jueves, 8 de diciembre de 2011

Complicidad

Salgo de casa para viajar a Huancayo a presentar “Ojos de pez abisal”. Una muda de ropa dentro de la mochila en mi espalda y una caja con 50 libros es todo mi equipaje. La caja pesa tanto que apenas puedo llegar caminando hasta el paradero. Detengo un taxi. A la agencia de ETUCSA, en San Luis, digo. No, ahí no voy, responde el taxista y arranca casi pisando mis pies. Lo mismo hacen los siguientes cuatro, hasta que uno por fin acepta aventurarse fuera de Los Olivos. 15 soles, dice el chofer, un tipo con un auto tan avejentado como él. Dudo en tomarlo, pero se me hace tarde y no estoy para esperar más. Lo abordo y me siento atrás. La noche, los autos y las luces me traen otra vez a la mente los líos que, desde hace días, tengo atravesados en el cuerpo por causa de una amiga que ya no quiere ser mi amiga. Qué problema, ¿no?, dice el taxista subiendo el volumen de la radio: el locutor habla de la disfunción eréctil. Ah, sí, respondo. El chofer trata de hacerme conversación con ese tema, pero mi frío “si”, “no” lo enmudece. El taxi enrumba por Izaguirre y acelera al entrar a la Panamericana. ¿Está bien el programa o quiere escuchar música?, pregunta ahora. No, así está bien, respondo; prefiero no arriesgarme a ser torturado con alguna canción horrorosa. El taxi sube el puente sobre Angélica Gamarra. ¿Se va de viaje?, vuelve al ataque. No digo nada, hago como que no he escuchado. El taxista se rinde y no dice nada más. Pasa el puente sobre Tomas Valle, Fiori, Habich como un bólido de carreras. Nadie habla, sólo la radio, ahora dando tips para superar la disfunción eréctil. Vuelvo a mis líos, pero luego me digo que no debo pensar en eso, que el viaje me hará bien para pensar y me pregunto cómo estará el clima en Huancayo. Imagino el valle verde por las lluvias, las nubes gordas y blancas, el cielo azul; y cuando me hago la idea de un sol sonriente, un ruido acompasado me revienta los pensamientos. Ploc, ploc, ploc, ploc, ploc, ploc. ¡Pucha, la llanta!, dice el taxista. Maldita sea, digo yo. Me asusto. Zarumilla no es precisamente un lugar apacible para detenerse a cambiar las ruedas: transito todos los días por ese punto camino a mi trabajo y he visto asaltantes saliendo de la nada, como lobos que salen de un bosque, rompiendo la luna de los autos en pleno día para despellejar a sus ocupantes. El taxi se orilla a la altura del puente a Piñonate. No se preocupe, lo cambiaré rapidito, dice el taxista y me deja dentro del auto. Salgo de inmediato y me paro a un costado para hacer de vigilante. Miro el reloj: 9 y 30, la hora en que los lobos tienen deseos, hambre, sed. Miro alrededor: unas personas caminando a lo lejos, los autos pasando a toda velocidad con los ojos encendidos. Pienso en detener otro taxi, pero ¿quién podría detenerse en un lugar así? Me acerco al taxista: se esfuerza en levantar la gata. No habla. Una mujer aparece. La miro. Cruza la calle. Tira la bolsa que lleva en la mano sobre el cerro de basura que alza a un costado de la vía y regresa. Me mira. Me asusto. Veo alrededor por si hay alguien más y esto es el inicio del asalto. No hay nadie. La mujer pasa delante del taxi mirando el interior y camina hacia mí. Pienso en mi equipaje. ¿Qué ha pasado?, pregunta. Nada, respondo fingiendo tranquilidad. Mira al taxista, este sigue sin hablar, absorto en retirar los pernos. Quítense de aquí al toque, advierte la mujer; aquí los van a dejar como pollos pelados, agrega con un tono de orgullo y compasión. Se va. Pienso en mi ipod, mi cámara, el dinero que llevo en la mochila, ¡la caja de libros! y me imagino siendo despojado de ellos por la jauría de lobos que en cualquier momento saldrán del bosque de casas sahumadas por el hollín y la noche. Mi corazón late más. Camino a la puerta del taxi. Me detengo. El locutor ahora atiende llamadas del público y le hace preguntas a su invitado. Camino, vigilo, camino. ¡Yastá!, dice el chofer con la llanta pinchada en la mano. ¿Ya?, digo con la duda de que haya cambiado la rueda tan rápido. ¡Yastá!, repite con la respiración agitada. Lo ayudo a abrir la maletera. Metemos todo a la volada y nos metemos al auto. Suspira, arranca, volamos. Este barrio es bravazo, dice apenas recupera el aliento. Claro, respondo, yo paso todos los días por aquí... Ahora sí hablamos como si ya nos conociéramos.