jueves, 14 de agosto de 2014

Queloide

¿Hace cuánto que lleva usted este queloide?, pregunta la dermatóloga. Desde niño, respondo. ¿Y cómo es que llego a formarse? De un punto, de una vacuna mal cicatrizada, agrego, mientras ella, sobre mi hombro derecho, analiza la cicatriz con ayuda de una lupa. Lo observa, lo palpa, lo estudia como si se tratara de un ser vivo hasta que deja de hacerme preguntas y regresa a su mesa a preparar las cosas con que habrá de infiltrarme. Aprovecho su ausencia y volteo a ver el queloide a través del espejo que hay en la pared. 
Y me acuerdo de ti.
El queloide ya no tiene la forma de una pisada de oso, como tú decías. Ha crecido, es más grande de cómo lo dejaste. Ahora parece una Sudamérica flaca y deforme. 
Hace tanto que no nos vemos.
La doctora regresa ante mí. Toma una hipodérmica delgada y larga como un lapicero, succiona el cortiflex, un líquido denso y lechoso, de una botella liliputiense y sin miramientos, sin compasión, clava la aguja en el centro mi hombro. Una, dos, tres, cuatro veces. Aquí, allá, como si el queloide fuera una alimaña a la que hay que asesinar a puntadas para que no siga creciendo. El líquido entra y entra en mí por cada punto hasta agotarse. Estira y estira mi piel como una dermis de jebe a punto de romperse y me deja de nuevo aquel dolor tupido, puntiagudo y cruel de cada año. De cada tratamiento. De cada infiltración.
Duele, ¿no?, dice mientras recarga la hipodérmica para el siguiente ataque. Sí, doctora, duele más que el no de algunas mujeres, digo para hacerla reír, para ver si así cambia el rostro de dolor que me devuelve el espejo. La doctora sonríe. «Más que el no de algunas mujeres», repite. Qué gracioso, es usted, dice entre risas y vuelve a clavar la aguja.

El dolor entra de nuevo en mí. Tu «no». Tu adiós. Tu olvido.

martes, 22 de abril de 2014

El poste de cemento y ramas verdes

En las afueras de mi oficina, en la vía de salida a la utopista Ramiro Prialé, en El Agustino, hay un poste de alumbrado público que parece estar vivo. Un poste de cemento, flaco, triste y cabezón, con ramas verdes en la nuca. No es la rama de algún arbusto desterrada en aquel lugar por un viento capcioso o la travesura de un pájaro bromista. No. Es una planta viva. Una planta que crece, crece y crece. ¿A qué tipo de mata se le ocurriría vivir en semejante lugar?, me pregunto cuando paso debajo de él a la hora de abandonar el trabajo. ¿De qué suelo? ¿Con qué agua? Les hago también estas preguntas a los compañeros de labores con los que he pasado por ahí. ¿Qué tipo de vegetal puede vivir en ese lugar, en una ciudad en la que la palabra lluvia es una entelequia? ¿Cómo puede haber vida incluso ahí? No tengo idea. Nadie tiene idea, pero todos al pasar se quedan viendo el poste y sus ramas verdes como quien mira una luna llena, un arco iris, un acto de magia.
Pero ahora que todos hablamos del Gabo, ahora que todos reconocemos en nuestras vidas un antes y un después del Gabo, yo digo que la literatura es como un poste de alumbrado de cemento al que le crecen ramas verdes. Ramas vivas. Ramas que llegan de la nada y se asientan sobre el lomo de la nada. Ramas inconformes con ganas de corregir el mundo, ramas que se revelan a la muerte, a la lógica; aunque sea por corto tiempo. El tiempo que demorarán en sobrevivir sin agua, el tiempo que dura una historia. Una historia que nos saca de la realidad, de la obligación del trabajo y nos lleva a volar. Un vuelo que nos lleva a otro mundo. Otro mundo en el que somos amantes, aventureros, villanos, héroes. Héroes que de otro modo nunca seremos. Seremos que nunca seremos.

martes, 1 de abril de 2014

El quillincho de El Agustino

De pequeño quería ser como el quillincho. «Cernícalo» que le dicen por aquí. En los cielos de Colcabamba, el quillincho solía aparecer en el cielo de la tarde, arriba, bien arriba, más arriba que el común de las aves, volando en círculos, dibujando ochos, elipses sin fin, como un parapente enano, vagando como si el tiempo no importara, como si volar no costara trabajo; entonces yo imaginaba que era un quillincho y que podía ver desde los aires las chacras de mi abuelo, los maizales verdes del valle de Pilcos, las culebras plateadas de agua en los cañones del río Mantaro. Volaba solo, siempre solo, como si ahí arriba fuera normal andar sin nadie, sin amigos, como si fuera normal tanta soledad.
Por eso quería ser un quillincho.
Pero también quería ser un quillincho porque era el ave de la buena suerte. Cuando un colcabambino se topaba con él cerro arriba, en los caminos solitarios, posado en la rama de algún eucalipto o la loma de un peñasco, uno se detenía y lo saludaba como se saludaba a los adultos, «buenas tardes, tayta Guillermo»; así, con nombre propio, porque el quillincho no era cualquier ave, sino un regalo, un buen augurio del destino; «buenas tardes, tayta Guillermo» y el quillincho te miraba en picado, con ángulo de depresión y te miraba y te miraba hasta irse volando.
Pero sobre todo quería ser un quillincho porque era el único que le paraba bronca al gavilán. El gavilán, el rey de las rapiñas, aparecía volando en el cielo como si fuera el dueño del mundo, con sus alas extendidas, intimidantes y marrones, planeando como un avión espía, al acecho del primer animal distraído y zas, de un golpe, de un pique, se clavaba sobre el lomo de un cordero, sobre la nuca de una gallina, sobre los ojos de una paloma, hasta que, de la nada, aparecía el quillincho, con ese cuerpecito de palomo torcás,  con esa cara de pájaro llorón, con esa pinta de gallito de pelea que no quiere pelear, y en el aire, ahí arriba, en lo alto del cielo, se enfrentaba a aletazos al gavilán, le dibujaba zetas en el aire y le robaba la presa.
Hoy fui un quillincho. A eso de la una de la tarde, mientras el resto de la gente de mi oficina almorzaba y yo leía el National Geographic de marzo dentro de la panza del Elefante Gris, una paloma baya se estrelló delante del estacionamiento, a un lado de la única pampa de gras capaz de verse en el google map en este lado de Lima. Un gavilán aterrizó detrás de ella. La paloma se irguió de inmediato pero el aturdimiento del impacto la tuvo balanceándose como si estuviera borracha. El gavilán extendió sus alas como un murciélago y caminó hacia ella con paciencia, como disfrutando de la cacería, del festín que se iba a dar. Entonces abrí la puerta de la camioneta y salí. El gavilán me miró con extrañeza, como preguntándose quién diablos era yo, cuál era mi problema, qué pito tocaba ahí. Extendí las manos como un quillincho; ¡Shiií!, grité y el gavilán salió espantado.

domingo, 16 de marzo de 2014

El día en que mi abuelo quedó incompleto

Cuando mi abuelo salió al patio, su caballo Elefante, no estaba en el corral. Tampoco Lucio el mulo. Pensó que habían madrugado antes que él, que se habían zafado de sus lazos y entrado a las chacras, al bosque de choclos a desayunar la chala verde como a veces lo hacían. Pero no estaban ahí. Caminó a la lomada de Maccnopampa, para ver si acaso habían despertado sedientos y caminado al manantial de Chaquipuquio. No estaban ahí. Silbó como se silva a un perro, pero nadie rebuznó una respuesta. Miró a los cerros de Ccochacc hasta donde le daba la vista para ver si en alguno de esos lugares los equinos pastaban a su libre albedrío. Tampoco estaban ahí. Entonces su cuerpo se asustó. «Me lo han robado, carajo, pronunció». Regresó a su casa. Su casa de asceta, de eremita la casa en que vivía solo desde la muerte de mi abuela. Cogió su chompa y salió a buscarlos. Tomó el camino a Ccochacc, y en la loma del cerro Plazapata se encontró con el hijo de tayta Apolnario. Abuelito, ¿a donde vas?, le preguntó en quechua. ¿Nos has visto a mis caballos por aquí?, respondió mi abuelo. Yo pensé que estaban contigo, los vi yéndose por allá, le dijo señalando la bajada al rió Into. Aceleró el paso lento lo más que pudo. Llego a la lomada de Matará y buscó con la mirada en el camino, en el badén del río, en la subida a Chacas. Los animales tampoco estaban. «Éste mierda me ha engañado», pensó. Regresó a la Plazapata. Se preguntó qué haría él si él fuera el abigeo. ¿Qué camino tomaría? ¿A dónde huiría con los animales robados? ¿Cómo despistaría a los perseguidores? Tomó entonces el camino a Huancayoccasa. Trepó por las trochas de acceso de las torres de alta tensión que llevan la electricidad a Ayacucho. Caminó lo más rápido que le permitían sus años hasta que un dolor en el pecho lo atacó a la altura de Ccellorumi. Un dolor agudo, en punta, justo encima del corazón. El frío y la neblina de la mañana le habían cobrado el esfuerzo del ascenso. Se apoyó de espaldas contra el talud del camino para amainar el dolor; trató de continuar, pero el dolor era una pesada ancla. Un cuchillo que ahora parecía horadarlo. Se apretó contra el talud. En esa posición lo encontró un hombre que bajaba de Jabonillo. ¡Tayta, Epico! ¡Iman pasan!, le dijo a mi abuelo al reconocerlo. Ccansoymi nanawachcan, respondió mi abuelo con la voz de un asmático, agarrándose el pecho. El hombre reconoció el mal. Corrió a traer ortiga lambras, lambras itaña, y le untó las hojas en el pecho. El ardor de las espinillas en la piel, fue aplacando el dolor del pecho hasta que por fin pudo respirar mejor. ¿Mayta richcanqui?, preguntó el hombre luego. Mi abuelo le explicó que le habían robado a su caballo y su mula y que iba en busca de ellos. Lloró. Lloró recién en ese momento. El hombre no había visto nada, no se había cruzado con nadie en el camino; los abigeos le llevaban horas de caminata, le llevaban fuerza, le llevaban juventud.
Al día siguiente apareció en nuestra casa en Colcabamba. Caminando. Por primera vez en su ochenta y dos años, llegó a la casa de Colcabamba caminando. Caminando con un bastón. «Me lo han robado al Elefante », nos dijo parado en el portón de la casa. Nunca más lo vimos montado en un caballo. Nunca más lo vimos completo.

jueves, 13 de febrero de 2014

Perro estepario

Despierto asustado por los gritos de pánico alrededor. El cansado autobús en el viajo a Colcabamba, ha sucumbido al soroche de  las punas de Pampas, ha hundido las ruedas derechas en el lodo y ha quedado ladeado al borde del abismo. Todos los pasajeros quieren bajar. Gritan, desesperan, apuran como si el bus estuviera ya en caída libre. Desde mi ventana veo que la situación no es tan grave, el abismo es una pendiente de ichu, el fondo unas chacras de papa, así que guardo la calma y termino siendo el último en bajar. La gente se arremolina alrededor del chofer y lo quiere linchar. Reclaman a gritos el error de haber pegado el bus a la cuneta, cuando cualquiera que haya transitado por esas rutas sabe que las lluvias humedecen los bordes de tierra fina, tanto que en ella es fácil encallar. El chofer se disculpa, pero la turba continua gritando. Yo prefiero subir a la orilla del camino para ver mejor las estepas de ichu y frío en las que no camino desde que era niño y surcaba esas carreteras en el camión de mi tío Máximo. Miro el bosque de pinos enanos que nunca se adaptaron a las punas y quedaron liliputienses, los comparo con mis recuerdos; miro el cerro de en frente con la carretera a Huancavelica serpenteando como una culebra de asfalto, los mechones de ichu, el cielo triste del invierno. Pero una imagen llama mi atención. Un perro bayo, lanudo y sucio, aparece en lo alto. Sentado, el animal mira hacia nosotros y parece preguntarse qué diablos hace tanta gente gritando en semejante puna, en semejante frío. Busco a ver si hay otros perros, recordando la noticia que hace semanas leí acerca de perros salvajes que, por estas tierras, habían matado carneros. Pero, no, el perro está solo. Solo sobre la lomada. Permanece así por varios segundos, pero luego se yergue y camina en dirección al autobús. Con la cola alegre desciende la cuesta casi a trancadas y llega caminando hasta el pie del tumulto. No ladra, no gime, no hace ningún ruido. No mueve la cola. Solo observa. Ve al chofer esgrimir disculpas y prometer que en un momento sacará el autobús del fango y continuaremos el viaje; ve a la mujer más gritona amenazar con no volver a viajar nunca más en esta maldita empresa, ve al resto de pasajeros calmarse poco a poco. Pero nadie parece reparar en él. El perro ahora camina entre la gente que se ha arrinconado a un lado de la vía para vigilar el trabajo del chofer. Parece un fantasma, parece invisible, nadie lo llama, nadie lo alimenta, nadie lo espanta. El animal camina, se sienta, camina como un pasajero más hasta que el autobús se mueve, lucha contra las fuerzas de gravedad y sale del fango. Los pasajeros pelean entonces por subir al autobús. Uno a uno ocupan sus lugares, ríen con la casi volcadura que acabamos de pasar y regresan cada quien a lo suyo. Soy el último en subir. El perro ha trepado hasta lo alto del talud de la carretera y desde ahí, sentado, observa cómo el autobús recupera aire y emprende de nuevo el viaje. Me detento en el pasadizo para ver qué más hace. Desde el autobús, el perro se hace cada vez más pequeño, pero permanece sentado en el mismo lugar, mirando hacia nosotros. El autobús avanza y avanza con lentitud. Entonces el perro se yergue y con la cola triste regresa caminando despacio por el mismo camino por donde apareció. 

jueves, 30 de enero de 2014

La casa de cancas.

¿De dónde traían las cancas?, pregunto. Uf, desde arriba, desde San Cristóbal, responde mi madre, mientras me explica cómo fue que construyó mi abuelo la casa en que estamos. Un grupo cortaba las piedras en bloques y otro, los traía al hombro hasta aquí. Entonces imagino lo duro que debió haber sido aquella tarea. Cortar la roca travertina, blanca y porosa como el queso, en ladrillos del tamaño de una caja de frutas; llevarlos desde sus canteras, al hombro, por más de una hora, por caminos de herradura hasta Colcabamba; encajarlos, unos a otros, unirlos con la argamasa de barro para construir aquella casa de habitaciones extensas, paredes altas y ventanas diminutas. El estuco de barro y paja de trigo cubre hoy las paredes, pero la habitación a medio tarrajear en que estoy, todavía deja ver el muro de cancas, su dermis de caliza con restos de plantas fosilizadas. Hojas, tallos, frutos de sabe Dios qué vegetales, qué prehistorias llegadas a esos confines de Huancavelica. Qué loco mi abuelo, pienso. Qué loca la gente de entonces que construía sus casas con aquella piedra para luego cubrirlas con barro y paja. ¿No era mejor ver fósiles de verdad en las paredes de tu casa? ¿No era mejor presumir de ellos? Ojala hubiera una máquina del tiempo para viajar a esa época, pienso. Una máquina que me llevara a mí y mis escuadras al momento en que mi abuelo, hace más de cincuenta años, construía todo aquello. Decirle que había que orientar las ventanas hacía el punto donde nace el sol, hacerlas más grandes, amplias y bajas para ver siempre las montañas azules de La Banda, las nubes lechosas, rollizas y coposas vagando en el cielo; para oír siempre el rumor de pileta de agua del riachuelo que discurre al lado. Que había que nivelar el patio, empedrarlo al estilo portugués para que el agua de lluvia se juntara al centro y fluyera hacia el riachuelo; que había que derribar el muro que divide la casa del huerto, para ver los árboles de palta, ciruelos y guindas desde sus troncos; para ver, para oler la sábana verde de alfalfa, el rojo, amarillo, blanco de los pensamientos; para oír mejor el ship-ship de los chiwacos, el zum-zum de los picachitos, el cri-cri de los chillicos de medianoche. Que había que hacer una puerta por la bajada al estadio para que por ella entraran él, su caballo Elefante y el resto de acémilas sin correr el riesgo de romperse las patas al bajar por escaleras de piedra que amenazan hoy en la entrada. Imagino todo eso ahora que sobre un tablero de triplay, con escuadras y regla «T», dibujo, a la antigua, el plano de la casa para proyectar las mejoras. Mido las longitudes, anchos, alturas; y cada trazo de lápiz sobre el papel, cada acotamiento sobre las paredes, cada replanteo métrico dentro de aquella casa, revive al niño feliz que en ella fui. Una casa de habitaciones gigantes, con un riachuelo y huerto al lado; con árboles, perros, cuyes, patos, caballos. Con papá y mamá y cinco hermanos. Todo para mí. E imagino a mi abuelo mirando con curiosidad lo que dibujo; diciendo, medio en quechua, medio en español aquello que solía responder cada vez que le explicaba algo: A ver, pues, niñito; por algo estarás pisando universidad. Y me imagino a mí también en la nueva casa de cancas. Solo y eremita como él. Leyendo. Escribiendo.