miércoles, 12 de diciembre de 2012
Whisky sin alcohol
sábado, 24 de noviembre de 2012
El fantasma de la FIA
martes, 13 de noviembre de 2012
Así se jubiló el ingeniero C
Foto: internet
martes, 30 de octubre de 2012
Caballo blanco, asfalto negro
Foto: archivo personal
jueves, 11 de octubre de 2012
Mi propio bolero maroquero
miércoles, 26 de septiembre de 2012
Como el molle macho de Warivilca
que son como su amor chiquilines
Becho quiere un violín que sea hombre
que al dolor y al amor no los nombre
Alfredo Zitarrosa
miércoles, 12 de septiembre de 2012
Sibaritas
miércoles, 29 de agosto de 2012
Orfeo en Los Andes
martes, 14 de agosto de 2012
La buena espera
martes, 31 de julio de 2012
Instrucciones para conocer Brasilia
sábado, 14 de julio de 2012
Postales de Bahía
jueves, 21 de junio de 2012
El firme y el bamba
miércoles, 13 de junio de 2012
Lección de geografía
jueves, 31 de mayo de 2012
Mi avatar
sábado, 12 de mayo de 2012
Ya ni su calor
sábado, 28 de abril de 2012
Un día de estos, un día
Un millón será para comprarle una casa a mi madre. Una por la entrada a Concepción, en Huancayo; una enorme, al pie de un bosque de eucaliptos, con chacras de habas verdes y tablas azules de alfalfa, al borde del río Ingenio. Otro millón será para repartirlo entre mis amigos. Los verdaderos, quiero decir, los que están conmigo desde que yo era nadie, los que nunca me negaron como judas, los que me soportan como soy. El resto del dinero será para construir una autopista. Sí, una autopista. Una que funcione tan sólo para mí y el Audi negro como el de James Bond que también un día me compraré. Sobornaré alcaldes, compraré licencias, permisos; pagaré ingenieros, abogados, obreros; pero tendré mi propia autopista. No habrá mas combis ni taxis que me cierren el paso, ni motos rayándome los costados, ni camiones esptantosos bloqueándome el tráfico. Una autopista sólo para mí. Un puente largo y enorme que una mi casa en el norte de Lima y mi empleo en el sur. Digo, es un decir porque en realidad, con tanto dinero, no trabajaré, sino que por fin me dedicaré a leer y escribir en un estudio lleno de mis libros y otros muchos que también compraré, dentro de una casa blanca con techo a dos aguas, amplia cochera y jardines con flores. No sé, por Miraflores, Barranco, de cara al mar. Sí, un puente largo y ancho que me lleve hasta ahí, uno tan largo y alto que podrá ser visto por los aviones, los satélites, los espías, los turistas. Con sólo tres salidas. Una a la altura de Caquetá para ir de vez en cuando a pasear de noche por el centro de Lima, otra a la altura de
sábado, 14 de abril de 2012
Resurrección
Para la Chivi, que se fue de este mundo, pero se quedó en mi corazón.
El trabajo me lleva a Taboada, frente al mar del Callao. Una excavadora, gigante como un tiranosaurio de metal, se come el suelo y deja una zanja ancha y profunda que parte la playa en dos. Adentro, un enjambre de obreros trabaja instalando una tubería tan grande y larga que en ella puede circular una camioneta, una tubería que, en unos meses, dispondrá las aguas tratadas del norte de Lima en el fondo del mar. Pero hoy el lugar es una playa gris y pestilente por causa de la contaminación. Un río negro desemboca en el mar y se estrella en las olas liberando su aliento anaerobio, una bandada de gaviotas revolotea en el aire dando vueltas y se clavan por turnos en el mar; son tantas que parecen moscas devorando un basural. La zanja deja ver los estratos de la inmundicia acumulada en los suelos desde que Lima es Lima y me parece estar caminando en una película del fin del mundo. Me acercó al mar. Una mole de fierro oxidado yace en la playa como una ballena varada. La escena llama mi atención. Hombres arropados la desguazan a combazos montados sobre su lomo ocre. Me acerco a la cabina del vigilante. ¿Qué es eso?, le pregunto. Un submarino, responde, el «Dos de Mayo», uno que La Marina dio de baja y lo remató como chatarra. Es de los primeros, añade, de los que nos vendieron los gringos después de la Segunda Guerra Mundial. Me quedo viendo el cuadro. El submarino; que sabe dios qué mares, que sabe dios qué profundidades surcó como un cetáceo poderoso y libre; ahora es desvestido por los obreros que pican sus costados y liberan sus escamas de metal hasta develar su esqueleto de acero. No puedo evitar pensar en la muerte.
Dejo la playa y regreso a lo mío. Me uno a mis compañeros de trabajo para recorrer el terreno en que pronto habremos de construir un cerco perimétrico que protegerá el lugar. Caminamos, medimos; caminamos, medimos, hasta que otra imagen gigante vuelve a llamar mi atención. Tras el muro de la propiedad contigua, una mole afilada de acero asoma puntiaguda como un iceberg marrón. ¿Qué es eso?, pregunto. Un barco, dice mi colega. ¿Un barco? Ahí hay un astillero y ese un barco en construcción. La curiosidad me empuja de nuevo. Vadeo el muro y camino hasta él. Apuntalado por columnas de acero, el futuro barco es vestido por un ejército de obreros que le sueldan su piel de metal. Me acerco aún más. Gigante y robusto, el barco parece mirar el mar, el horizonte, el mundo que pronto irá a navegar.
Pienso en la Chivi que hace tres días se ha muerto. Supongo que algo así debe ser resucitar.