lunes, 16 de agosto de 2010

La dote

Leo mi Etiqueta Negra N° 84. Jon Lee Anderson narra una crónica sobre su paso por zonas de guerra como Pakistán, India y Birmania. Ha pasado la navidad y el año nuevo de 1989 en Quetta, Pakistán, sin nadie y sin que nadie le hable porque está en medio de una zona agreste y xenófoba, mientras extraña a la esposa y a la hija recién nacida que ha dejado en Inglaterra. Pero el primer día de año nuevo conoce a Nabibullah, un maestro de escuela de 31 años. «Nabibullah ---narra Lee Anderson--- consigue sacarme de mi melancolía contándome su propio dilema existencial. Está soltero y ahorra para pagar la dote de su futura esposa. No la conoce y nunca la ha visto, pero existe: tiene nombre y apellido y su familia la ha elegido para él. El precio de su futura esposa, me cuenta, es de 30,000 rupias, el equivalente a 2,000 dólares. Su padre lo ayudó a pagar las primeras 12,000 rupias, que fue la obligatoria cuota inicial. El resto tiene que salir del bolsillo del maestro».
Detengo la lectura. La primera pregunta que me viene a la mente es: ¿cómo valorizaríamos, en el “mercado” local, a una mujer? ¿Qué calificaríamos? ¿Cuánto estaríamos dispuestos a pagar? Las mujeres de mi vida y sus nombres revolotean en mi memoria y comienzan a decantar en un imaginario orden de prelación.
Vuelvo a la lectura. La crónica continúa con una descripción del peligro que se respira en Quetta, la desconfianza que despierta su condición de periodista norteamericano en una ciudad signada por la guerra entre rebeldes baluchis y el ejercitó pakistaní, así como la desesperación por poder cruzar la frontera rumbo a Afganistán. «El único que se me acerca, Nabibullah, vive una vida más solitaria que la mía ---continúa Lee Anderson---. Tiene más o menos mi edad y nunca ha estado con una chica. Su vida consiste en trabajar para ir pagando las cuotas del resto de la dote. Calcula que demorará entre tres y cuatro años para conocer a su esposa. El maestro de escuela gana unos 75 dólares mensuales, y cada mes les manda un tercio de su salario a los padres de su futura mujer. No puede enviarles más porque tiene que comer y pagar el alquiler».
Vuelvo a las mujeres de mi vida. Y que tal si a ellas les tocara pagar por mí, me planteo. ¿Cuánto valdría yo? ¿Aún valdré algo para ellas?
«Pensando en el futuro Nabibullah me dice que piensa tratar bien a su esposa ---finaliza Lee Anderson---. No como otros hombres que las tratan como esclavas cuando las toman en matrimonio. Después de sufrir tanto para conseguirlas, ellos piensan que es su derecho».
La frase final me deja con la mayor de las interrogantes. Después de lo que hice por las mujeres de mi vida, después de lo que perdí, de lo que sacrifiqué por ellas, ¿cómo irían a resarcir mi dedicación, mis heridas, mi tiempo?