miércoles, 12 de diciembre de 2012

Whisky sin alcohol

Mi mamá llega de Colcabamba, Huancavelica. Pese a que mis hermanos y yo le hemos prohibido que venga cargando cosas porque ya no está para esos trotes, arriba a mi casa en Los Olivos con su cargamento de papas, carnes y yerbas: mullaca para la carraspera, asnaccsacha para la gastritis, raíz de valeriana  y pimpinella para los nervios. He conseguido té de kuki, dice casi aplaudiendo de alegría mientras deshace el equipaje de menjunjes. ¡Asu!, digo haciendo números para recordar que no pruebo aquel té desde que era niño. Mi abuelo aparece en mi mente. Camino con él en los escarpados húmedos y calientes de las chacras de Ccochacc y Ventanacinco, buscando nidos de kuki. Encontramos una. Hormigas rojas y patilargas, las kukis caminan en fila india como autos diminutos en una autopista atestada, llevando sobre sus lomos hojas de mil plantas y mil yerbas, cercenadas en estrellas, hasta perderse en un agujero como autos en un túnel. Mételo en la bolsa, niñito, dice mi abuelo y yo meto el residuo de hojas secas que las kukis han apilado a un costado de su nido como pequeños cerros de té. A ver déjame verlo, Ma, le digo ahora a mi madre y ella me alcanza la bolsa. La abro. Meto la nariz para sentir el olor a madera, a hojarasca húmeda que ya había olvidado. Les voy a preparar como refresco para que se curen del estómago, agrega. Analizo el té. Tallos secos, molidos por las fauces de hormigas cortadoras, almacenadas en un suelo rojizo. ¿Qué es lo que realmente tendrá?, me pregunto. Ya, Ma, digo con reticencia porque una cosa es ser un niño y beber lo que los mayores de dan y otra muy diferente es ser adulto, ingeniero sanitario y haber aprobado Microbiología en la universidad. Entro a internet e investigo. «Las hormigas cortadoras de hoja o podadoras, nombre no genérico, son cualquiera de las 47 especies de hormigas pertenecientes a los géneros Atta y Acromyrmex que mastican hojas», dice Wikipedia. «Estas especies cultivan hongos y son endémicas de Centro y Sur América y partes del sur de los Estados Unidos». ¿Hongos? ¿He tragado restos de hongos en mi niñez? Ma, creo que yo no le entro a ese té, le digo a mi madre frente a la jarra de agua color guaraná que ha preparado para el almuerzo. ¿Por qué?, pregunta. Le explico lo que he encontrado en la red. Tu abuelo tomaba el té de kuki todos los días y nunca sufrió del estómago, murió a los 107 años, de viejo, sin ninguna enfermedad. Me consta. Me sirvo un vaso del té. Lo huelo. Bebo un sorbo. El sabor a madera, a whisky sin alcohol se pasea por mi paladar. Los hongos son foto sensibles y mueren con el Sol; los microorganismos, a 100 °C, me digo y termino de beber el resto del vaso. Abuelo, a tu salud.
Foto: internet

sábado, 24 de noviembre de 2012

El fantasma de la FIA

Me sentía como un fantasma, Grillete, un fantasma que regresa al lugar donde vivió. Bajé en Habich, crucé el puente de Tupac Amaru e ingresé a la UNI por la Puerta 3; caminé por el Pabellón Central, Petróleos, el Teatro y nadie, absolutamente nadie, me reconoció. Nadie dijo: habla, Grillo; hola, Uli; cómo te va, Gutiérrez. Nadie. Hasta en la FIA resulté un extraviado porque cuando busqué el Centro de Cómputo, donde había quedado en encontrarme con la profesora Adriana Valverde para “sorprender a los profesores de la Facultad” hablándoles de «Ojos de pez abisal», me enteré que el Centro de Cómputo ya no quedaba sobre la Sala de Grados, sino en el cuarto piso de un pabellón que a mí me sonó a X. Pregunté, caminé, pregunté y resulta que el pabellón X era aquel edificio nuevo que construyeron al costado del Laboratorio 20. Ahí me vino un pánico escénico. Digo, una cosa es hablarles de la novela a personas que puede que no haya visto nunca en mi vida, pero que les gusta la literatura y otra muy diferente es hablarle a los profesores que me enseñaron ciencias y que esperarían de mí, a lo mejor, un libro de hidráulica, construcción o tratamiento de aguas, nunca un libro de ficción. Me quedé parado en el patio esperando que se me pase el pánico y mis recuerdos se pasearon por el primer año que pasé en la FIA. Como si fuera ayer que estudiaba en esas aulas, mi cuerpo se escarapeló de nuevo con el miedo que, en aquel tiempo, me despertaba la idea cada vez más certera de saberme un negado para los números al ver los cero-cincos de mis primeros exámenes de matemáticas. Subí hasta el tercer piso y entonces llamé al celular de la profesora. Profesora, ya llegué, le dije parado unos pasos antes de la puerta. Ya, espérame un ratito, dijo y colgó. Entonces escuché cuando ella, dentro del aula, le decía al resto de los profesores que miraran el monitor de sus computadoras para ver la portada de una novela llamada «Ojos de pez abisal». El autor ha sido alumno de la FIA, dijo, se llama Ulises Gutiérrez. ¿Se acuerdan de él?, preguntó y como nadie dijo nada, el pánico escénico volvió. Bueno, les tengo una sorpresa, continuó la profesora, el autor está aquí. Entonces, como quien dice: que pase el desgraciado, me invitó al aula. Entré con las manos húmedas y el cuerpo frío, cargando mi mochila y mis libros y me refugié detrás del pupitre. Saludé. ¡Ulises!, dijo el ingeniero Paccha con su sonrisa redonda y su cabello afro; claro que me acuerdo, dijo la ingeniera Acha con su corte a lo Shena Easton; hola, hijo, pronunció el ingeniero Estrada con sus manotas y su cabellera cana. Miré al fondo y reconocí al profesor Cabrera de Física III, a O’connor de Mecánica de Fluidos, a Masgo de Química. Me sonrieron. Así los quería ver, dije yo, ustedes sentados como alumnos y yo aquí en frente como profesor. Se mataron de risa y aplaudieron, y ahí fue que dejé de ser un fantasma.

martes, 13 de noviembre de 2012

Así se jubiló el ingeniero C

Así que hoy se jubila, ingeniero, dice Susy Díaz, del otro lado de la mesa. Sí, responde el ingeniero C, con una sonrisa blanca, colorado como un tomate de tanto que ríe desde la mañana. O sea que ahora se va a dedicar a la dieta del mandingo. ¿Y cómo es eso?, pregunta Mero Loco desde su esquina. Empieza el lunes y termina el domingo, responde Susy y un coro de sesenta y cuatro carcajadas, incluida la mía, estallan en explosión. ¡Buena, George!, grita una voz desde el fondo de nuestra larga mesa y el ingeniero levanta los pulgares para celebrar la idea. Oye, no seas tonta, cómo le vas a decir eso al ingeniero, retruca Mero Loco. Cómo será de tonta Susy que cuando estaba en el colegio y el profesor borraba la pizarra, ella borraba su cuaderno, agrega y otra vez, las sesenta y cuatro carcajadas, vuelven a explosionar. ¡Que bailen!, ¡que bailen!, gritan otras voces desde el otro extremo de nuestra mesa. ¡Sí, que bailen, que bailen!, secundamos los demás y Susy camina al centro de la pista. Venga, pues, ingeniero, dice extendiendo las manos y el ingeniero baja de su silla de Rey para ir al encuentro. «Hasta las seis de la mañana me vacilo, hasta las seis de la mañana me vacilo…», suena en la pista una cumbia acompasada y el ingeniero C toma a Susy por la cintura como quien va a bailar un tango. Un, dos; un, dos, tres, cuatro y el ingeniero dibuja un ocho con los pies, como Al Pacino en «Perfume de mujer». Un, dos; un, dos, tres, y el ingeniero pega un brinco de caballo de paso como Cantinflas en «El bombero atómico». Un, dos; un, dos, tres, y el ingeniero termina el baile apuntando el techo con el índice, como Jhon Travolta en «Saturday night fever». Hace la venia, nosotros aplaudimos y Susy le da un beso en la mejilla. ¡Oye, qué haces!, grita Mero Loco. Susy responde con una sonrisa roja y también con la mano en alto. Vive la vida y no dejes que la vida te viva, parece decir.
Foto: internet

martes, 30 de octubre de 2012

Caballo blanco, asfalto negro

El trabajo me lleva a Ancón. El semáforo en rojo me detiene en la  Panamericana Norte y el cruce con Los Próceres, al final de Los Olivos. Un bus lleno de gente aparca al costado de la camioneta en que viajo y otros se detienen tras de mí. Un tren de autos y un río de gente cruzan la Panamericana en ambos sentidos y un caballo blanco aparece frente a mis ojos. Camina sobre el paso peatonal en dirección a Pro. Un caballo de larga melena, pecho erguido y paso elegante. Uno que hace que todos se alerten al verlo como si vieran un unicornio. Uno que los hace adormecer sus pasos, que los hace detenerse, que los hace sonreír. Un caballo que parece salido de un almanaque, uno que podría estar pastando sobre un prado verde, al lado de un río calmo, al pie de un cerro marrón. Uno que hace que el cobrador del bus baje a la pista y busque un mejor ángulo, que hace que los pasajeros agucen la vista desde sus ventanas, que hace que chofer abrace los brazos sobre el timón. Un caballo alto, fornido, lustroso. Un caballo que hace que el policía de tránsito le habrá paso, le detenga el tren de autos, uno que se pierde en la avenida como un fantasma. Un caballo blanco en el asfalto negro.
Foto: archivo personal

jueves, 11 de octubre de 2012

Mi propio bolero maroquero


Yo soy libre, tú eres libre, ¡que viva la librería!

Con la falta que nos hacen los poetas, grillete. Digo, habiendo tanto ladrón, tanto delincuente, tanto desgraciado andando suelto por ahí, justo tenía que morirse un poeta. Antonio Cisneros, grillete, se murió Antonio Cisneros. Como es, ¿no?, yo lo vi una sola vez y, sin embargo, es como si lo hubiera conocido desde siempre, como si hubiéramos sido patas, como si viniéramos juntos de otra vida. Es que eso es lo que hacen los poetas, grillete. Basta que leas los versos que resumen con exactitud lo que sientes y es como si ese tipo que escribe, ese tipo que declama las líneas fueras tú. Eso me pasó con Antonio Cisneros, en las clases de narrativa de la PUCP. Me acuerdo que se apareció en el salón del tercer piso del Centro Cultural, con su pinta de papá chocho, con su chompa roja, su saco azul y su cabello blanco. Se sentó frente a nosotros y ahí, después de contarnos cómo es que la vida le había mostrado  la poesía, cómo es que se hacen los poetas, se puso a leernos sus poemas. «Un perro negro», «Dos soledades», «Para hacer el amor» y me erizaron los bellos del brazo. Pero cuando se mandó con los «Cuatro boleros maroqueros», con el primer bolero maroquero nomás, casi se me sale el alma: «…con las últimas lluvias te largaste/y entonces yo creí/que para la casa más aburrida del suburbio/no habrían primaveras ni otoños ni inviernos ni veranos/pero no/las estaciones se cumplieron/como estaban previstas en cualquier almanaque/y la dueña de la casa y el cartero/no me volvieron a preguntar por ti». Al toque me acordé de ya tú sabes quién. Y me dije: cierto, compadre, cierto porque un par de semana antes de ese día, en el Colegio de Ingenieros, en uno de esos curso que me obligan a ir, me encontré con gente de la UNI y con X y en eso de que estamos hablando de los años maravillosos, X me dice que ya-tú-sabes-quién también venía para el curso. Entonces a mí medio que se enfriaron las manos con la sola idea de volverla a ver porque, tú sabes, a veces uno dice, no ya no pasa nada con esa flaca y a la hora de la verdad se te aparecen de nuevo las mariposas en la panza. Ah qué bien, dije yo ocultando mi nerviosismo. Y ahí estaba yo, viendo aquí, viendo allá tratando de ubicarla entre los asistentes antes de que me tome por sorpresa, hasta que en el intermedio se me apareció por la espalda. Hola, a los años, me dijo y me dio mi besito en la mejilla. Hola, comadre, dije yo, sí pues a los años. Dos años, ¿no? Sí, pues deben ser como dos años, dije yo. Entonces yo pensé en decirle: O sea que si era posible vivir sin ti, pero me contuve porque había muchos sapos. Pero me reí para adentro. No sólo porque me pareció gracioso lo que había pensado decirle, sino porque, en efecto, después de todo ese tiempo, ya no habían mariposas revoloteando por ahí.
Foto:internet

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Como el molle macho de Warivilca

 ...porque a Becho le duelen violines
que son como su amor chiquilines
Becho quiere un violín que sea hombre
que al dolor y al amor no los nombre
Alfredo Zitarrosa

Parecía una flor marchita. Tenías que haberla visto fumando y fumando, con el cigarro humeante que entraba y salía de su boca y aterrizaba en el cenicero una y otra vez, mientras me contaba que hace unos meses «el hombre de su vida» había terminado con ella como quien termina un contrato diciendo, pucha, X, todo en la vida se acaba y bueno pues, me enamoré de otra, ¿qué quieres que haga?; tenías que haberla visto girando y girando el vaso de cerveza, dándole sorbos de vez en cuando mientras me contaba que hace unos días había visto a su ex con su nueva pareja en el Ripley de Plaza Norte, agarraditos de la mano, jugando a empujarse como dos chibolos enamorados y que ella se puso mal y se fue a un rincón a llorar solita. Le froté los hombros como si tuviera frío. Pucha, comadre, le dije, yo creo que en estos asuntos hay que ser como el molle macho de Warivilca. Me miró con una sonrisa forzada, como diciendo, gracias, Uli por la frotadita, pero no creo que en este momento esté con ánimos para escuchar otro más de tus cuentos. Entonces yo le dije: ¿Recuerdas que te conté que el mes pasado me fui a Huancayo con mi hermana y un par de patas de la UNI? Ajá. Pues, nos fuimos a ver las ruinas de Warivilca, un templo de piedra y barro construido por los wankas, ahí nomás por Huancán, a quince minutos de la ciudad. Le conté que llegamos como a las cuatro de la tarde, rogando que aún estuviera abierto y nos dejaran entrar. Con suerte encontramos al guía que justo abría las rejas del templo para mostrársela a unos niños y a unos turistas alemanes. El guía explicó de dónde venían los wankas, cómo, cuándo habían construido el templo y ya cuando yo empezaba a aburrirme con las leyendas que contaba, acerca de los amantes y las aguas del manantial que nace en el medio del palacio, el guía habló de un molle hembra y de otro macho que crecían en el patio. Tienen más de 500 años, dijo y entonces yo volví la mirada y la atención a los árboles porque así nomás no se ven seres vivos tan antiguos. Son sagrados, continuó;  ya Pedro Cieza de León, que pasó por aquí en 1545, los menciona en sus crónicas; es por eso que tenemos la certeza de su edad. Yo me quedé viendo al molle hembra que estaba cerca a nosotros. Sin embargo, el año pasado un desadaptado vino una noche, le roció gasolina y le prendió fuego; con las justa y lo salvamos, dijo guía refiriéndose al molle macho que colgaba sus ramas calmo, como amodorrado por el sol de la tarde. Me acerqué a él. El fuego lo había dejado hueco como una "O". El pobre había perdido el interior de su grueso tronco y podía a través de él. Pero ahí estaba. Con las extrañas calcinadas, pero de pie. Por eso te digo que hay que ser como el molle macho de Warivilca, comadre, le dije y entonces sí que mi amiga sonrió.
Foto: archivo personal

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Sibaritas


¿Saben de quienes me acuerdo, ahora que veo todo esto de Mistura? ¿Saben la cara de quiénes se me aparecen en la mente ahora como si hubiera sido ayer? La cara de Hurtado Miller. La cara de Huratdo Miller y la de mi pata Tomás. Digo, uno ve esta feria, así de grande, con tantos chefs, con tantas tiendas ofreciendo manjares; con tanta gente sentada en las mesas, en familia, así como nosotros, felices de intercambiar cucharadas de nuestros platos. Digo, uno ve gente engullendo troncos de carne, bolas de chicharrón, frotándose la panza como embarazadas y uno dice: qué lejos está ese día de agosto del 90, ¿no?, ese día del Fujishock. ¿Se acuerdan? Yo me acuerdo. Me acuerdo cuando Hurtado Miller se apareció en la tele, con esa cara de charro sin sombrero y, después de explicarnos qué era todo eso de la hiperinflación que nos había dejado Alan I y qué era todo eso del paquetazo que nos traía Fujimori, nos soltó la bomba que pulverizó nuestros bolsillos. Apenas dijo: «Qué Dios nos ayude», yo dije: que Dios me ayude a mí porque, claro, ustedes estaban en Huancayo, en casa, donde mal que bien nunca faltaba un pan seco que comer; pero aquí en Lima, solito en la residencia universitaria de la UNI, la cosa era diferente. Ahí nomás hice números y resulta que mis 50,000 intis que, se suponía, me alumbrarían la semana, tras el paquetazo, no me alumbrarían ni el desayuno. Y tenían que ver la cara de los residentes. Todos tiesos, como yo, frente al televisor, preguntándonos: ¿y ahora qué vamos a comer mañana? porque, claro, Hurtado Miller nos soltó la bomba ya entrada la noche de esa noche de miércoles, porque era miércoles y me acuerdo, ya cenaditos, como para que al menos durmamos pensando que aquello era una pesadilla y mañana será otro día. Pero nada, el «¿y ahora qué vamos a comer?» amaneció con nosotros. Bastaba oír los reportes de Radio Programas, pintando Lima como una ciudad fantasma, una ciudad cubierta por la neblina, para no levantarse de la cama. No había gente en las calles, ni carros, ni buses. Claro, con la disparada que dio la gasolina, con los rumores de saqueos, de protestas que se esperaban, ¿quién iba a salir? Nada de tiendas, nada de mercados. Nada. Nada también en la UNI porque si nadie iba a trabajar, mucho menos nadie iba a estudiar. Y nada en el comedor universitario, nada de desayuno. Bueno, en esos años, chibolo, con tanto estudio, uno estaba acostumbrado a no desayunar, acostumbrado a que las horas neutralizaran los jugos gástricos, pero al medio día ya no; al medio día la panza se da cuenta que ha sido timada, no tolera más y empieza a reclamar. Salí a la calle a explorar. Caminé por Hábich, caminé por las afueras del Mercado de Palao, caminé por las tiendas de la urbanización Ingeniería y nada. Nada de nada. Sólo fantasmas en las calles. Zombies con las manos en los bolsillos, muertos de frío. Regresé a la residencia para ver a quién picarle algo, pero para esa hora, lo mismo que yo, ya todos habían salido a buscárselas por ahí. Nada. Nada y nadie, y por primera vez en mi vida supe lo que era tener hambre y no tener absolutamente nada qué comer. Y así me dieron la tres, las cuatro, las cinco y cuando ya me iban a dar las seis, cuando ya iba morder la pata de mi cama, apareció Tomás en mi puerta. Así, con su bigotito ralo a lo Cantinflas, flaco como un palito. Qué hay, Tomasini, le dije. Oe, no hay nada en las calles, me dijo ¿Tienes algo pa´ comer?. Nada, huevón, dije yo, yo estoy igualito, en blanco desde la mañana. Qué huevadas esto del paquetazo, ¿no?, replicó y ahí, como si Dios hubiera escuchado a Hurtado Miller, como si Dios hubiera escuchado mi estómago, dada las circunstancias, Tomás soltó la frase más optimista de todos los tiempos. Bueno, dijo, algo haremos, ¿no? Entonces caminamos por Tupac Amaru, trepamos a Pampa de Cueva en Independencia hasta llegar al cuartito que él y su hermano alquilaban en el fondo de una casa de ladrillos. Pelamos unas papas menudas, picamos unos hilos de charqui que su mamá solía enviarle desde Cabana y, como si ya no hubiera que seguir preguntándose, ¿qué vamos a comer mañana?, oyendo unos casetes de The Beatles, cenamos un lomo saltado sin arroz. Digo, uno mucho más rico que éste.
Foto: Miguel Minaya

miércoles, 29 de agosto de 2012

Orfeo en Los Andes


Solían ser acollinos y llegaban en banda. En banda de música, quiero decir. Igualitos que Orfeo, aquel personaje de la mitología griega que, según dicen, cada vez que tocaba su lira, hacía que los hombres dejaran de hacer lo que hacían para oírlo y descansar el alma; igualitos a él, los acollinos llegaban a Colcabamba y lo cambiaban todo. Apenas los oíamos tocar el “torotoro-corrida”, corríamos a recibirlos a la curva de Plateromocco y cuando llegábamos, ya medio pueblo estaba bailando ahí. Trompetas, tubas, bajos, clarinetes; trombones, bombos, platillos, saxofones; sonando a los cuatro vientos, llenando de huaynos el lugar. Entonces los adultos se trasformaban. Hombres y mujeres se ensartaban por los codos y bailaban con acompasados trotes, aleteando los brazos, dibujando culebras al andar. Alegres. Como si de pronto hubieran descubierto que la vida era de colores, como si ya no existieran problemas y Colcabamba fuera un parque de diversión, como si por fin todo fuera felicidad. Por eso nosotros, los niños, queríamos ser músicos. Músicos como los acollinos.
Pienso en aquellos recuerdos ahora que por primera vez visito Acolla, en Jauja, Junín. Acompaño a mi hermana que ha venido hasta aquí para buscar información que le permita armar su proyecto de tesis de arquitectura acerca del “Conservatorio Nacional de Música del Centro del Perú”. Pienso en aquellos recuerdos, mientras el taxi que nos lleva, ingresa a Acolla por la carretera a Tarma y serpentea entre los trigales secos. Tomo una foto de la plaza de armas, mientras mi hermana entrevista a una anciana, la única persona que está sentada en el lugar y me vuelvo a preguntar ¿qué tiene aquel pueblo para producir tantos músicos por kilómetro cuadrado? ¿Acaso tiene algo que ver el paisaje ondeado y abierto del valle de Yanamarca? ¿Acaso sus casas de adobe con tejados rojos a dos aguas?. Me hago preguntas como esas mientras veo las casas del pueblo y la iglesia republicana hecha de piedra y calicanto con crestas de pasto secándose en las torres, mientras veo el reloj de números romanos y las agujas, abiertas como brazos de un tijera, señalando las siete en punto del día en que un día se detuvo. ¿Acaso tiene algo que ver que ahí se creó la primera escuela comunal del Perú, en 1886?, me interrogo mientras me siento en un banco del parque a solearme, mientras mi hermana sigue entrevistando a otra anciana que ahora se ríe con ella. ¿Acaso tiene algo que ver que, de acuerdo a datos del gobierno, este fue el primer pueblo del país libre de analfabetismo? ¿Será de tanto leer pentagramas, leer palabras es mucho más fácil?, me digo mientras leo las placas de historia en la fachada de la Municipalidad. ¿Será que la música espanta la ignorancia? ¿O será al revés? La respuesta llega cuando descubro el escudo del pueblo colgando sobre la puerta de ingreso a la Municipalidad: Una lira y un pentagrama, abierto como un libro, descansan bajo un arco iris, abrasados por unas manos de palma, sobre un moño de cintas roji-blancas. Sonrío. Sólo un pueblo de músicos, solo un pueblo que ame tanto la música puede tener un escudo así.
Foto: archivo personal

martes, 14 de agosto de 2012

La buena espera


Voy con el Elefante Gris por Tomás Valle, camino al Jorge Chávez a recoger a mi hermano que llega de los EEUU donde estudia desde hace tres años. El semáforo en verde me manda a continuar en el cruce con Dominicos, pero un misil hecho taxi conducido por un animal se pasa la luz roja y por poco me impacta. El animal continúa su ruta criminal por Tomás Valle como si con él no fuera la cosa. Me recupero del susto y el susto se transforma en bronca. Acelero para darle el alcance en Bertello y cobrar venganza, pero el animal vuelve a pasarse la luz roja y se pierde entre el tráfico dejándome con la bronca encrespada, maldiciendo a la humanidad. Entro al aeropuerto. La bronca se acrecienta al ver tanta gente aguardando en el hall de vuelos internacionales, una bronca que llega a su pico máximo cuando, en el tablero de informaciones, veo que el vuelo que trae a mi hermano está «demorado». No señalada nada más. Ni por qué, ni cuánto tiempo, ni para cuándo está previsto el arribo. Nada. Nada de nada.
Me calmo. Miro el reloj: 9:35 pm, busco un rincón donde sentarme a leer el libro que traigo conmigo. Un rincón desde donde pueda vigilar el tablero, adivinando que me espera una larga espera hasta que a las 10:45 pm, el estado del vuelo cambia a «Confirmado». El vuelo llegará a las 11:55 pm, anuncia ahora el tablero en un amarillo fosforescente. ¡11:55!, repito para mí y maldigo otra vez mi mala suerte. Hago números: es hora punta, 30 minutos en migraciones, otros 30 en aduanas: ¡mínimo salgo de aquí a la 1:00 de la mañana y mañana debo despertar a las 6:00 para ir a trabajar! La bronca regresa recargada. Vuelvo a mi rincón rumiándola e intento retomar la lectura. No lo logro. La idea de que me quedan más de dos horas en el lugar, la idea de que mañana, en el trabajo, sufriré las consecuencias de una mala noche me exasperan. Camino hasta el cerco que protege a los recién llegados de la multitud. Espío cómo se reencuentran los demás. Una morena salta de alegría al reconocer a su familia, una hilera de turistas japoneses se aglomeran es una esquina siguiendo las señales de su guía, una tropa de hombres pasan de largo con sus coches cargados de maletas, otros sortean la muchedumbre. Me aburro. Camino hasta la maquina expendedora, nomás por hacer algo. Galletas, jugos, chocolates. Nada que me interese. Pienso en que es mejor seguir leyendo. Busco el rincón en el que estaba, pero ya está ocupado. Busco uno nuevo. No lo encuentro, me siento en el suelo recostado contra la pared. ¡Viva el Perú!, grita fuerte alguien desde algún lugar. Dice algo inteligible entre más gritos y un par de voces lo acompañan en eso de ¡Viva el Perú!, otros lo siguen con tímidos aplausos. La curiosidad me levanta. Otros que estaban como yo hacen lo propio. ¡Viva el Perú!, vuelve el grito. Camino hacia la multitud que ahora parece haberse multiplicado. Me abro camino. En medio del hall, un grupo de niños lleva en hombros a otro niño, flaco y pelucón, mientras un tipo calvo y de lentes insiste con ¡Viva el Perú! ¿Qué ha ganado ese chico? me pregunta una mujer. No sé, le respondo. Otro grupo de niños entra en escena y levantan una pancarta naranja detrás del niño campeón de algo. La estiran. «Eduardo Velarde, Campeón Mundial de Microsoft Excel», reza la pancarta. Sonrío con ello de Microsoft Excel. El tipo calvo y lentes parece adivinar la extrañeza del resto y entre más gritos explica que en Las Vegas, EEUU, el niño campeón ha vencido a sus pares japoneses, chinos y rusos en una dura competencia. ¡Perú Campeón!, grita ahora alguien desde el segundo piso. ¡Perú campeón! responde otra voz y luego otra y otra y, en segundos, el lugar es un griterío de vivas y aplausos. El campeón sonríe tímido montado sobre el hombro de uno de sus súbditos. Levanta las manos como queriendo alcanzar el techo, su medalla, redonda y dorada, se bambolea al ritmo de los aplausos y la procesión. Aplaudo. Sonrío otra vez con ello del Microsoft Excel, una hoja de cálculo que uso todos los días en el trabajo, que a menudo me rompe la cabeza y me hace sentir un negado para las matemáticas, una hoja de cálculo que usa mi hermano que es ingeniero como yo. Regreso a mi esquina a esperarlo, pensando en la buena noticia que le voy a contar.
Foto: archivo personal

martes, 31 de julio de 2012

Instrucciones para conocer Brasilia

I. Valdrá la pena, Brasilia te fascinará. Trata de que tu vuelo llegue por la tarde, a eso de las 5:30; el sol alumbrará la ciudad desde el oeste y te ayudará a avivar los colores de las fotos que tomarás desde el avión. Siéntate en la ventana derecha, delante de las alas, verás la ciudad como la describen los libros de arquitectura moderna y las agencias de turismo: una garza gigante con las alas extendidas; como el picaflor de las líneas de Nazca, diría yo. La plaza de los tres poderes será la cabeza; la avenida Monumental que une los Ministerios, el cuerpo; las viviendas de los empleados públicos, las alas: un ave de cemento en medio del verde bosque. El avión se ladeará hacia el sur en busca del aeropuerto y el espejo de agua del lago norte, un lago artificial a manera de cerco acuático, concebido en el Siglo XIX y construido en los cincuentas junto con la ciudad, y también con forma de ave, aparecerá bajo tus pies. Verás con tus propios ojos cómo se construye una urbe en medio de la selva, cómo se construye todo desde la nada, cómo se muda una capital. Verás el edificio de la Universidad como la sonrisa de una carita feliz; el Teatro Nacional, gigante, cónico y truncado como una pirámide moche; el Puente Juscelino ondulando sus estructuras sobre el lago como una lombriz blanca. ¡Ta´ qué locos estos brasileños!, dirás.
II. Alquila un auto. La ciudad ha sido diseñada para funcionar como una factoría del Estado: rascacielos burocráticos, anchas y largas avenidas, extensos parques: movilizarse caminando te reventaría los pies. Alquila un auto con tus amigos. Te matarás de risa tirando monedas y pidiendo deseos en la fuente del Palacio de La Alborada, la casa donde vive la presidenta brasileña, y te darás cuenta que con tantas monedas que hay en el fondo alguien del Estado se toma una caipirinha en tu nombre. Reirás comparando al Museo Guimaraes con los anillos de Saturno; la Torre Digital, apuntado al cielo desde el lomo de un cerro, flaco y alto con ramas, con una mata gigante de maíz; te sentirás una hormiga en la plaza de los tres poderes, pero como estarás con tus amigos eso no importará. Recuerda: viajar es convivir. Por eso es importante que viajes con tus amigos. Con tus patas, quiero decir; los verdaderos, los de toda la vida, los que te conocen años de años y te soportan, te perdonan los errores y los defectos; no los amigos de última hora, mucho menos amigos virtuales ni ciber amigos, recuerda: la amistad es como el vino: requiere de años y años para que valga la pena. Nada se compara a explorar una nueva ciudad al lado de tu manada, de la gente que ve el mundo como tú.
III. No te angusties si viajas solo. Sin una mujer, sin una pareja, quiero decir. Puede que las discotecas, los bares, los restaurantes sean más oscuros de lo que son sin el cabello de la mujer de tu mala suerte al lado, sin su perfume acedándote la cara, sin su cintura encajando en tus manos; puede que te acuerdes de los viajes que hiciste con ella y la cama se convierta en un estadio vacío o que las noches sean más largas sin su cuerpo acodado a tu derecha, sin su respiración acompasando los minutos. Puede ser. Puede que envidies a tus amigos que sí han viajado con sus parejas. Pero no te apenes. Ve a la Catedral Metropolitana, camina sus rincones. Bajo el domo de cristales, las brasileñas se ven más hermosas de lo que son. Te enamorarás de una de ellas. Bautízala con el nombre de mujer que más te gusta e imagina que eres el personaje de una película norteamericana; una en que el ladrón de bancos ha dado el golpe de su vida y huye al Brasil a darse la gran vida con el botín. Verás que los escritores, los productores de la película no exageraban. A la salida, compra un polo para el recuerdo, uno que diga: «Estive em Brasilia e lembrei de vocé». Valdrá la pena, lo celebrarás. Como celebrarás a fin de mes cuando llegue el consumo de la tarjeta de crédito. De la que me libré, pensarás y ya no te importará tanto que la mujer de tu mala suerte no escriba, no llame, que ya no ni se acuerde de ti.
IV. Para regresar, ve al aeropuerto a las dos mañana. Hazme caso, todo tiene su porqué. Sentirás frío, pero después de haber andado por las punas del Perú, ese frió será un chiste. Siéntate en las ventanas del ala izquierda. El avión irá al sur, a Sao Paulo, en su afán de volver a Lima. A esa hora, afuera todo será una negra oscuridad. Excepto las luces de baliza y una “estrella” mañanera, que en realidad es Venus, nada más brillará en el espacio. Estarás cansado, con la mala noche, con la resaca del viaje, pero no te duermas. Ya te dije: todo tiene su porqué. Mantén los ojos abiertos viendo la negra oscuridad de la que te hablo. Cuando menos lo esperes, aparecerá una línea azulina en medio de ella. Una línea que poco a poco dibujará un arco plano como el arco de un violín, de colores como el arco iris, un arco que luego se volverá rojo, luego naranja y luego amarillo; un arco que empezará siendo un hilo, luego un río y luego un mar. El Sol aparecerá por el este y la oscuridad se habrá ido. Acuérdate bien de ese momento: te servirá de mucho cuando, en Lima, ya de regreso en la realidad, una de esas noches, te caiga encima un problema, o se te bajen las pilas, o te pongas down. Hazme caso: esa imagen te ayudará.

sábado, 14 de julio de 2012

Postales de Bahía


I
El alumbrado público se enciende en el centro histórico de Bahía, Brasil. Al cansancio de haber caminado todo el día conociendo Pelourinho, el Mercado Central, el puerto y los rincones turísticos de la zona, se suma ahora la inquietud de que, desde el mediodía, dos de mis amigos de la UNI se han separado del grupo y no los hemos vuelto a ver. Deben haber regresado al hotel, suponemos el resto de los que hemos mantenido la disciplina de seguir juntos conociendo la ciudad como una manada de perros exploradores. Es hora de irnos, dice el Capitán Salinas con la autoridad de quien ha caminado por tantas urbes y ha pasado por estos trances más de una vez. Maldición, digo yo con la bronca de tener que cargar con una preocupación más. Caminamos de regreso a la plaza de Pelourinho para tomar el taxi. Tomamos el ascensor que nos lleva hasta la Prefectura, pasamos por la plaza De Souza, y desembocamos en la plaza Da Sé. A diferencia de la mañana en que arribamos, la plaza ahora está abarrotada de gente, música y vendedores de cerveza. Músicos callejeros marcan el zacapún-zacapún de una zamba mientras el resto de gente canta a voz en cuello y baila sacudiendo las caderas, menudeando los pies. No entiendo lo que dicen, pero a juzgar por las caras de la gente debe ser una canción de amor. Capitán, le digo al capitán, unas chelitas antes de irnos, ¿no? El capitán asiente, dice «sí» con el pulgar. Nos acercamos. ¡Grillete!, grita en peruano una voz desde el tumulto. ¡Oe, dónde se han metido!, responde la manada al reconocer a los descarriados. Nos abrazamos. La alegría no es solo brasileña: agitamos las caderas, menudeamos los pies.
II
Estoy solo en el bulevar de la Do Boi, frente al Ibis Hotel. Mientras la manada se recupera de la mala noche, entro a una librería a buscar algún libro de historia y un mapa de carreteras del Brasil. Hago esto en cada país que visito para así, como diría el «Doc» de «Volver al Futuro», poder volar en el espacio-tiempo y entender algo más del nuevo país. Hola, busco algún libro de historia general del Brasil, le digo al vendedor pronunciando lento para que mi español sea claro y me entienda. Déjame ver, responde el vendedor en un español de España. Historia, historia, no tengo, dice luego de consultar la computadora, solo ensayos sobre temas de historia. ¿Puedo ojearlos?, pregunto. Dale, responde y me muestra el rincón de libros. Me zambullo en ellos. Libros sobre Pedro II, último emperador del Brasil; libros sobre la colonización portuguesa del Atlántico; libros sobre la dictadura militar de Olimpio Mourao. Me detengo sobre las “Naciones Africanas del Brasil”, desde mi llegada a Bahía me ha llamado la atención la escala de grises de la piel de sus pobladores, el mestizaje, la hermosura de las mulatas. Leo la contratapa. El libro describe el sinnúmero de tribus africanas desde donde los portugueses trajeron esclavos. Tribus provenientes de los actuales Congo, Angola, Zambia, ex-Zaire, Gabón, Zimbabwe, Guinéa Ecuatorial, Uganda, Ruanda, Tanzania, «el gran grupo Bantú», explica. El libro me seduce, pero es demasiado caro para mis bolsillos. Dejo la librería. Vago, vago y vago por las playas cercanas al hotel. Regreso al bulevar. Me siento en un banco a escuchar mi Ipod. Una mulata espigada y cabello riso se sienta en el banco del lado y hace lo propio. Se acomoda los audífonos, la cartera y fija la mirada en el mar. Una Sonia Braga, pienso, una Chica da Silva, una Camila Pitanga. Me enamoro. La bautizo Emilia para mí y, mientras la espío, me acuerdo del libro de las naciones africanas. ¿De qué lugar del África vendrán los antepasados de Emilia?, me pregunto. ¿Serán bantúes, esos hombros rotundos, ese cuello luengo, esos ojos capulí? Viajo en el espacio-tiempo.          
III
Estamos en «El Tequila», un bar mexicano en el centro de Bahía. Es de noche. El lugar es una especie de reunión de la OEA pues está repleto de participantes del XXXIII Congreso Interamericano de Ingeniería Sanitaria, que celebran a México como sede del próximo Congreso. Una reunión de la OEA, pero alegre. No cabe ni una aguja, pero la gente sigue entrando. En medio de la oscuridad azul del bar la gente habla, canta, baila. Los brasileños reparten sonrisas; los uruguayos, tarjetas; los chilenos, miradas; los mexicanos, cerveza. Los peruanos, en cambio parecemos fantasmas. El bar está tan lleno que estamos confinados en una esquina y no podemos salir; la música de la orquesta apenas si llega en rumores hasta nosotros y sólo nos queda conversar. A la manada de la UNI, se ha sumado el resto de representantes del Perú. ¿Y dónde trabajas? ¿Conoces al ingeniero tal? ¿Y qué es de zutano? ¿Y en qué anda mengano?, hasta que uno de los exploradores que ha podido ir y regresar del baño llega con la novedad de que al otro extremo se está mejor. Nos mudamos. Serpenteamos entre la gente como exploradores en la jungla y ocupamos nuestra nueva esquina, a un lado de la orquesta. «Pedro Navaja» se oye a todo volumen y ahora ya no podemos hablar. Nos quedamos mudos durante otras dos canciones. Nos aburrimos hasta que la orquesta hace una pausa y el director habla. Invita a los asistentes a su próximo show en Rio Branco. ¡¿Dónde están los peruanos?!, grita luego. Despertamos. ¡¿Dónde están los peruanos?!, vuelve a preguntar. Gritamos, levantamos las manos, sacamos la bandera. La extendemos, la agitamos. ¡Chimpún!, grita el director. ¡Callao!, respondemos. ¡Chimpún!, vuelve a gritar. ¡Callao!, grita ahora todo el mundo. El director resulta ser cuzqueño; chalaco, el resto del bar.
IV
La manada se reúne frente al hotel Ibis de cara al mar. Es de noche. La luna llena sonríe en el negro cielo y, como una mujer que se peina frente al espejo, parece disfrutar viendo su reflejo en las aguas plateadas. Es nuestra última noche en Bahía y nos hemos pasado horas y horas, viendo como la luna ha aparecido en el horizonte del océano y poco a poco, como el sol de nuevo día, ha subido hasta alumbrar nuestras cabezas. Horas y horas  hablando, riendo, hablando. Del viaje, de nosotros, de nuestros líos personales, de nuestro país, hasta que ya es más de medianoche. Ahora casi no hablamos. La modorra de las cervezas en la sangre, la obligación de que mañana habrá que hacer las maletas, pagar las cuentas y partir nos tiene mudos. Nos falta ver la salida del sol, dice de pronto uno, recordando nuestra manía de esperar al sol con los ojos abiertos cada vez que a la manada le ha tocado ver el Atlántico. Es nuestro pago a la tierra, nuestra manera de agradecer a los dioses el permitirnos viajar. ¡Cierto!, dice Elvis y saca la brújula. Nos orientamos. Norte, oeste y este. Por allá, decimos señalamos el punto por donde en unas horas saldrá el sol y “allá” es el rascacielos de otro hotel delante de una sucesión de montañas altas. No podremos ver el sol saliendo del mar, pero nos veremos de nuevo juntos, como cuando nos conocimos hace años en la UNI: manada y sueños, manada y las ganas de explorar.

jueves, 21 de junio de 2012

El firme y el bamba


Reviso mi correo electrónico en una habitación del Hotel Ibis en Bahía, Brasil. «Ulises, el otro día, paseando con mi esposo por X, vimos la versión pirata de ´Ojos de pez abisal´», me dice desde Lima mi amiga Anni. La noticia me coge con una lata de cerveza en la mano, rodeado de mis amigos de la UNI. ¿Eh?, digo para mí creyendo que he leído mal y el alcohol ya me está alterando los sentidos. Pero no, lo que leí es lo que leí. «Mi esposo dice que si tu libro ya está en versión pirata es porque mucha gente lo está leyendo», continua Anni y me da los detalles del descubrimiento. Les cuento la novedad a mis amigos y saltan a chocar sus latas de cerveza con la mía. Deberías estar contento, dicen ellos, pero no, no lo estoy.
Empecé a escribir «Ojos de pez abisal» en mayo del 2008. Tenía la idea general de la historia a contar, el cómo, el dónde, pero no tenía idea de cómo serían los detalles narrativos ni los personajes secundarios. Armé una esquela, programé la cronología en Excel (debe ser la primera vez que una hoja de cálculo sirvió para tal cosa) y me lancé a la aventura. El primer capítulo lo escribí pensando en el reencuentro con mi gran amigo Mario León en la Estación Central de Kioto y el recuerdo de los miles de viajes que hice entre Lima y Huancayo en la época que él y yo estudiamos la Academia en Huancayo y luego en la UNI. La imaginación hizo el resto. Tardé cuatro semanas en tener el primer borrador de aquel capítulo. Se lo narré a la mujer de cuyo nombre ya no me quiero acordar, en Barranco, comiendo unas hamburguesas dentro del Elefante Verde, mientras oíamos a Supertramp, y me dijo que el nombre del personaje estaba monse, que debía ser más anónimo, que el anonimato despertaba curiosidad. Otra semana más lucubrando nombres, hasta que di con el «Zancudo» y otra semana más haciendo los cambios, correcciones para aplacar las fundadas críticas de «Los Disfuncionales» (así se llama la gente de mi taller de narrativa), hasta que por fin quedó medianamente aceptable. El mismo proceso para el resto de los 11 capítulos. Ocho meses más para reescribir, corregir, revisar el manuscrito. Seis meses más para mendigar editoriales y ajustar presupuestos. Tres años y medio para por fin tener la novela impresa y presentarla. Tres años con noches, madrugadas, fines de semana enclaustrados en casa. Tres años con horas y horas frente al computador. Tres años en un ejercicio silencioso e interminable de escribir-corregir, escribir-corregir; placentero, pero agotador. Tres años pensando, sudando, sangrando.
De regreso en Lima, voy a X a hurgar libros (no menciono el nombre por obvias razones). En efecto, la versión pirata de «Ojos de pez abisal» está ahí, en el escaparate de una mujer menuda de corte a lo Cristobal Colón. Le pido que me lo muestre. Le doy una hojeada. La portada parece tener un velo lechoso por la foto copiada. El libro ha sido reescrito para reducirle el tamaño de letra, el número de páginas y así ahorrar papel. De arranque detecto errores. En los créditos, el nombre de mi amigo “Nino” aparece como «Niño»; en el índice, «labios de chaca» en lugar de “labios de ciraca”.  Le doy una vista al interior y veo que algunas de las palabras en quechua parecen escritas en chino. Siento la misma decepción de cuando leo un libro pirata a falta de un original (páginas que faltan, párrafos ilegibles, papel barato). Sonrío, como cuando uno ve en la tele a «el firme y al bamba». Decido comprarlo para el recuerdo y, mientras pago, no sé si reír o si llorar con la ironía: aún no termino de recuperar el dinero que invertí en la publicación y, sin embargo, alguien se gana unos soles con el sudor de mi alma; y no soy yo.
(Foto: Internet) .

Mención aparte:
Están todos invitados a la presentación de "Ojos de pez abisal" en la 4ta Feria del Libro de Huancayo. Más que una presentación, será un conversatorio acerca de la novela y sus detalles. Y por supuesto, ahí encontrarán la versión “firme” de la misma.
Lugar : Plaza Huamanmarca (Auditorio Manuel Baquerizo).
Día : Sábado 30 de junio de 2012
Hora : 6:00 pm

miércoles, 13 de junio de 2012

Lección de geografía


…La tierra es azul
Yuri Gagarin, dixit


El avión despega del Jorge Chávez. Es junio, es mediodía y el cielo limeño es tan raramente diáfano que se puede ver el sol sonriendo en un fondo celeste eléctrico. Como cada dos años, mis amigos de la UNI y yo abandonamos el bullicio y los deberes en Lima para conocer alguna esquina del mundo. Tras el temblor del despegue, el avión se transforma en un ave paciente que me eleva a los aires dentro de su panza cilíndrica. Abajo, el Rímac parte la ciudad con un tajón negro y la avenida Faucett es una línea negra entrecortada con carritos lentos de colores que parecen ir ordenados camino al mar. El avión vira al oeste y el plano del océano se inclina. La isla San Lorenzo es un pez gordo sobre una laguna, los barcos diminutos frente al Callao sobre el espejo de agua son rayitas negras sobre un papel verdoso, el océano se transforma en cielo hasta que el horizonte vuelve a su lugar, el avión toma más altura y enrumba a Sao Paulo, Brasil, alineado al Océano Pacífico.
Enciendo el Ipod ahora que el piloto anuncia por el altoparlante que todo está permitido. Lo pongo en random para que sea el azar quien seleccione la música que acompañará mi vuelo. «Human» de The Human League y Lima, poco a poco, deja de ser un entramado pardo salpicado de verde y se transforma en desierto y mar. Me pego más a la ventana del avión para no perderme la oportunidad de reconocer el Perú ya no en los planos de ingeniería sino bajo la lámpara de este sonriente sol y este cielo limpio.  «Taking control» de Alberta Cross y aparece la alfombra verde a cuadros del valle de Cañete partiendo el desierto en dos; «To love you more» de Taro Hakase sobre la comba rojiza de Paracas que apunta al océano, «Bricks and mortar» de Editors con la serpiente verde en medio del angosto valle del río Ica. El avión ahora vira al este y se adentra al desierto, mi Ipod lanza una señal de alerta y luego entra en epilepsia. Lo apago (conozco sus achaques ante los cambios de presión atmosférica). El mar desaparece y todo es un desierto marciano: montañas, quebradas, llanos rojizos. La falta de música en mis oídos hace de ese territorio más marciano aún y termino extraviado, ya no sé dónde estoy. El llano cambia. Dos enormes hoyadas se hunden en el desierto como los ojos de una calavera. Deben ser las minas de hierro de Marcona, pienso para mí. El avión sobre vuela los ojos y continua su marcha hacia las montañas. Unas cuantas nubes extraviadas aparecen bajo nosotros y parecen acompañar  el vuelo. Ahora el desierto se agrieta, se arruga y se vuelven cerros verdosos. Se empinan más, más y más y se transforman en la muralla de Los Andes. Aparecen los primero nevados. Copos blancos coronando picos marrones alineados hacia el sur. El Coropuna, el Salkantay, supongo. El avión se sacude con las turbulencias y el capitán manda a todos a abrocharse los cinturones. El avión recobra la calma, las montañas se aplanan poco a poco, enverdecen y se transforman en un bosque interminable de arbolitos de brócoli. Todo es igual ahora: verde, verde y más verde. El paisaje se hace aburrido. La modorra me invade. Tomo la almohada de vuelo y apoyo mi cabeza a la ventana para dormitar. Enniñezco. Soy de nuevo el niño de ocho años que en la Escuela de Varones N°  524 de Colcabamba, Huancavelica, repasaba el mapa del Perú en su libro “Escuela Nueva”: un territorio alargado de cinco puntas dividido en tres colores: amarilla la costa, verde la selva; la sierra, marrón.
(Foto: Internet) 

jueves, 31 de mayo de 2012

Mi avatar


Me aburro. Estoy enclaustrado en curso de cinco días, cuatro horas por día, obligado por el trabajo y me aburro. Mientras el ponente habla de leyes, reglamentos, normas que amenazan con el infierno a los empleados públicos como yo, espío unas hojas de “Mi cuerpo es una celda” de Andrés Caicedo que mi amigo Paco me ha prestado hace días y que traigo oculto entre los materiales del curso como si fuera una mercancía ilegal. Desde que empecé a leerlo hoy por la mañana, la historia me ha atrapado y he traído el libro conmigo con la esperanza de encontrar un rincón olvidado que me convierta en un fantasma, una carpeta que me haga invisible y me permita seguir leyéndolo, pero no puedo. El aula pequeña y repleta, los asistentes pegados unos a otros, el ponente caminando entre nosotros, no me dan tregua. Entonces miro al techo y como si estuviera en mi cuarto sin hacer nada, tirado sobre mi cama, panza arriba, busco figuras raras entre los dinteles, el cielo raso, las luminarias. Encuentro un buda sobre nubes, un rinoceronte en el desierto, un Bart Simpson en patineta. Me acuerdo de la película en que Homero pasea por la vida sin problemas, cargando a un cerdo como su mejor amigo y me río para adentro. Pienso en la página web de la película que con motivo del capítulo 500 de la serie, anuncia que uno puede construir su avatar y convertirse en un personaje amarillo. Un avatar, pienso. ¿Cómo sería mi avatar en la vida real? ¿Qué haría él en lugar de este que soy?, ¿Qué haría él en lugar de este secuestrado en cuatro paredes, este muerto de frío por el aire acondicionado, este rondado por un celador?
Mi avatar se levanta. Camina hasta la pared del fondo y apaga el aire acondicionado de un sopetón. Oiga, ¿qué le pasa?, pregunta el ponente; mi avatar sonríe, encoje los hombros y camina en dirección de la salida sin decir nada. Oiga, no puede irse, retruca con furia el ponente y la luz del proyector azulándole la cara, ¡lo reportaré a Recursos Humanos, dígame su nombre! Gutiérrez, Ulises Gutiérrez, responde mi avatar como si dijera: Bond, James Bond y abandona el aula. Se quita la casaca que lleva por uniforme y se queda en jeans azul y polo celeste; camina hacia el estacionamiento y ahí se topa con la mujer de cuello luengo y ojos capulí que termina de asegurar su auto cerca del Elefante Gris que también tiene su avatar: un Audi negro. Hola, saluda con una sonrisa. Hola, responde la mujer sorprendida de que el hombre la aborde. ¿No te remuerde la conciencia de ser tan bonita?, le dice. La mujer no sale del asombro, no responde nada. Deberías, continúa, si la belleza fuera pecado, no tendrías perdón de Dios. La mujer sonríe, se sonroja. Mi avatar sube a su ahora Elefante Negro, se despide de ella y se va a casa a leer.
Prendo la computadora de mi casa. Entro a la página web de los Simpson. Luego al fotoshop y dibujo, dibujo y dibujo. Mi avatar ahora es un Ulises Gutiérrez de piel amarilla, flaco, sonriente y cabezón. Amigo de Homero Simpson, por supuesto. Y amigo de Elvis Costello, Tom Petty, Mick Jagger. Y lleva un polo celeste, una sonrisa cachasienta y un jean azul.

sábado, 12 de mayo de 2012

Ya ni su calor


And when my life is over
remember, remember, remember when we were together
and I was singing this song for you

Leon Russell


Las canciones son como los aromas, Grillete, cada uno trae un recuerdo personal. El otro día, por ejemplo, en el concierto de Morrisey, apenas el Moz salió al escenario y empezó a cantar «First of the gang to die»; ahí nomás, como el latigazo de un relámpago en una noche de tormenta, me vino un flashback que me llevó derechito al 2005 y al toque se me apareció la cara de aquella mujer de cuyo nombre ya no me quiero acordar. Y así como cuando uno anda hurgando tonterías en Internet y aparecen mensajes raros y uno no sabe cómo cerrarlos y simplemente los minimiza, así, igualito, tomé la cara de aquella fucking mujer y la minimizé. Me puse a disfrutar de «You have killed me», «When last I spoke to Carol», «Alma matters». Pero cuando al Moz le dio por ponerse más retro y se mandó con «Everyday is like Sunday», apenas empezó a sonar el tan-tan-tan-tan-tan-tan del bajo, mi mente se fue direchito a inicio de los noventas y se me apareció la cara de ya tú sabes quién. Y ahí sí que «me lo lloré», como dice mi primo Vico cuando escucha un yaraví ayacuchano, y me puse a cantar a gritos: trudging slowly over wet sand/back to the bench/where your clothes were stolen y aparecí en las calles irresueltas de Payet, en lo alto de Independencia. Claro, tú dirás: aguanta, aguanta, ¿qué tiene que ver una canción de 1988 con algo que pasó el 93? ¿Qué tiene que ver Morrisey con ya-tú-sabes-quién, si a ya-tú-sabes-quién no le gustaba precisamente The Smiths? Ah, es que en realidad de lo que yo me acuerdo son de las letras de esa canción, pues, Grillete y de cómo quedé luego de que ya-tú-sabes-quién, en la puerta de mi casa, sin anestesia, me soltó la noticia de que se casaba y que se iba a vivir al otro lado del mundo, bien lejos de mí. Me voy Uli, me dijo, me voy y ya no regreso. Y claro pues, Grillete, uno en esa época no entendía ni pío de inglés, pero bien que entendía que después de una noticia como esa, enamorado como estaba de ella, everyday is like Sunday, everyday is silent and gray. Pero más específicamente me acordé del año en que regresó, Grillete y ahí es donde entra a tallar «There is a light that never goes out», porque la noche en que por fin nos encontramos fue un take me out tonight. Lima y el Perú ya le eran extraños y quería regresarse a su nuevo país y entonces yo la recogí con el Elefante Verde y le mostré cómo había cambiado la ciudad en los treces años de no vernos y la llevé where there's music and there's people and they're young and alive para que viera que habrá pasado el tiempo, pero la noches limeñas seguían siendo las mismas. Estás igualito, me dijo, siempre hablando de literatura. Y volvimos a ser los chibolos de antes, Grillete, de cuando pagábamos medio pasaje y ahí es donde me contó los bemoles de su primer divorcio y su nuevo matrimonio y bromeó diciendo que yo sería el tercer y definitivo esposo, y claro, yo le dije: no hay problema, flaca, ahí te espero, y nos matamos de risa mientras yo veía al Moz sobre el escenario del Jockey, con su banda de músicos chibolos y calatos cantando: driving in your car, I never never want to go home, because I haven't got one anymore.
Y mira como es la vida, Grillete, el otro día, un par de semanas después del concierto del Moz, me llamó su hermana para pedirme unos datos de trabajo. Hablamos un rato. Y ¿qué hay?, ¿cómo está tu hermana?, le pregunté al final. Bien, me dijo, ahí trabajando, con los hijos. ¿Y no piensa venir de nuevo a Lima? No, que va, ni su calor, me dijo y yo me reí sin saber qué quería decir con eso de «ni su calor». Pero ahora que repaso el concierto del Moz en Lima viendo los videos del youtube, se me aparece otra vez su cara, Grillete, su cara de carnet universitario y sí, pues, ya no está ni su calor.

sábado, 28 de abril de 2012

Un día de estos, un día


Un día de estos ganaré la lotería; la grande, la Megamillions, la más millonaria del mundo. Entonces renunciaré a este fucking empleo, cerraré estos fucking planos y apagaré esta fucking computadora. Hasta aquí llegué, ingeniero, le diré a mi jefe. Ahí le dejo las dos obras, los diez proyectos que se me aparecen hasta en mis sueños; ahí le dejo las mil cartas, los mil oficios que se quedaron sin contestar. Me voy, le diré, me largo; ahí le devuelvo la Ley de Contrataciones del Estado, los expedientes, los archivadores gordos de tanto y tanto papel. Y me largaré bien lejos de esta oficina, a gastar todo mi dinero, mis dólares, mis 390 millones.
Un millón será para comprarle una casa a mi madre. Una por la entrada a Concepción, en Huancayo; una enorme, al pie de un bosque de eucaliptos, con chacras de habas verdes y tablas azules de alfalfa, al borde del río Ingenio. Otro millón será para repartirlo entre mis amigos. Los verdaderos, quiero decir, los que están conmigo desde que yo era nadie, los que nunca me negaron como judas, los que me soportan como soy. El resto del dinero será para construir una autopista. Sí, una autopista. Una que funcione tan sólo para mí y el Audi negro como el de James Bond que también un día me compraré. Sobornaré alcaldes, compraré licencias, permisos; pagaré ingenieros, abogados, obreros; pero tendré mi propia autopista. No habrá mas combis ni taxis que me cierren el paso, ni motos rayándome los costados, ni camiones esptantosos bloqueándome el tráfico. Una autopista sólo para mí. Un puente largo y enorme que una mi casa en el norte de Lima y mi empleo en el sur. Digo, es un decir porque en realidad, con tanto dinero, no trabajaré, sino que por fin me dedicaré a leer y escribir en un estudio lleno de mis  libros y otros muchos que también compraré, dentro de una casa blanca con techo a dos aguas, amplia cochera y jardines con flores. No sé, por Miraflores, Barranco, de cara al mar. Sí, un puente largo y ancho que me lleve hasta ahí, uno tan largo y alto que podrá ser visto por los aviones, los satélites, los espías, los turistas. Con sólo tres salidas. Una a la altura de Caquetá para ir de vez en cuando a pasear de noche por el centro de Lima, otra a la altura de la Carretera Central para irme a Huancayo a visitar a mi madre y otra en Tomas Valle para ir al aeropuerto el día en que una de las mujeres de mi vida llame al celular y diga: Uli, ya regresé, recógeme del aeropuerto. 
Sí, un día estos, maldita sea, un día de estos.

sábado, 14 de abril de 2012

Resurrección

Para la Chivi, que se fue de este mundo, pero se quedó en mi corazón.


El trabajo me lleva a Taboada, frente al mar del Callao. Una excavadora, gigante como un tiranosaurio de metal, se come el suelo y deja una zanja ancha y profunda que parte la playa en dos. Adentro, un enjambre de obreros trabaja instalando una tubería tan grande y larga que en ella puede circular una camioneta, una tubería que, en unos meses, dispondrá las aguas tratadas del norte de Lima en el fondo del mar. Pero hoy el lugar es una playa gris y pestilente por causa de la contaminación. Un río negro desemboca en el mar y se estrella en las olas liberando su aliento anaerobio, una bandada de gaviotas revolotea en el aire dando vueltas y se clavan por turnos en el mar; son tantas que parecen moscas devorando un basural. La zanja deja ver los estratos de la inmundicia acumulada en los suelos desde que Lima es Lima y me parece estar caminando en una película del fin del mundo. Me acercó al mar. Una mole de fierro oxidado yace en la playa como una ballena varada. La escena llama mi atención. Hombres arropados la desguazan a combazos montados sobre su lomo ocre. Me acerco a la cabina del vigilante. ¿Qué es eso?, le pregunto. Un submarino, responde, el «Dos de Mayo», uno que La Marina dio de baja y lo remató como chatarra. Es de los primeros, añade, de los que nos vendieron los gringos después de la Segunda Guerra Mundial. Me quedo viendo el cuadro. El submarino; que sabe dios qué mares, que sabe dios qué profundidades surcó como un cetáceo poderoso y libre; ahora es desvestido por los obreros que pican sus costados y liberan sus escamas de metal hasta develar su esqueleto de acero. No puedo evitar pensar en la muerte.

Dejo la playa y regreso a lo mío. Me uno a mis compañeros de trabajo para recorrer el terreno en que pronto habremos de construir un cerco perimétrico que protegerá el lugar. Caminamos, medimos; caminamos, medimos, hasta que otra imagen gigante vuelve a llamar mi atención. Tras el muro de la propiedad contigua, una mole afilada de acero asoma puntiaguda como un iceberg marrón. ¿Qué es eso?, pregunto. Un barco, dice mi colega. ¿Un barco? Ahí hay un astillero y ese un barco en construcción. La curiosidad me empuja de nuevo. Vadeo el muro y camino hasta él. Apuntalado por columnas de acero, el futuro barco es vestido por un ejército de obreros que le sueldan su piel de metal. Me acerco aún más. Gigante y robusto, el barco parece mirar el mar, el horizonte, el mundo que pronto irá a navegar.

Pienso en la Chivi que hace tres días se ha muerto. Supongo que algo así debe ser resucitar.

sábado, 31 de marzo de 2012

Carta a un gusano

Claro que me acuerdo de la «Resi», Gordo. Apenas abrí tu mail, apenas leí el «hola, Piolín» de tu saludo, al toque, como quien rebobina en saltos las imágenes de una película en DVD, igualito, aparecí sentado en el banco de cemento que había frente a la entrada de Residencia de la UNI, soleándome al pie de los árboles de plátanos que se creían palmeras, mirando la manguera de agua que serpenteaba como una boa en el jardín. «La Resi». Claro que me acuerdo, Gordo, claro que me acuerdo.
No sé a ti, pero a mí, aquel lugar todavía se me aparece en los sueños. Me veo viviendo otra vez en el Pabellón M, en el ala Este del segundo piso, en el 15 de mi habitación. Me acuerdo clarito de sus cuatro paredes, de mi esquina; mi cama de patas planas y media plaza, la guitarra quiñada a cocachos colgada en la percha, los cuadros a blanco y negro que pinté en mi pared; la ventana larga con vista al bosque de eucaliptos, las chacras de maíz y alfalfa detrás del comedor; el techo blanco atravesado por un fluorescente, largo y luminoso como la espada de un Jedi, la mesa de dibujo que soportaba mis libros, la banca de patas flacas, mis cuadernos, mi tocacaset.
Me acuerdo de todo, Gordo. Me acuerdo del Pumita, de Gonzales, del Olluco, del Pelao, de Mañolo, de Marchelo, de Carlos V, me acuerdo de todos los gusanos. «Gusanos». Cada vez que le cuento a mis amigos de ahora que a los residentes nos llamaban así porque todos creían que éramos vagos y terrucos, se matan de risa. Nada más alejado de la realidad, les digo, porque para ser vago había que tener la panza llena y nosotros nos moríamos de hambre, Gordo, ¿te acuerdas?; y para ser terruco (y para ser comunista, la verdad, después de todo lo que vivimos) había que tener el cerebro atrofiado y la mejor prueba de que nosotros no lo teníamos, es que ahora tú eres el ingeniero Goycochea y yo el «ingeniero de las palabras» (mira tú, que curiosa la vida, encontrarnos gracias aquel reportaje en La República). Claro, cualquiera se preguntará por qué tendría uno que acordarse de un lugar tan extraño; pues porque en ese lugar, a pesar de la violencia de esos años, a pesar de la hiperinflación, a pesar de las epidemias de cólera, los gusanos fuimos muy felices. Allí era imposible estar triste, Gordo: todo era risa y joda, todo era un «ya pe, deja estudiar, huevón». Así eran nuestras vidas en ese «internado», Gordo, como «Rebelde Way», pero al revés. Por eso mi profesor y mis amigos del taller de narrativa se matan de risa cuando leo los capítulos de la nueva novela que estoy escribiendo; cuando les cuento cómo era vivir en la Sala, cómo hacíamos para estudiar, cómo nos enfrentábamos a los «choclos», cómo nos pasábamos horas y horas haciendo cola en el comedor.
Por eso la última vez que soñé con la Resi, no me aguanté, Gordo. Después del trabajo, aceleré el Elefante Gris y en lugar de irme por la Panamericana hacia mi casa, tomé Túpac Amaru y me metí a la UNI por la Puerta 5. ¿A dónde va?, me preguntó el vigilante. Al Laboratorio 20, mentí, a recoger unos resultados de unos análisis químicos. Cuadré el Elefante en el estacionamiento de Economía y caminé lento en dirección a la Resi. El sol todavía estaba fuerte. Me senté en la banca de cemento de la entrada y me puse a mirar el edificio como un fantasma que repasa los lugares por donde vivió. No me atreví a entrar. Me limité a ver a los nuevos ocupantes entrando y saliendo del comedor, subiendo y bajando por las escaleras. El edificio ya no era verde, ya no habían árboles de plátanos en la entrada, ni mangueras anegando el jardín.

viernes, 2 de marzo de 2012

Tres tortugas tristes

Nosotros debemos tener alguno de los genes de las tortugas marinas, Chino. De las tortugas verdes, de esas que nacen en las playas de la isla de Ascensión y de inmediato; escapando de los depredadores; corren, corren, corren hasta alcanzar el mar. Nosotros crecemos en las arenas de nuestras calles hasta que un día se nos activa el gen y corremos hacia algún lugar del mundo como si desde siempre supiéramos que ahí están nuestras vidas, nuestros sueños, nuestra felicidad. Pero luego nos damos cuenta que ese mundo es más oscuro, más grande, más difícil de lo que imaginábamos y nos viene el miedo, el dolor que nos causa abandonar el hogar. Pero igual lo hacemos. Nos adentramos y nadamos hasta que nuestros caminos se bifurcan. Y entonces nos despedimos. Y nos deseamos suerte. Y llenamos nuestras mochilas de recuerdos y unos cuantos dólares y nos vamos. Y partimos. Y ya no nos volvemos a ver. Tú me entiendes.
Por eso la otra noche me morí de pena, Chino. Llegué al barrio como a las doce y ya desde la entrada de Universitaria a Antúnez de Mayolo me recibió una calle oscura como un túnel por causa de un apagón. Sí, un apagón; Chino, uno como esos que ensombrecían nuestra calle cuando éramos chibolos, cuando apenas si aprendíamos a reptar. Aceleré el Elefante Gris para llegar lo antes posible a casa y descansar después de un día de perros en el trabajo y al doblar por Mi Banco, en medio de la oscuridad, me crucé con Franc y Nino que iban en su auto negro como una luciérnaga explorando la noche. Me hicieron luces y me detuve. Qué hay, les dije. Vamos a comer algo al Sergio´s, me dijeron. Ya, pe, dije yo y nos fuimos en caravana, y al llegar ahí, apenas nos sentamos en las banquitas de cara a la avenida, apenas ordenamos nuestras cajarmarquinas con papas al hilo, me soltó la noticia de que por fin le habían dado la visa y que ahora sí se iba para Australia a estudiar. Entonces me acordé de las tortugas marinas. Pucha, Nino, que vaina, le dije y sólo atiné a darle unas palmadas en el hombro porque uno nunca se acostumbra a quedarse sin amigos. Y ahí me empezó a rellenar los detalles del viaje. Los tres comimos nuestras hamburguesas como lo hacíamos contigo para matar el hambre de las madrugadas, de esas madrugadas de los noventas después de habernos pasado la noche mendigando buena música en algún hueco de Lima. Y nos matamos de risa burlándonos de Chejode y su banda, de los vecinos de nuestra calle, burlándonos de nosotros mismos. Pero ya no era igual, Chino. Era una malegría. Éramos tres tortugas solas, tres tortugas tristes, tres tortugas verdes comiendo su última cena antes de adentrarse al mar. Luego regresamos al barrio que seguía oscuro como un pozo. Y nos despedimos frente a mi puerta a eso de la una de la mañana; y quedamos en que despedida sería en el Nébula, oyendo nuestra música, vistiendo nuestras ropas negras. Una despedida que fue otra malegría, Chino, porque la semana pasada, días antes de que Nino chapara su avión y partiera a su destino, los tres cumplimos el plan y estuvimos ahí, en medio de la oscuridad azul de la discoteca, con una cerveza en la mano, casi sin hablar, escuchando el especial de Morrisey que en una pantalla gigante; como si el tiempo no hubiera pasado en absoluto, jovencito, flaquito; cantaba como si nada con los Smiths.