martes, 24 de noviembre de 2009

Cerro Corá

«El cuartel empezó a llenarse de heridos, pero ninguno se retiró de las líneas, a excepción de aquellos incapacitados positivamente para seguir la lucha. Niños de tiernos años llegaban arrastrándose, las piernas desechas a pedazos o con horribles heridas de balas en los cuerpos semidesnudos. No lloraban ni gemían ni imploraban auxilios médicos. Cuando sentían el contacto de la mano misericordiosa de la muerte, se echaban al suelo para morir en silencio como habían sufrido». General Mahon, Ministro de Estados Unidos y testigo de la Batalla de Lomas Valentinas, 21 de diciembre de 1869.
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[…]Siete meses, doscientas jornadas de ardiente sol tropical, transcurren en esta marcha única en la historia. Hasta que el 14 de febrero de 1870 la caravana trágica llega a Cerro-Corá («escondido entre cerros» en guaraní) campo de buena gramilla, regularmente protegido, a poca distancia del Aquidabán-niguí, torrentoso afluente del Aquidabán. Diez mil muertos jalonan la ruta macabra desde la sierra de Azcurra; los que han podido llegar son poco mas de cuatrocientos. [El Mariscal] López da la orden de detenerse en Cerro-Corá: hay alimento para los caballos, alguna pesca y venados y guasunchos cruzan por los cerros. Ahí podrá descansar y comer.
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Llama el Mariscal a consejo de jefes y oficiales. Sentado en la sola silla del campamento (hay que guardar las formas) preside a los suyos que deben hacerlo en el suelo. Habla Francisco Solano [López]: se está en el último rincón de la patria, después viene el Matto Grosso brasileño. Atravesándolo se ganaría el asilo en el suelo bo­liviano. Más allá de los cerros está la salvación, pero ya no seria suelo paraguayo. ¿Podría darse fin a la epopeya escapando a la muerte, dejando Paraguay en poder de los brasileños? Para quitar solemnidad al momento desliza algunas bromas sobre los cambás. ¿Podrían ellos desde el extranjero asistir impasibles al apoderamiento de la patria?
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«Siguió un silencio -dice el coronel Aveiro-, y viendo que nadie hacia uso de la palabra, yo entonces dije al Mariscal que él era jefe de Estado y de nuestro ejercito; nuestro deber era sometemos a lo que el resolviera. Y entonces el mariscal dijo: “Bien, entonces peleemos aquí hasta morir”». No se habló más del asunto, el Presidente lo descarto como cosa resuelta. A continuación hizo leer por el ministro de Guerra, Caminos, un decreto otorgando la medalla de Amambay a los sobrevivientes de esa acción. No había medallas y con trozos de metal grabado a cuchillo se suple la falta; tampoco se encontraron cintas con los colores patrios, pero en una carreta se hallo un trozo rojo y gualda de alguna tienda española. Con esas medallas y esas cintas improvisadas, Elisa Lynch había confeccionado las condecoraciones, que el mariscal fue colgando en las rotas guerreras (cuando las tenían), o en el tahalí que cruzaba el pecho de los agraciados. Es la última ceremonia solemne del viejo Paraguay. Los colores españoles sirvieron para premiar, en el campo elegido para morir, a estos nietos de conquistadores dispuestos a mantener enhiesta la virtud de la raza. Después de repartirles “como recuerdo” algunas prendas suyas, el Mariscal pasó revista al ejército, cuyos datos anotó minuciosamente el coronel Panchito como jefe de su estado mayor. Por ese papel recogido en la faltriquera del niño-héroe pocos días después, pueden conocerse los efectivos de López el día del desastre final.
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409, exactamente cuatrocientos nueve combatientes de todas las edades, quedaban de los cien mil hombres llamados bajo bandera en los cinco años de guerra: cuatrocientos nueve sobrevivientes del gran ejército lanzado en 1864 contra el imperio para defender la libre determinación de las repúblicas hispanoamericanas. De sus doscientos regimientos originales todavía existían por lo menos en la numeración diez y seis cuerpos: algunos (el 25° de infantería) reducido a once plazas entre jefes, oficiales, suboficiales y tropa; el más numeroso (el de maestranza) tenía cincuenta y dos. Estaba aún el famoso 4° de infantería organizado por Eduvigis Díaz con los jóvenes de la mejor sociedad asunceña, aunque redu­cido a 39 hombres en total. Su abanderado llevaba atada al brazo (pues debió abandonar el asta) un jirón del paño tricolor salvado de la metralla.
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Catorce días esperan en Cerro-Cora el desenlace. Mientras tanto no descuidan las cosas de la existencia cotidiana: el general Caballero va con unos cuantos jinetes a la caza de venados (esa ausencia le permitiría salvar su vida), el Mariscal y sus hijos tienden espineles en el Aquidabán-niguí. Sentado en una palmera caída a orillas del arroyo, López cuenta chascarrillos como si nada ocurriera; diríase un padre de familia en excursión dominical con los suyos. Está tranquilo, muy tranquilo, e infunde confianza a todos. Ha tomado las precauciones militares para recibir a los bra­sileños como es debido: los cañones custodian la picada de Villa Concepción por donde seguramente llegaran los imperiales; los caballos están dispuestos y las armas en pabellón para el momento oportuno. Sólo resta esperar.
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Por las noches, ardientes y húmedas del verano tropical, se oyen las arpas paraguayas, y algún cantor entona, en guaraní, las melodías populares. Como si lo que ha ocurrido y está por ocurrir, fuese la cosa más natural del mundo. Algunos indios caygús traen alimentos a los paraguayos; el 28 de febrero advierten a López la proximidad de los brasileños: le ofrecen esconderlo en sus tolderías, en el fondo de los bosques, donde jamás podrían encontrarlos: Yahjá curaí, ndé, topá i chene rephé los cambá ore apytepe. ("Vamos, señor; no darán con usted los negros adonde pensamos llevarle"). López agradece y declina el leal ofrecimiento. Su resolución estaba tomada: moriría con su patria.
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A la mañana siguiente -1° de marzo [de 1870]-, algunas mujeres escapadas de los puestos avanzados, llegaron al campamento con la noticia de que los brasileños, conducidos por un traidor, se habían apoderado, sin combatir, de los cañones. El general Roa, jefe de la retaguardia, acababa de ser degollado con los suyos. No hubo combate, solamente una sorpresa y la matanza. Como a fieras. Con toda calma, López ordena ensillar y disponerse en guerri­lla. A eso de mediodía, irrumpieron los jinetes del general Cámara. Son muchos, veinte veces más que los paraguayos, y tienen armas de precisión y caballos excelentes. Pero la presencia de los para­guayos, dispuestos a la lucha, los hace detener. Estos, sin mayores armas de fuego, avanzan en sus escuálidos jamelgos en una carga que debe hacerse al paso; los imperiales eluden a fin de mantener la superioridad que les dan sus carabinas. No se llega al entrevero y la caballería guaraní es diezmada.
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Después, será el tumulto. Sobre López y Panchito, atraídos por el uniforme del Mariscal, se lanza el coronel brasileño Silva Tavares y su guardia: Francisco Solano alcanza a ordenar a Panchito que proteja a su madre y sus hermanos, y hace frente a los imperiales con la sola arma de su espadín de oro -regalo de las patricias paraguayas, en cuya hoja se lee Independencia o Muerte-; el ayudante de Silva Tavares, un sargento apodado Chico Diavo, consigue asirlo de la cintura, al tiempo que otro soldado le descarga un golpe de sable en la cabeza. López tira una estocada a Chico Diavo, que el brasileño contesta con un lanzazo en el vientre. En ese momento, algunos paraguayos -el coronel Aveiro, el medico Ibarra, el capitan Arguello- corrieron en auxilio del jefe. Pese a sus heridas, López se mantiene sobre el caballo -«un bayo flacón»- y les grita: «¡Matemos a esos macacos!». Los imperiales, en orden, pero contenidos por el refuerzo que ha llegado a salvar a López, ponen alguna distancia. Aveiro se acerca a López: «Sígame señor». Lo conduce por una picada que se interna en el bosque, mientras Ibarra y los demás contienen a los invasores. Los brasileños lo siguen: "E o López, é o López" ("Es López, es López"), y la soldadesca se aprieta en su persecución porque la cabeza del Presidente está premiada con cien libras esterlinas, y todos quieren ganarla. También el general Cámara endereza su caballo tras el Mariscal: no busca el premio en metálico, pero quiere cobrar la pieza grande, dar el jaque mate definitivo).
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Abriendo senda por la picada, los paraguayos llegan hasta el arroyo, el Aquidabán-niguí. López, agotado y desangrando, cae de su cabalgadura. Apenas puede tenerse en pie, y Aveiro e Ibarra lo ayudan a cruzar la corriente; quieren subirlo por la barranca opuesta pero el considerable peso del presidente se los impide: «Déjeme»", les dice López en guaraní; pero no quieren abandonarlo. Les pide que busquen una subida menos escarpada, dejándolo mientras tanto junto al tronco de una palmera. Llegan los brasileños: un soldado persigue al cirujano Estigarribia por el arroyo, y lo atraviesa de un lanzazo. López trata de enderezarse, pero se desploma cayendo al agua; consigue sentarse y saca su espadín de oro con la mano derecha tomando la punta con la izquierda. Cámara se le acerca y le formula la propuesta de rigor: «Ríndase, Mariscal, le garantizo la vida»; López lo mira con ojos serenos y responde con una frase que entra en la historia: «¡Muero con mi Patria!», al tiempo de amagarle con el espadín. Será éste el último de los crímenes del «monstruo». «Desarmen a ese hombre», ordena Cámara desde respetable distancia. Ocurre entonces una escena tremenda: un trompudo servidor de la libertad se arroja sobre el moribundo eludiendo las estocadas del espadín para soltarle la mano de la empuñadura; el Mariscal, anega en sangre el agua que lo circunda, medio ahogado, entre los estertores de la muerte, ofrece todavía resistencia; el cambá lo ase del pelo y lo saca del agua. Ante esa resistencia, Cámara cambia la orden: «¡Maten a ese hombre!». Un tiro de Manlicher atraviesa el corazón del Mariscal, que queda muerto de espaldas, con los ojos abiertos y la mano crispada en la empuñadura del espadín. «¡O diavo do Lopez!» (¡"Oh! ¡diablo de López!"), comenta el soldado dando con el pie en el cadáver.
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El exterminio de los últimos paraguayos es atroz. El general Roa, sorprendido en el arroyo Tacuaras, había sido intimado. «¡Rendíte, paraguayo danador! (¡Rendite, paraguayo condenado!)»; «¡Jamás!» ...y se deja degollar. El vicepresidente Sánchez, moribundo en su coche, es amenazado. «¡Ríndase, fio da puta...!» («¡Ríndase, hijo de ...!»); el viejo octogenario abre los ojos asombrado; «¡Rendirme yo, yo?», y descarga su débil bastón sobre el insolente: un tiro de pistola lo deja muerto. Panchito acompaña a su madre y a sus hermanos pequeños que han conseguido refugiarse en su coche; hace guardia junto a la puerta. Llegan los brasileños y preguntan si esa mujer es «la querida» de López, y esos niños, «sus bastardo»; Panchito arremete contra los canallas, que sujetan al niño: «Ríndete!» «¡Un coronel paraguayo no se rinde!». Lo matan.
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Elisa Lynch cubre el cuerpo de su hijo. Algún desmandado quie­re propasarse, y la mujer le impone: "¡Cuidado, soy inglesa!". ¡Ah, tiene temores ese mayor Floriano Peixoto de otra cuestión Christie con Inglaterra! La deja en libertad. Elisa buscara esa noche el cuer­po de Francisco Solano para enterrarlo junto al de Panchito en una tumba cavada por sus propias manos. El cadáver del Mariscal está desnudo, porque la soldadesca lo ha desponjado (el reloj de oro que llevaba esa tarde fue mandado como trofeo a la Argentina). Elisa encuentra una sábana de algodón y amortaja los cuerpos queridos. Entre el estrépito de triunfo de los vencedores que festejaban su definitiva victoria. Elisa reza su sencilla oración despidiendo a su compañero y a su hijo. La noche se ha puesto sobre las tremendas escenas de la tarde, y un farol mortecino, llevado por un niño de nueve años, es la única luz que alumbra el sepelio del gran Maris­cal. La guerra del Paraguay ha terminado.
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No. Lo que acabas de leer no es un cuento. Es la vida real. Es parte de las narraciones de «La Guerra del Paraguay» (1865-1870) del historiador argentino José María Rosa. Después de «El Diario de Guerra del Mariscal Cáceres» es el libro más triste que he leído en mi vida. De acuerdo al historiador, la resistencia paraguaya contra la Triple Alianza (Brasil, Argentina y Uruguay) es una de las historias de heroísmo más grandes de la historia universal. También la más sangrienta. Al final de la guerra, cerca del 76% de la población paraguaya había muerto. Apenas 14,000 (2% de los 194,000 sobrevivientes), eran hombres. En la batalla de Acosta Ñu, la penúltima batalla de esta guerra, el Ejército Paraguayo estaba integrado en su mayoría por mujeres, ancianos y niños. Apenas 300 de los 3,500 soldados (en su mayoría niños menores de 12 años) sobrevivieron. Cerro Corá fue la última batalla.
El libro me lo regaló mi gran amigo Mario León, que por estos meses anda derramando su talento de ingeniero por Ciudad del Este y Asunción. Eso es lo bueno de tener amigos en el extranjero: cuando llegan de visita te traen libros que de otra manera no podrías lograr.