y luego nos ubicamos en medio de la calle. Primero «Yolanda», dijo Víctor. Entonces me colgué la guitarra y comenzamos a cantar. Unos perros roncos comenzaron a ladrar desde el segundo piso de una vivienda vecina y unas luces se encendieron en el primer piso. Seguimos cantando. Unas siluetas aguaitaron por las cortinas de los primeros pisos, pero la ventana de ella no se alteró. ¿Seguro qué ésta es la casa?, volvió a preguntar mi hermano. Sí, dijo Víctor. ¿Y porque no sale nadie?, dijo Mick Jager. Víctor levantó los hombros. Cantemos la misma canción, pero en lugar de «Yolanda» gritamos el nombre de tu flaca, sugirió mi hermano. Así lo hicimos. A media canción, la cabeza de una mujer asomó la ventana por unos pocos segundos. ¡Es ella!, dijo Víctor, ¡es ella! Me pareció la cabeza de una mujer adulta. ¿Estás seguro?, dije yo. ¡Es ella!, volvió a decir Víctor. El resto me miró con un signo de interrogación, pero seguimos cantando. Luego empalmamos con «Una canción de amor». Esta vez asomó la cabeza de un hombre medio calvo y nos quedó viendo. Por un momento desentonamos intimidados por la mirada, pero continuamos cantando. Un tipo de anteojos salió a su puerta, cruzó las manos sobre el pecho y se quedó viéndonos como un búho. Uno de los tipos de las cuatro esquinas se levantó y se nos quedo viendo con la botella en la mano. Creo que mejor nos vamos, dijo Víctor. Cantemos «Trátame suavemente», dijo Mick Jager, ahorita sale. «Una canción de amor», de nuevo, dijo Víctor. Otros perros ladraban desde la azotea de alguna casa. Bueno, dije yo y volvimos a cantar «una canción de amor». En la primera estrofa, un balde de agua asomó por la ventana y espetó su contenido contra nosotros. El chorro impactó cerca y dejo un charco en medio de la calle. Callamos. El tipo de anteojos se rió y los perros amainaron sus ladridos. Vámonos, dijo Mick Jager. Vámonos, dijo Víctor.
Días después llegó mi hermano a casa. Esa no era la flaca, dijo. ¿Qué flaca?, dije yo. La de la serenata, respondió mi hermano; la que dio la cara aquella noche no fue la flaca sino su madre. Estallé en risa. Lo que pasa es que esa noche este gil de Víctor no llevó puestos sus lentes de contacto y estaba más ciego que tú. Víctor habló con ella al día siguiente: a la flaca no le gustó la serenata y lo choteó. Se me acabó la risa. Esa noche, mientras yo lavaba mis lentes de contacto antes de dormir, decidí olvidarme de la serenata para la mujer que amaba y prometí que en cuanto pudiera mandaría mis corneas miopes a una sala de operación.

domingo, 31 de enero de 2010

Roberto Bolaño: 2666

¿Qué escribirías si supieras que pronto vas a morir? Yo no tengo idea. Roberto Bolaño, en cambio, escribió su obra cumbre: 2666. 1119 páginas de composición literaria aguda, asombrosa, descomunal. Como explica el editor en una nota a la primera edición, sabiendo la inminencia de su muerte, Bolaño le propuso publicar cinco novelas que serían lanzadas una por año para que sus hijos tuviesen asegurada en algo su futuro económico. Sin embargo, luego de la muerte del escritor, los herederos, el editor y el crítico de confianza nombrado por Bolaño, decidieron publicar los cinco libros en un solo volumen.
Que los dioses se los paguen. La he disfrutado toda, de cabo a rabo. La historia empieza con el personaje principal: un escritor alemán llamado Benno von Archimboldi, nacido en 1920 y desterrado al anonimato por propia elección, detrás del cual hurgan cuatro profesores universitarios estudiosos de su obra, (primer libro: La parte de los críticos), que en uno de los tantos congresos sobre Archimboldi, dan con una pista que los lleva hasta Santa Teresa, ciudad mexicana en la desértica frontera con EEUU. Allí conocen a Amalfitano; un catalán, profesor universitario que resulta saber mucho de la obra del inubicable escritor, y a quien su mujer lo ha abandonado dejándolo al cuidado de su única hija (libro 2: La parte de Amalfitano). Desde Nueva York llega a Santa Teresa un periodista estadounidense de color, llamado Fate, que viene a cubrir la pelea de box entre Count Pickett, la promesa de Harlem, y Merolino Fernandez, el orgullo de Santa Teresa. El periodista termina, más bien, interesado en investigar la serie de los asesinatos de mujeres que se producen en la fronteriza ciudad, y termina metiéndose en más de un lío de puños y balas con narcos mexicanos y un lío de amor con la hija de Amalfitano (libro 3: La parte de Fate). Con un estilo impávido y a la vez sobrecogedor, el narrador nos describe los crímenes de mujeres que se suceden en Santa Teresa. Una tras otra, como un martilleo en nuestras conciencias, vemos pasar los cuerpos, los nombres de las mujeres que aparecen en basureros ilegales, terrenos baldíos y fabricas abandonadas, brutalmente asesinadas por manos de un asesino en serie al que la policía no puede atrapar (Libro 4: La parte de los crímenes). Finalmente, para cerrar la historia en un perfecto círculo, la novela nos lleva por la vida Hans Reiter, un ex soldado alemán que ha sobrevivido a la II Guerra Mundial, que descubre su talento para la literatura y se transforma en Benno von Archimboldi en medio del recuerdo de la guerra y su nueva vida. Para evitar la fama y la persecución opta por el autoexilio vaga por remotos pueblos de Europa y termina llegando a Santa Teresa por las vueltas que da la vida (libro 5: La parte de Archimboldi).
Como uno de los personajes de la novela, que ante los embates de la vida, le reclama a otro: «se hombre y carga con tu cruz», Bolaño murió luchando. El 15 de julio de 2003, tras pasar diez días en coma a consecuencia de una insuficiencia hepática, muere en el hospital Valle de Hebrón de Barcelona. Al año siguiente 2666 obtuvo el Premio Salambó a la mejor novela escrita en español y se llevó los mejores comentarios de la crítica. Se fue como los genios: por la puerta grande de la eternidad. Y pensar que de niño sufría de dislexia.

jueves, 21 de enero de 2010

Desde las alturas

El norte de Lima está a mis pies. Como un gallinazo en la cornisa, estoy parado sobre el techo del reservorio de agua potable RE-C7, en las alturas de comas. Desde aquí, el reservorio y yo, dominamos la Av. Revolución, la quebrada de Collique y la entrada al valle del río Chillón. Es verano, pero ha llovido. El clima loco cubre con una densa neblina este lado de la ciudad. A pesar de ello me quedo observando los cerros, las quebradas, el valle, como un cóndor que repasa sus dominios, y disfruto por un momento de las imágenes que me regala la altura y la soledad.
Los reservorios de agua y yo siempre buscamos las partes altas y nos detenemos ahí. Disfrutamos de eso. En Colcabamba, el pueblo donde crecí, solía ir con mis amigos a los balcones de Condormocco, a la loma del cerro Plazapata y nos quedábamos ahí por horas viendo nuestro mundo. Las cumbres de San Cristobal que se perdían camino a Huancavelica, la cordillera del Ccollewichccana que nos separaba de las selvas de Huanta. El valle del río Pilcos que bajaba como una culebra de agua desde las quebradas de Tocas, las alfombras verde azuladas de las chacras de maíz, habas y trigo que cubrían el llano; el zigzag de la carretera a Huancayo ascendiendo sobre el empinado cerro como la escalera de incendio de un rascacielos; el rió Colcabamba que partía nuestro mundo en dos.
Bajo del RE-C7 con esos recuerdos y me detengo al borde del cerro. Miro otra vez la ciudad. Ahora mi mundo está divido por unos ríos de asfalto. Desde este lugar, 400 metros por encima del mar, Lima se ve como un torrente de casas que se abre paso en el desierto y se extravía en el valle y la niebla. Los cerros engloban las imágenes como los marcos de un cuadro y se me graban en la memoria con el aroma de la tierra mojada. Miro hacía el oeste. Me detengo ante un cerro, uno que se eleva sobre el valle y la niebla como un gigantesco chinchón fantasmal. Me acerco hasta uno de los pobladores con los que estoy recorriendo la zona y pregunto: ¿cómo se llama ese cerro? «Ese no es un cerro --responde el poblador--, es una fortaleza». Me quedo mudo. «Ahí los Collik, resistieron a los Incas», agrega con guiños de orgullo. Tomo la noticia con escepticismo porque he estado cientos de veces por esos cerros y es la primera vez que oigo algo semejante. Vuelvo a ver el cerro y el hecho de comprobar que ha sobrevivido a las enredaderas de cemento me dice que algo de cierto debe haber en aquella historia
En casa, busco información en Internet. Descubro con sorpresa que, en efecto, aquel cerro corresponde a la Fortaleza de Collique y que fue construida por los Collik, una mezcla de grupos yungas que habitaban el Valle del río Chillón y que resistieron a la invasión de los Incas hasta ser aniquilados; que la fortaleza fue abandona por los conquistadores Incas y que luego fue reemplaza en su función por la Muralla de Tungasuca y la Huaca Chasqui. Ambas construcciones terminaron devoradas por la ciudad; la fortaleza, en cambio, aún sigue en pie y hasta se puede ver desde el aire. Entro al Google Earth y la imagen satelital me confirma que la loma de aquella fortaleza es el mejor lugar para ver la mezcla de sol y niebla, de gris y verde, de ciudad y chacra que todavía pervive en esa parte del valle del Chillón. También descubro que esa manía de ver desde las alturas, a los peruanos, nos viene desde mucho antes. Ya los pobladores de Caral, la civilización más antigua de América, hace más de 5000 años; casi a la par que Mesopotamia, Egipto y China; construían pirámides, trepaban cerros y construían fortalezas para conectarse con sus dioses, para ver y vigilar su mundo.
Es que desde las alturas todo se ve diferente. ¿Quién no se ha sentido mejor al ver el centro de Lima desde el Cerro San Cristobal? ¿Quién no ha sentido amainar sus problemas viendo la Costa Verde desde los frisos de Larcomar? ¿Quién no ha trepado sobre la azotea de su casa y se ha quedado viendo su calle por unos segundos, tan sólo para confirmar que ese pedazo de suelo, que ese pedazo del mundo aún sigue siendo suyo? Quizá por eso a algunos nos gusta las alturas. Quizá por eso a veces trepo sobre los reservorios.