miércoles, 10 de febrero de 2010

La última serenata de amor

Por esos días yo anda loco por ella. Me había dicho que no un par de veces, pero como las mujeres dicen que sí cuando dicen no, y conforme se acercaba febrero, la idea de conquistarla con un último acto de locura, uno que me consagrara o sepultara de una buena vez ante sus ojos, rondaba mi cabeza. Había pensado en mandar a escribir su nombre en las paredes de su barrio, en enviarle flores con una extensa carta de amor; en darle una serenata. Pero por esos días también me enteré que ella andaba de enamorados con un tipo de su calle y me olvidé de todo.
La idea de la serenata volvió cuando me enteré que ella estaba de nuevo sola y cuando Víctor, un amigo de mi hermano, se apareció en mi puerta. Quiero darle una serenata a mi flaca, dijo, y quiero que me acompañes. Al igual que yo, Víctor nunca había dado una serenata, pero estaba decidido a hacerlo. Llamó a mi hermano (su mejor amigo), convocó a Mick Jager (un tipo apodado así por su increíble parecido al Jager veinteañero) y se apareció en mi puerta con el trío de locos. Es aquí nomás, acotó, en San Martín. Tú te encargas de la guitarra y nosotros cantamos. Me vino un pánico escénico, pero la idea de acompañarlo en la aventura de cantarle a una mujer desde la calle, de ser parte de una comparsa cómplice bajo el techo de la noche, de hacer algo así para conquistar a la mujer que entonces yo amaba, me atrapó. Ya, sale, dije. Pero, ¿qué canciones vamos a cantar?, pregunté. Tienen que ser unas que sepamos todos, dijo mi hermano. Y que le gusten a ella, dijo Víctor. Entonces barajamos posibilidades; analizamos unos boleros, baladas y terminamos recalando en tres canciones: «Yolanda», de Pablo Milanes; «Trátame suavemente», de Soda Stereo; y «Una canción de amor», de Gianmarco. Sobre esta última canción tuve mis reticencias, pero la mantuvimos dentro del repertorio porque era la canción que a ella, la de la serenata, le gustaba y que por esos años sonaba en todas las radios.
Luego cogí mi guitarra y tomamos un taxi. Pasamos por universitaria, Tomas Valle y Dominicos, bragados, decididos, repletos de valor con lo que planeábamos hacer. Víctor, en cambio, se moría de nervios. ¿Y si ella no está en su casa?, decía, ¿Y si no le gusta? ¿Y si sus viejos se rayan? Todas las mujeres fantasean con una sereta, compadre, decía Mick Jager, cómo no le va a gustar. No seas gil, dijo mi hermano, si con esto la flaca no regresa contigo, entonces no regresa nunca. Lo convencimos. Entonces repasamos las canciones en el tono y acordes que mejor se prestaran para el cuarteto y los volvimos a ensayar.Pero unas cuadras antes de llegar al lugar, Víctor detuvo el taxi. ¿Qué hay?, dijo mi hermano. Vamos a caminar un poco para bajar los nervios, dijo Víctor. Oye, estas calles son medio pendejas, dijo Mick Jager. Recién entonces noté que no tenía idea de dónde estábamos. Miré alrededor y no reconocí nada. Eran unas calles angostas, vacías y brumosas. A pesar de que era algo más de las once de la noche no había gente y el halo ámbar del alumbrado parecía sucumbir ante la fosca. No pasa nada, dijo Víctor; yo conozco esta zona, no pasa nada. Caminamos dos cuadras mientras continuábamos ensayando en voz baja. Doblamos la esquina. ¿Y esos patas?, dijo Mick Jager. Amainamos la caminata. Cuatro tipos estaban sentados en las veredas de la esquina siguiente, uno en cada vértice. Tranquilos, no pasa nada, dijo Víctor. Yo dejé de tocar la guitarra y me la colgué en la espalda. Los tipos parecían no hablar el uno al otro y permanecían sentados en sus orillas como si se hubieran repartido las calles de manera armónica. Seguimos caminando. Vi que dos de ellos tenían una botella en la mano. Pacerían beber algún tipo de licor en silencio. Esos patas se traen algo, dijo Mick Jager. Tranquilos, volvió a decir Víctor. En todo caso somos cuatro contra cuatro, dije yo agarrando el diapasón de la guitarra como si fuera una metralleta. Cruzamos la esquina mirando de soslayo nuestro costados, vigilando nuestras espaldas, pero los tipos nos miraron con indiferencia y apenas si voltearon al ver que traíamos una guitarra.
Aquí es, dijo Víctor y nos señalo el segundo piso de una casa. La ventana dejaba ver la luz de un televisor crepitando como una hoguera. ¿Seguro?, preguntó mi hermano. Sí, aquí es, dijo Víctor. Caminamos hasta el pie de la ventana y luego nos ubicamos en medio de la calle. Primero «Yolanda», dijo Víctor. Entonces me colgué la guitarra y comenzamos a cantar. Unos perros roncos comenzaron a ladrar desde el segundo piso de una vivienda vecina y unas luces se encendieron en el primer piso. Seguimos cantando. Unas siluetas aguaitaron por las cortinas de los primeros pisos, pero la ventana de ella no se alteró. ¿Seguro qué ésta es la casa?, volvió a preguntar mi hermano. Sí, dijo Víctor. ¿Y porque no sale nadie?, dijo Mick Jager. Víctor levantó los hombros. Cantemos la misma canción, pero en lugar de «Yolanda» gritamos el nombre de tu flaca, sugirió mi hermano. Así lo hicimos. A media canción, la cabeza de una mujer asomó la ventana por unos pocos segundos. ¡Es ella!, dijo Víctor, ¡es ella! Me pareció la cabeza de una mujer adulta. ¿Estás seguro?, dije yo. ¡Es ella!, volvió a decir Víctor. El resto me miró con un signo de interrogación, pero seguimos cantando. Luego empalmamos con «Una canción de amor». Esta vez asomó la cabeza de un hombre medio calvo y nos quedó viendo. Por un momento desentonamos intimidados por la mirada, pero continuamos cantando. Un tipo de anteojos salió a su puerta, cruzó las manos sobre el pecho y se quedó viéndonos como un búho. Uno de los tipos de las cuatro esquinas se levantó y se nos quedo viendo con la botella en la mano. Creo que mejor nos vamos, dijo Víctor. Cantemos «Trátame suavemente», dijo Mick Jager, ahorita sale. «Una canción de amor», de nuevo, dijo Víctor. Otros perros ladraban desde la azotea de alguna casa. Bueno, dije yo y volvimos a cantar «una canción de amor». En la primera estrofa, un balde de agua asomó por la ventana y espetó su contenido contra nosotros. El chorro impactó cerca y dejo un charco en medio de la calle. Callamos. El tipo de anteojos se rió y los perros amainaron sus ladridos. Vámonos, dijo Mick Jager. Vámonos, dijo Víctor.
Días después llegó mi hermano a casa. Esa no era la flaca, dijo. ¿Qué flaca?, dije yo. La de la serenata, respondió mi hermano; la que dio la cara aquella noche no fue la flaca sino su madre. Estallé en risa. Lo que pasa es que esa noche este gil de Víctor no llevó puestos sus lentes de contacto y estaba más ciego que tú. Víctor habló con ella al día siguiente: a la flaca no le gustó la serenata y lo choteó. Se me acabó la risa. Esa noche, mientras yo lavaba mis lentes de contacto antes de dormir, decidí olvidarme de la serenata para la mujer que amaba y prometí que en cuanto pudiera mandaría mis corneas miopes a una sala de operación.