miércoles, 30 de diciembre de 2009

Lima bizarra

Celia llega por primera vez al Perú. El aeropuerto Jorge Chávez la recibe con un día nublado color techo de eternit, de esos que tantas veces le ha hablado Julio (su pareja, futuro esposo, bajista de Los Grillos de medianoche y uno de mis mejores amigos), en sus descripciones acerca de Lima. Llegan desde Pensilvania-EEUU, después de meses de haber planeado el viaje. Cargan las maletas en el auto del primo de Julio que ha ido a recogerlos y enrumban por Tomas Valle en dirección a Los Olivos. El remozado óvalo a la salida del aeropuerto, las nuevas áreas verdes en las bermas de la avenida y el recién inaugurado hospital Luis Negreiros, de Essalud, parecen sonreírle y darle la bienvenida, hasta que el semáforo detiene el auto en el cruce con Dominicos. Entonces, como un fantasma que se materializa, un ladrón se lanza sobre el auto, destrozada los vidrios y le arrebata el bolso. Celia grita de pánico. Probablemente es la primera vez que le pasa algo así. Julio sale tras el ladrón, pero, en segundos, el ladrón desaparece entre los autos sobre el lomo de una motocicleta.

Me entero de todo esto horas después, tras indagar si Julio ya llegó a Lima. Siento una profunda indignación e impotencia. En momentos como este uno quisiera ser Ministro del Interior, General de la Policía; o mejor aún, un vengador anónimo con superpoderes capaz de ubicar a los ladrones y desollarlos vivos. Pero lo único que se me ocurre es llamar a Julio y ofrecerme para lo que sea. Lo peor de todo no es el susto o el dinero, me explica él; lo peor es que se han llevado el pasaporte argentino y el greencard norteamericano de Celia.

El resto del día, Celia y Julio son esclavos de la burocracia. Se la pasan en gestiones en la Embajada Argentina para obtener un salvoconducto que le permita viajar a Buenos Aires y hacer las gestiones de la greencard allá. Por la noche ambos se van a conocer Máncora para no darle gusto al diablo y dos días después, a su regreso, Celia parte de Lima rumbo a Buenos Aires. En la despedida, junto con el resto de Los Grillos de Medianoche, le pedimos disculpas por la mala experiencia y tratamos de explicarle que Lima es mucho más que dos miserables ladrones. Le prometemos que en su siguiente visita la llevaremos a conocer la Lima bizarra para que vea el verdadero rostro de la capital. Después de varios abrazos se pierde por el mismo cielo por donde llegó.

Hoy leo que el diario El Mercurio de Santiago de Chile, en su edición del 27 de diciembre del 2009, destaca a Lima como una de las mejores ciudades para visitar. «Hay ciudades que encantan a primera vista y uno cae rendido ante ellas de modo violento y definitivo --dice bajo el titulo: 10 viajes que hicimos en 2009 (y quisiéramos repetir)--. París, por ejemplo o, mucho mejor, Roma, infinitamente más rica en historia. Otras son huidizas y pudorosas y hace falta asediarlas: así son los bienes arduos, que exigen paciencia. Entre ellas están Londres y Asunción. Recordamos que esta última nos dio, la primera vez que la visitamos, la impresión de ser toda ella un gran barrio Franklin: no muy pulcra, revuelta, llena de ínfimos comercios. Pero al cabo de varias visitas y de caminarla largas horas, nos fue revelando un rostro, más que bello, lleno de carácter (cuánta belleza sosa encuentra uno por ahí). Lima está en la segunda categoría, aunque tiene algunas manzanas del centro y algunos parques y perspectivas que atraen de inmediato. Quizá es demasiado extensa, igual que Santiago, y para ir de un lugar de interés a otro hay que cruzar vastos yermos urbanos en que no hay nada digno de ser notado. Pero lo que ofrece Lima en amabilidad, en historia, en romanticismo y en cocina, no lo ofrece ninguna otra capital americana. Sobre todo ahora que la prosperidad económica ha limpiado casi como con una aspiradora muchas cuadras del centro que estaban, hace unos pocos años, hechas una lástima: ¡esos viejos balcones corridos, muchos de ellos con preciosas celosías, que caían en la ruina! Luego de una campaña enérgica, en que algunas grandes empresas (con el consiguiente bombo y propaganda) tomaron a su cargo la reparación de estos balcones, casi todos han vuelto ahora a su antiguo esplendor. Y qué decir del borde costero: darse un paseo lento y admirativo por ahí es un gran placer que se puede disfrutar si usted va, claro, bien dispuesto y no de un día para otro».

Termino de leer la nota y no sé si reír o llorar. Y ahora, ¿cómo le explicamos eso a Celia?

lunes, 21 de diciembre de 2009

Mi buena acción del mes

A pesar de mi apatía por las navidades, mi amiga me ha convencido de que hacerle un regalo a una persona necesitada y desconocida es la mejor manera de involucrarme y realizar mi buena acción del mes. Me envía un correo electrónico y una lista con decenas de nombres de niños que viven en la octava zona de Collique, en Comas. Escoge uno, me dice y me da instrucciones de la fecha y lugar de entrega del regalo. Hecho una mirada a la lista con la intensión de tomar alguno al azar, pero me detengo ante Franklin Cervantes. A juzgar por el apellido, supongo que algo de literario tendrá. Luego llamo a mi amiga para preguntarle si sabe qué es lo que le gustaría recibir de regalo. Voy a averiguar y te llamo, me dice.
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A mí me gustaban los camiones. Del tamaño de un zapato, mis camiones de plástico solían recorrer las serpenteantes carreteras, a escala, que yo y mis amigos construíamos en los pequeños acantilados del estadio de Colcabamba. Descendían alturas, cruzaban puentes, sorteaban badenes y llegaban a su destino con el chasis dañado y las ruedas engomadas de barro, pero con la carga intacta: como los camiones de verdad. Había un deleite en ello. Decidir el trazo, escarbar la tierra, estrenar el recorrido. Toda una mañana, toda una tarde, toda una niñez. Pero el mejor regalo era subirme al camión de mi padre. Viajar a su lado, verlo dominar aquella maquina indescifrable que rugía sus motores según sus órdenes para vencer las punas que separaban a Colcabamba del resto del mundo, era como acompañar a Neil Armstrong en el primer viaje a la Luna. Con él, a los cinco años, conocí Ayacucho, Huancavelica y Huancayo. Con él avancé al lado de los meandros del valle del Mantaro, atravesé Los Andes y en la Costa Verde vi el mar por primera vez en mi vida. Así como los marineros le ponen nombres a sus barcos, los colcabambinos le ponían nombres a su camiones. El de mi padre se llamaba (con toda justicia) «Rico Papá».

Franklin quiere ropa, dice mi amiga por el celular. Talla 14, como para un niño de 10 años. O si prefieres un par de zapatillas. Me interno en las tiendas del Megaplaza con la idea de que en una media hora puedo encontrar algún regalo. Saga, Ripley, Topy Top. Al cabo de dos horas aún no sé qué regalar. Llamó a mis amigas que son madres y les pido consejos. Un polo y una camisa, me dice una; unos pantalones, me dice otra; zapatillas, no porque uno nunca sabe con las medidas, me aconseja la última. Subo a la tienda de juguetes sólo por curiosidad. Para mi sorpresa no hay camiones. A lo más naves que disparan luces de colores, camionetas que surcan dunas fantasmas, automóviles que se transforma en robots.
Regreso al Topy Top y me decido por un polo y una camisa. Confío en que los colores y modelos serán de su agrado. Compro una bolsa de regalo y le escribo a Franklin una nota. Le digo que a pesar de que no nos conocemos le envío este regalo con mucho cariño y que espero que siga estudiando porque sólo estudiando se puede salir adelante. Yo hubiera preferido un camión.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Poderes secretos

Bisagra–editores se complace en presentar, dentro de su COLECCIÓN: qué novelas o puro cuento 3, la novela PODERES SECRETOS de MIGUEL GUTIÉRREZ. Están invitados.

Lugar: Casona de la UNMSM
Participan: Juan Manuel Chávez, Miguel Marticorena
Día: Jueves 17 de diciembre
Hora: 5:00 pm.
Organiza: Bisagra-editores

“Versatilidad en el tono, el estilo y la estrategia narrativa; también en el tema y la diversidad de los personajes convocados por su poderosa imaginación reelaboradora de la experiencia humana. Agréguese que entre nuestros narradores vivos, Miguel Gutiérrez sobresale en hondura simbólica, densidad psicológica, vibración poética y complejidad de referencias culturales, todo ello sin estorbar el placer central de tejer tramas cautivantes…”, comenta Ricardo González Vigil: en la contratapa de “Poderes secretos”.

martes, 15 de diciembre de 2009

Trampas para incautos

Yeniva Fernández (Lima, 1969), acaba de publicar «Trampa para incautos» (Revuelta, 2009). Compañera de aula en la Escuela de Escritura Creativa de la PUCP, Yeniva ha sabido plasmar con maestría los once cuentos que conforman éste su primer libro. En «Sierra norte», el cuento que abre la colección, por ejemplo, se puede sentir el viaje a la reconciliación que el personaje hace a un pueblo de la sierra norte huyendo de la ciudad, sobre poblada, estresante, contaminada; y en la que, por su gran parecido físico, es confundida con Beatriz Morales, una mujer que hace mucho tiempo no regresa al pueblo. Lo mismo se puede sentir con «Quédate a dormir», «Gloria», «El acompañante». En cada uno de ellos es inevitable dejar de caminar al lado de los personajes y volverse cómplice de sus actos. Lo recomiendo. Como dice la contratapa, «Los relatos que conforman Trampas para incautos están marcados por el aliento de la perplejidad. En ellos es posible rastrear las esperanzas y temores que embargan a sus protagonistas ante los peligros de la cotidianidad. Dueña de una mirada peculiar, en la que se fusionan la ingenuidad y la violencia interior, Yeniva Fernández nos conduce por los senderos del azar y los sueños, en pos de los mundos paralelos, en una suerte de escape o refugio, que solo una narradora de fuste como ella puede llegar a concebir».

viernes, 4 de diciembre de 2009

Julio Ramón Ribeyro: Psicoanalista

Después de meses de jugar a amarnos, ella me dijo que ya no. Dijo que estaba cansada, que era mejor que siguiéramos siendo amigos y que, por el momento, dejáramos de vernos. Pero ya era tarde, yo me había enamorado. Le expliqué, le insistí, le rogué. Y nada.
El portazo en la cara me dejó como un toro estocado. La odie. La maldije. La desgracié. Dispuesto a olvidarla, como si la distancia menguaría mi despecho, el fin de semana huí de Lima con dirección a La Oroya por unos asuntos de trabajo. Cogí mi mochila, mi walkman y el «Prosas Apátridas» de Julio Ramón Ribeyro que desde hacía semanas, junto con otros libros, esperaba su turno de ser leído. Casi al mismo tiempo en que partía de Yerbateros, me topé con la prosa 5: «Conocer el cuerpo de una mujer es una tarea tan lenta y tan encomiable como aprender una lengua muerta». La frase fue como una palmada en el hombro. Aquello de que las mujeres dicen que sí cuando dicen que no, se me apareció como un tajón de esperanza. El recuerdo de los meses en que habíamos jugado a los enamorados, en que nos habíamos burlado del futuro, de pronto comenzó a alegrarme el viaje. Hasta que, a la altura de Huachipa, me topé con la prosa 9: «Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso se volvería en una repetición, en el segundo en una tortura». Me caí de espaldas. Me retorcí en mi asiento. Entonces, quizá para convencerme, vanamente, que yo no era el perdedor, que la separación era lo mejor que podía sucederme, comencé a pensar en sus defectos y carencias. La vi horrorosa, tonta, pueril. Pero, ya enrumbando a Matucana, la prosa 31 me demostró que estaba equivocado. «No hay que exigir en las personas mas de una cualidad. Si les encontramos una, debemos ya sentirnos agradecidos y juzgarlas solamente por ella y no por las que le falta». El resto del viaje simplemente me entregué a la lectura. Una tras otra anoté en mi cuaderno a rayas las prosas que me traían las reflexiones de Ribeyro sobre ese inexplicable universo que es la mujer, sobre el ser y el estar en este mundo, sobre lo maravilloso y a la vez doloroso que puede llegar a ser, a veces, la vida. Poco a poco me fui calmando. Para cuando pasé por la laguna Huacracocha estaba convencido de que «la vida se nos da y se nos quita, pero hay momentos en que la merecemos, quiero decir que depende de nosotros que continúe o que cese.», como rezaba la prosa 141. Al llegar a La Oroya, no sólo había entendido mucho de mí, sino casi todo de aquella mujer (de cuyo nombre hoy no me quiero acordar). La perdoné aunque no había nada que perdonar; la comencé a ver como amiga aunque ya no lo era; la comencé a olvidar aunque ya no podía.
Algunos encuentran un momento de epifanía en la escena de una película, en la confesión de alguna historia, o en la estrofa de alguna canción. Yo encontré una en «Prosas Apátridas». En el viaje de retorno volví a leerlo. Anoté otra vez la prosa 200: «La única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro». Al llegar a Lima me sentí mucho mejor. Me fui a una cabina de Internet y le escribí a ella una última carta de amor.

martes, 24 de noviembre de 2009

Cerro Corá

«El cuartel empezó a llenarse de heridos, pero ninguno se retiró de las líneas, a excepción de aquellos incapacitados positivamente para seguir la lucha. Niños de tiernos años llegaban arrastrándose, las piernas desechas a pedazos o con horribles heridas de balas en los cuerpos semidesnudos. No lloraban ni gemían ni imploraban auxilios médicos. Cuando sentían el contacto de la mano misericordiosa de la muerte, se echaban al suelo para morir en silencio como habían sufrido». General Mahon, Ministro de Estados Unidos y testigo de la Batalla de Lomas Valentinas, 21 de diciembre de 1869.
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[…]Siete meses, doscientas jornadas de ardiente sol tropical, transcurren en esta marcha única en la historia. Hasta que el 14 de febrero de 1870 la caravana trágica llega a Cerro-Corá («escondido entre cerros» en guaraní) campo de buena gramilla, regularmente protegido, a poca distancia del Aquidabán-niguí, torrentoso afluente del Aquidabán. Diez mil muertos jalonan la ruta macabra desde la sierra de Azcurra; los que han podido llegar son poco mas de cuatrocientos. [El Mariscal] López da la orden de detenerse en Cerro-Corá: hay alimento para los caballos, alguna pesca y venados y guasunchos cruzan por los cerros. Ahí podrá descansar y comer.
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Llama el Mariscal a consejo de jefes y oficiales. Sentado en la sola silla del campamento (hay que guardar las formas) preside a los suyos que deben hacerlo en el suelo. Habla Francisco Solano [López]: se está en el último rincón de la patria, después viene el Matto Grosso brasileño. Atravesándolo se ganaría el asilo en el suelo bo­liviano. Más allá de los cerros está la salvación, pero ya no seria suelo paraguayo. ¿Podría darse fin a la epopeya escapando a la muerte, dejando Paraguay en poder de los brasileños? Para quitar solemnidad al momento desliza algunas bromas sobre los cambás. ¿Podrían ellos desde el extranjero asistir impasibles al apoderamiento de la patria?
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«Siguió un silencio -dice el coronel Aveiro-, y viendo que nadie hacia uso de la palabra, yo entonces dije al Mariscal que él era jefe de Estado y de nuestro ejercito; nuestro deber era sometemos a lo que el resolviera. Y entonces el mariscal dijo: “Bien, entonces peleemos aquí hasta morir”». No se habló más del asunto, el Presidente lo descarto como cosa resuelta. A continuación hizo leer por el ministro de Guerra, Caminos, un decreto otorgando la medalla de Amambay a los sobrevivientes de esa acción. No había medallas y con trozos de metal grabado a cuchillo se suple la falta; tampoco se encontraron cintas con los colores patrios, pero en una carreta se hallo un trozo rojo y gualda de alguna tienda española. Con esas medallas y esas cintas improvisadas, Elisa Lynch había confeccionado las condecoraciones, que el mariscal fue colgando en las rotas guerreras (cuando las tenían), o en el tahalí que cruzaba el pecho de los agraciados. Es la última ceremonia solemne del viejo Paraguay. Los colores españoles sirvieron para premiar, en el campo elegido para morir, a estos nietos de conquistadores dispuestos a mantener enhiesta la virtud de la raza. Después de repartirles “como recuerdo” algunas prendas suyas, el Mariscal pasó revista al ejército, cuyos datos anotó minuciosamente el coronel Panchito como jefe de su estado mayor. Por ese papel recogido en la faltriquera del niño-héroe pocos días después, pueden conocerse los efectivos de López el día del desastre final.
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409, exactamente cuatrocientos nueve combatientes de todas las edades, quedaban de los cien mil hombres llamados bajo bandera en los cinco años de guerra: cuatrocientos nueve sobrevivientes del gran ejército lanzado en 1864 contra el imperio para defender la libre determinación de las repúblicas hispanoamericanas. De sus doscientos regimientos originales todavía existían por lo menos en la numeración diez y seis cuerpos: algunos (el 25° de infantería) reducido a once plazas entre jefes, oficiales, suboficiales y tropa; el más numeroso (el de maestranza) tenía cincuenta y dos. Estaba aún el famoso 4° de infantería organizado por Eduvigis Díaz con los jóvenes de la mejor sociedad asunceña, aunque redu­cido a 39 hombres en total. Su abanderado llevaba atada al brazo (pues debió abandonar el asta) un jirón del paño tricolor salvado de la metralla.
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Catorce días esperan en Cerro-Cora el desenlace. Mientras tanto no descuidan las cosas de la existencia cotidiana: el general Caballero va con unos cuantos jinetes a la caza de venados (esa ausencia le permitiría salvar su vida), el Mariscal y sus hijos tienden espineles en el Aquidabán-niguí. Sentado en una palmera caída a orillas del arroyo, López cuenta chascarrillos como si nada ocurriera; diríase un padre de familia en excursión dominical con los suyos. Está tranquilo, muy tranquilo, e infunde confianza a todos. Ha tomado las precauciones militares para recibir a los bra­sileños como es debido: los cañones custodian la picada de Villa Concepción por donde seguramente llegaran los imperiales; los caballos están dispuestos y las armas en pabellón para el momento oportuno. Sólo resta esperar.
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Por las noches, ardientes y húmedas del verano tropical, se oyen las arpas paraguayas, y algún cantor entona, en guaraní, las melodías populares. Como si lo que ha ocurrido y está por ocurrir, fuese la cosa más natural del mundo. Algunos indios caygús traen alimentos a los paraguayos; el 28 de febrero advierten a López la proximidad de los brasileños: le ofrecen esconderlo en sus tolderías, en el fondo de los bosques, donde jamás podrían encontrarlos: Yahjá curaí, ndé, topá i chene rephé los cambá ore apytepe. ("Vamos, señor; no darán con usted los negros adonde pensamos llevarle"). López agradece y declina el leal ofrecimiento. Su resolución estaba tomada: moriría con su patria.
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A la mañana siguiente -1° de marzo [de 1870]-, algunas mujeres escapadas de los puestos avanzados, llegaron al campamento con la noticia de que los brasileños, conducidos por un traidor, se habían apoderado, sin combatir, de los cañones. El general Roa, jefe de la retaguardia, acababa de ser degollado con los suyos. No hubo combate, solamente una sorpresa y la matanza. Como a fieras. Con toda calma, López ordena ensillar y disponerse en guerri­lla. A eso de mediodía, irrumpieron los jinetes del general Cámara. Son muchos, veinte veces más que los paraguayos, y tienen armas de precisión y caballos excelentes. Pero la presencia de los para­guayos, dispuestos a la lucha, los hace detener. Estos, sin mayores armas de fuego, avanzan en sus escuálidos jamelgos en una carga que debe hacerse al paso; los imperiales eluden a fin de mantener la superioridad que les dan sus carabinas. No se llega al entrevero y la caballería guaraní es diezmada.
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Después, será el tumulto. Sobre López y Panchito, atraídos por el uniforme del Mariscal, se lanza el coronel brasileño Silva Tavares y su guardia: Francisco Solano alcanza a ordenar a Panchito que proteja a su madre y sus hermanos, y hace frente a los imperiales con la sola arma de su espadín de oro -regalo de las patricias paraguayas, en cuya hoja se lee Independencia o Muerte-; el ayudante de Silva Tavares, un sargento apodado Chico Diavo, consigue asirlo de la cintura, al tiempo que otro soldado le descarga un golpe de sable en la cabeza. López tira una estocada a Chico Diavo, que el brasileño contesta con un lanzazo en el vientre. En ese momento, algunos paraguayos -el coronel Aveiro, el medico Ibarra, el capitan Arguello- corrieron en auxilio del jefe. Pese a sus heridas, López se mantiene sobre el caballo -«un bayo flacón»- y les grita: «¡Matemos a esos macacos!». Los imperiales, en orden, pero contenidos por el refuerzo que ha llegado a salvar a López, ponen alguna distancia. Aveiro se acerca a López: «Sígame señor». Lo conduce por una picada que se interna en el bosque, mientras Ibarra y los demás contienen a los invasores. Los brasileños lo siguen: "E o López, é o López" ("Es López, es López"), y la soldadesca se aprieta en su persecución porque la cabeza del Presidente está premiada con cien libras esterlinas, y todos quieren ganarla. También el general Cámara endereza su caballo tras el Mariscal: no busca el premio en metálico, pero quiere cobrar la pieza grande, dar el jaque mate definitivo).
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Abriendo senda por la picada, los paraguayos llegan hasta el arroyo, el Aquidabán-niguí. López, agotado y desangrando, cae de su cabalgadura. Apenas puede tenerse en pie, y Aveiro e Ibarra lo ayudan a cruzar la corriente; quieren subirlo por la barranca opuesta pero el considerable peso del presidente se los impide: «Déjeme»", les dice López en guaraní; pero no quieren abandonarlo. Les pide que busquen una subida menos escarpada, dejándolo mientras tanto junto al tronco de una palmera. Llegan los brasileños: un soldado persigue al cirujano Estigarribia por el arroyo, y lo atraviesa de un lanzazo. López trata de enderezarse, pero se desploma cayendo al agua; consigue sentarse y saca su espadín de oro con la mano derecha tomando la punta con la izquierda. Cámara se le acerca y le formula la propuesta de rigor: «Ríndase, Mariscal, le garantizo la vida»; López lo mira con ojos serenos y responde con una frase que entra en la historia: «¡Muero con mi Patria!», al tiempo de amagarle con el espadín. Será éste el último de los crímenes del «monstruo». «Desarmen a ese hombre», ordena Cámara desde respetable distancia. Ocurre entonces una escena tremenda: un trompudo servidor de la libertad se arroja sobre el moribundo eludiendo las estocadas del espadín para soltarle la mano de la empuñadura; el Mariscal, anega en sangre el agua que lo circunda, medio ahogado, entre los estertores de la muerte, ofrece todavía resistencia; el cambá lo ase del pelo y lo saca del agua. Ante esa resistencia, Cámara cambia la orden: «¡Maten a ese hombre!». Un tiro de Manlicher atraviesa el corazón del Mariscal, que queda muerto de espaldas, con los ojos abiertos y la mano crispada en la empuñadura del espadín. «¡O diavo do Lopez!» (¡"Oh! ¡diablo de López!"), comenta el soldado dando con el pie en el cadáver.
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El exterminio de los últimos paraguayos es atroz. El general Roa, sorprendido en el arroyo Tacuaras, había sido intimado. «¡Rendíte, paraguayo danador! (¡Rendite, paraguayo condenado!)»; «¡Jamás!» ...y se deja degollar. El vicepresidente Sánchez, moribundo en su coche, es amenazado. «¡Ríndase, fio da puta...!» («¡Ríndase, hijo de ...!»); el viejo octogenario abre los ojos asombrado; «¡Rendirme yo, yo?», y descarga su débil bastón sobre el insolente: un tiro de pistola lo deja muerto. Panchito acompaña a su madre y a sus hermanos pequeños que han conseguido refugiarse en su coche; hace guardia junto a la puerta. Llegan los brasileños y preguntan si esa mujer es «la querida» de López, y esos niños, «sus bastardo»; Panchito arremete contra los canallas, que sujetan al niño: «Ríndete!» «¡Un coronel paraguayo no se rinde!». Lo matan.
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Elisa Lynch cubre el cuerpo de su hijo. Algún desmandado quie­re propasarse, y la mujer le impone: "¡Cuidado, soy inglesa!". ¡Ah, tiene temores ese mayor Floriano Peixoto de otra cuestión Christie con Inglaterra! La deja en libertad. Elisa buscara esa noche el cuer­po de Francisco Solano para enterrarlo junto al de Panchito en una tumba cavada por sus propias manos. El cadáver del Mariscal está desnudo, porque la soldadesca lo ha desponjado (el reloj de oro que llevaba esa tarde fue mandado como trofeo a la Argentina). Elisa encuentra una sábana de algodón y amortaja los cuerpos queridos. Entre el estrépito de triunfo de los vencedores que festejaban su definitiva victoria. Elisa reza su sencilla oración despidiendo a su compañero y a su hijo. La noche se ha puesto sobre las tremendas escenas de la tarde, y un farol mortecino, llevado por un niño de nueve años, es la única luz que alumbra el sepelio del gran Maris­cal. La guerra del Paraguay ha terminado.
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No. Lo que acabas de leer no es un cuento. Es la vida real. Es parte de las narraciones de «La Guerra del Paraguay» (1865-1870) del historiador argentino José María Rosa. Después de «El Diario de Guerra del Mariscal Cáceres» es el libro más triste que he leído en mi vida. De acuerdo al historiador, la resistencia paraguaya contra la Triple Alianza (Brasil, Argentina y Uruguay) es una de las historias de heroísmo más grandes de la historia universal. También la más sangrienta. Al final de la guerra, cerca del 76% de la población paraguaya había muerto. Apenas 14,000 (2% de los 194,000 sobrevivientes), eran hombres. En la batalla de Acosta Ñu, la penúltima batalla de esta guerra, el Ejército Paraguayo estaba integrado en su mayoría por mujeres, ancianos y niños. Apenas 300 de los 3,500 soldados (en su mayoría niños menores de 12 años) sobrevivieron. Cerro Corá fue la última batalla.
El libro me lo regaló mi gran amigo Mario León, que por estos meses anda derramando su talento de ingeniero por Ciudad del Este y Asunción. Eso es lo bueno de tener amigos en el extranjero: cuando llegan de visita te traen libros que de otra manera no podrías lograr.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

«The Cure en Huancayo» en Huancayo

Soy otra victima del estrés. Salgo de Lima para ir a la 1ra Feria del Libro Zona Huancayo con la incomodidad intermitente de una espina en el pecho. Según el médico es el reflejo de una contractura muscular que desde hace semanas me tiene con la sensación de andar llevando una carga en la espalda. Pero llego a Huancayo y siento que la carga ha desaparecido. A pesar de haber viajado de noche, y a pesar de no haber cumplido del todo la receta del médico porque las pastillas me dejan secuelas de un profundo sueño, siento mi espalda renovada. En cambio, parece que el dolor puntiagudo del pecho se me ha subido a la cabeza y me provoca un ligero mareo. Suelo ir a Huancayo frecuentemente cada año, pero por primera vez en mi vida soy victima del soroche.

Me voy a desayunar con mi hermana Zonia a uno de los cafés al paso de la calle Loreto y nos comemos unos tamales blancos con agua de muña. El malestar amaina gracias al mate, pero aún persiste. Compro unas pastillas antisoroche (¿antiroche?), pero me abstengo de tomarlos al leer las contraindicaciones: la cafeína y yo nos llevamos mal. Llego al Centro Comercial Real Plaza con media hora de anticipación para el taller de narrativa que me toca dictar al medio día como parte de la programación de la feria. Juan Carlos Revollar, uno de los organizadores, me da la bienvenida y me presenta a Sandro Bossio, uno de los mejores escritores contemporáneos del centro del Perú, luego a Jorge Salcedo y Juan Carlos Romero, responsables de Bisagra Editores. Me muestran toda la producción literaria de autores de la zona que han publicado este año bajo su sello y celebro con ellos la alegría de ver una fiesta de libros en nuestra ciudad. Luego me invitan al auditorio. Está lleno de jóvenes. Son en su mayoría escolares y universitarios. Había preparado un pequeño discurso porque no confío en mi memoria, pero poco a poco la lengua se me destraba y voy contando como me salga el cómo es que escribí «The Cure en Huancayo» y cómo ha sido mi esforzado, pero incipiente paso de la ingeniería a la literatura. Luego vienen las preguntas y me conmuevo al oír que varios de esos jóvenes han leído el libro, me sorprendo con la apreciación que una niña de cola de caballo y uniforme escolar hace sobre la obra de Juan Rulfo y Pedro Páramo (yo leí ese libro a los treinta y dos y no podría haberlo resumido mejor que ella). Es reconfortante ver que algunos niños disfrutan del placer de leer.

Hay uno que no se va. Flaco, de ojos rasgados, el pelo lacio con un cerquillo, parece un harry potter chino. Hace rato que ha terminado el taller y estoy conversando con algunos jóvenes, pero el chino no se acerca. Parece esperar a ser el último en hablar conmigo. Al final lo hace. «¿Puedo molestarlo?» —dice—. Claro, respondo. «Este año postulé a la UNI y no ingresé —agrega con cara de fastidio—. Me sigo preparando, pero desde que leo literatura cada vez me gustan menos los números. ¿Qué hago?», me interroga como si yo fuese, más bien, su psicólogo. Me recuerda a mí a los 15 años. Con una mochila al hombro, un libro de cuentos en la mano y una tremenda incógnita en el rostro. Se puede hacer las dos cosas, respondo. Me gustaría decirle que se dedique sólo a la literatura, pero no tengo el valor. ¿Acaso yo tengo la autoridad para decirle que haga lo que yo aún no me atrevo a hacer? Para cuando el taller ha terminado estoy mucho mejor. El dolor puntiagudo en la cabeza se ha ido y corro con mi hermana a buscar un restaurante que pueda calmar mi hambre de perro callejero.

Luego viene la presentación del libro en la Casa de la Cultura, en la bajada de El Tambo. El auditorio está ocupado de estudiantes del Colegio Heroínas Toledo y la Universidad Particular Los Andes. Oigo la crítica del Profesor José Oregón del Colegio Salesiano, la del Dr. José Cerrón de la Universidad del Centro, y Jorge Salcedo de Bisagra Editores, respecto a «The Cure en Huancayo» y me emociono. Una niña del Colegio vestida de jaujina declama un poema a Concepción, un coro de estudiantes estalla en carcajadas cuando el Dr. Cerrón lee pasajes del libro; por la noche, hablo de aquello en un set de televisión, frente a la grabadora del Diario Correo. Siento que por momentos como esos todo ha valido la pena.

Pero no todo es perfecto. Aquella felicidad contrasta con las malas noticias que me llegan de Lima respecto a la agonía y la muerte de mi primo César por causa de un cáncer. Hace días que esa situación tiene en vilo a mi madre y mi familia. ¿Cómo alguien que nunca en su vida a bebido ni fumado puede morir de un cáncer a la garganta?, me pregunto ahora frente el auditorio que ha venido a la Feria, a pesar del chaparrón que acaba de empapar Huancayo y le dedico a él la presentación del libro como si eso ayudara en algo.

Por la noche regreso a la feria. El auditorio está abarrotado. Mucha gente ha venido atraída por la programación que anunciaba la presentación de Beto Ortiz y su libro «Por favor no me beses». Pero hace poco se supo que no vendría. En su lugar los «Feedback», una banda de rock de jovencitos, ocupa el estrado. No pasan de los veinte años de edad. El guitarrista, un melenudo casi niño pasea sus dedos por el diapasón y hace trinar a la guitarra eléctrica; la cantante, una joven delgada como un palo, apenas se contornea adormecida por la timidez, pero reproduce a la perfección el canto de Mariska Veres, la voz de «Shocking Blue» cantando Demon Lover. El segunda guitarra anuncia que ahora van cantar «A hard day´s nigth» de The Beatles. Algunos jóvenes del público dejan el auditorio. «Déjenlos. No les gusta lo clásico», recrimina el guitarrista ante la pifia del resto del auditorio. ¿Qué tiene Huancayo que hace que unos adolescentes toquen música de hace más de 40 años? Celebro comprobar que esa vida cultural y bohemia que viví en mi adolescencia no ha cambiado. Siento un placer supremo en caminar sin rumbo por las calles de aquella ciudad, fumar sentado en un banco de la Plaza Constitución, espiar mujeres guapas detrás del telón del anonimato; ver y oír un chaparrón de invierno, sentir el olor de la tierra mojada; escuchar por el walkman a Susan Vega bajo el alero de una casa de tejas esperando que pase el aguacero; devorar un caldo de gallina en un restaurante al paso en la Av. Giraldez. Despertar viéndole la cara al Sol y desayunar un mondongo en el Mercado Mayorista. Huancayo sigue siendo una buena terapia, he pasado tres días ahí y mis achaques se han esfumado.

lunes, 2 de noviembre de 2009

1ra Feria del Libro Zona Huancayo

Se viene la 1ra Feria del Libro de Huancayo. Del 10 al 22 de Noviembre del 2009, el Centro Comercial Real Plaza Huancayo será el centro de una fiesta cultural alrededor de los libros. Ahora sí, todo está listo. Hasta el mismo Mario Vargas Llosa se ha sumado a las felicitaciones. En carta dirigida a los organizadores, saludó la realización de la feria del libro en Huancayo por los «encomiables fines que persigue para el fomento a la cultura en una importante zona del país». Una gran noticia para quienes estamos ligados a Huancayo y adoramos la literatura. Y una múltiple emoción para mí porque el Viernes 13, de 12:00 a 14:30 horas, estaré participando en un Taller de Narrativa en la que compartiré mi experiencia como narrador venido desde la ingeniería; y porque el sábado 14, de 15:00 a 16:00 horas, será la presentación de «The Cure en Huancayo», en Huancayo.
No puedo ocultar mi emoción con la sola idea. Me siento como el hijo que regresa a casa para contarle a sus padres dónde es que había estado todo este tiempo. Volver a la ciudad donde he crecido y vivido hasta los 18 años, de donde me viene el recuerdo de los primeros libros que leí en mi vida; de donde me vienen los recuerdos más memorables de la infancia y la adolescencia, y que están plasmados en mi primer libro, es una emoción doblemente grata y feliz.
Están todos invitados. Pueden participar en la programación y en los concursos de cuento, ensayo y cómic. Las bases se pueden descargar desde la web de la feria: www.feriadellibro.com.pe o desde el perfil de Facebook: www.facebook.com/felizh.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Mi techo de eternit

Lenta, lenta, la gaviota
distante rema su vuelo
derrotada sin derrota
que onda tristeza de cielo

Manuel Scorza


Despierto odiando el invierno limeño. Con la ausencia del sol se me activa una alergia nasal que suele taparme las fosas y me condena a la sensación de estar agripado. Miro al cielo mientras caliento el motor del auto antes de salir a trabajar. Está nublado desde hace tres días. Es como si en todo ese tiempo Lima estuviera cubierto por un techo de eternit; de esos de asbesto-cemento, plano y mustio; un techo que nos condena a la sombra, a la bruma, al frío. Tres días sin sol, me repito, porque llevo la cuenta y vuelvo a echar de menos un soleado amanecer como los de la sierra.

¿Por qué tenemos ese cielo en Lima? Esa fue la pregunta que le hice en la UNI a mi profesor de hidrología alguna vez. Me dijo que el culpable era «El Anticiclón del Pacífico Sur», una corriente que regresa cada año al Perú entre abril y octubre; y que con su alta presión genera la circulación de vientos del sur en dirección al norte, recogiendo la humedad del mar y llevándola justo-justo sobre Lima donde se mantiene condensada en forma de tercas nubes bajas y saturadas de humedad. ¿Y por qué justo en Lima?, continué. ¡Ah!, eso pregúntale a Dios, respondió.

Aún no me he topado con Dios. Pero quizá esa incógnita sea la mayor marca limeña. No creo que exista otra capital que lleve impregnada en su personalidad la imagen de un cielo tan brumoso, frío y húmedo; una ciudad que se vista de gris durante días, durante semanas enteras como si no le importara la existencia del sol; como una persona a la que no le importara salir de casa, enterarse de lo que pasa afuera, en el resto del mundo. Recuerdo mi vuelo Ámsterdam-Lima del año pasado. El avión estaba lleno de turistas europeos. Era junio y era verano. Salimos a las 9 am, con un sol sonriente que no nos abandonó durante todo el viaje, hasta que atravesamos el techo de eternit para aterrizar en Lima. Entonces el sol desapareció. Vi las caras de confusión de los turistas tratando de explicarse a dónde diablos se había ido el Sol tan de pronto, de dónde había aparecido un cielo gris tan denso y tupido. «Saquemos los impermeables, creo que va a llover», le dijo en inglés un gringo a su gringa mientras nos preparábamos para dejar el avión. Le dije que no se preocupara, que en Lima nunca llueve. El gringo me respondió incrédulo. Traté de explicarle, en mi pobre inglés, aquello del Anticiclón del Pacifico Sur. No creo que recuerde mi explicación, pero seguramente recordará aquel cielo en el que parece que va llover y nunca llueve.
Recuerdo esa historia mientras manejo sobre esta especie de off road en que se ha convertido Tupac Amaru con las obras del Metropolitano. Reniego de Lima otra vez. Entro a Evitamiento y para mi sorpresa el tráfico está liviano, tanto que llego a mi trabajo en La Atarjea media hora antes de lo previsto. El estacionamiento está tan vacío que parece que los únicos seres que habitamos el lugar somos yo y un par de autos. Vuelvo a mirar el cielo. Esta vez lo hago atraído por el graznido de las gaviotas que surcan el techo de eternit. A esta hora suelen ir en bandadas con un vuelo lento y ordenado en dirección a Huachipa, en contra sentido al curso del río Rímac. Lo hacen con una paciencia envidiable, como niños que van a la escuela. Es una imagen reconfortante que por un momento me hace olvidar mi alergia y mi añoranza por el sol. He visto muchas veces a aquellas aves haciendo aquel viaje, pero recién ahora se me ocurre preguntar ¿por qué lo hacen? ¿Por qué luego regresan por el mismo camino? ¿Será por la misma razón que nosotros y el Anticiclón del Pacífico Sur escogimos a Lima como nuestro hogar?

sábado, 17 de octubre de 2009

El poder del acetato

Mi hermana se ha reconciliado con su esposo. La noticia no le ha hecho mucha gracia al resto de mis hermanos que han venido a casa aprovechando el domingo. Lo veo entrar en mi casa y no oculto mi incomodidad. Se sienta en la sala, frente a mí. Me saluda. Le respondo fríamente y continúo leyendo los periódicos del domingo. No hablo nada, estoy absorto en la lectura, pero noto que él está incómodo por la forma como lo he recibido. «Uli, en el carro tengo un tocadiscos», me dice de pronto. «¿Lo quieres escuchar?». La propuesta me sorprende. ¿Tocadiscos?, respondo extrañado. Me cuenta que hace unos días compró un tornamesa de manos de un reciclador, por apenas veinte soles, y que le ha acoplado unos parlantes viejos. ¿A quién se le ocurre semejante cosa?, me pregunto mientras escucho los detalles del regateo. Tráelo pues, respondo con indiferencia. Al rato entra a casa y arma el envejecido equipo en medio de la sala con la destreza de un niño que arma un playgo. Saca un disco de acetato. Lo reconozco: es el “Please Please Me” de The Beatles. También ha sido parte del regateo. Lo limpia con diligencia, selecciona el rotor en 33 rpm y lo pone a girar. «The world is treating me, Misery…», canta la voz juvenil de un Paul McCartney. La melodía, la imagen del disco girando en la consola, el sonido de cancha reventada que suena de fondo me hace abandonar los periódicos que leía.

Desde que tengo uso de razón, mi casa ha estado llena de música. En los ochentas, cuando yo era un adolescente, mucho de aquello era obra de mi hermano Jaime. El era quien frecuentemente llegaba a casa con un nuevo disco de acetato que compraba o conseguía prestado. Pero no podíamos escucharlo. Para hacerlo teníamos que esperar a que alguien nos prestara un tocadiscos porque, en aquellos tiempos, tener un equipo como ese era un lujo que mi familia no podía darse. Pero lo conseguíamos. Entonces reventábamos la sala. Íbamos de Luis Eduardo Aute a Supertramp, de José José a Reo Speedwagon, de Franco de Vita a la Estudiantina Perú, de Nat King Cole a Wayanay. Luego vinieron los casettes y los discos terminaron en una caja, después vinieron los discos compactos y la caja se refundió debajo de alguna cama. Nunca más necesitamos de un tocadiscos. Cuando nos mudamos a Lima la caja de discos vino con nosotros. Desde entonces, cual lastre conchudo, nos ha seguido en las mudanzas hasta terminar en un oscuro y polvoriento rincón.

«Ahora escucha esto», me dice mi cuñado. Saca un disco de 12 pulgadas y repite el rito para ponerlo a sonar. Ahora es la voz de Augusto Ferrando. Describe la ubicación de los caballos que están corriendo en un hipódromo. Conforme Santorín, el engreído peruano, va superando la cola, la voz calmada de Ferrando se va transformando en una voz agitada hasta terminar hecha un manojo de llanto y emoción cuando Santorín llega a la meta con 13 cuerpos de ventaja y gana los 3000 metros del clásico "Pellegrini" de Buenos Aires 1973. Me echo a reír ¿Cómo pueden haber discos de acetato con ese tipo de grabaciones? Recuerdo las joyas que tengo en la caja. Voy a sacar unos discos que tengo, le digo a mi cuñado. Corro a mi cuarto. Rebusco los rincones y los encuentro después de varios minutos de tantear. Saco los discos de 45 rpm de “Princesa”, aquel clásico de Joaquín Sabina, cantado por José Antonio Muriel; “En ti” cantado por José María Purón. Están cubiertos de un polvo de años, oliendo a moho. Los limpio, los pongo a sonar en el tocadiscos. Para mi sorpresa ambos discos suenan sin ningún problema. Son versiones que ansiaba escuchar y que nunca pude conseguir en internet o los mercados pitaras. ¡Vamos a conectarlo a mi computadora!, digo. Ahora soy yo el que se transforma en un niño. Desarmo el tocadiscos, lo vuelvo a armar al lado de mi PC, conecto las salidas de audio a las entradas del Sound Blaster y los transformo en mp3.

Río. Hablo con mis hermanos acerca de los recuerdos que nos traen aquellas canciones, los recuerdos que nos traen el resto de discos de acetato que acaban de salir de su sarcófago de cartón. Bromeamos con mi cuñado. A fin de cuentas, todos merecemos una segunda oportunidad.

lunes, 5 de octubre de 2009

Clare Torry, la voz del dolor que nos provoca la muerte

En 1972, en los el estudios de Abbey Road, Clare Torry improvisó un solo de voz pensando en la muerte. Eso es lo que le habían pedido Alan Parson y los Pink Floyd durante las grabaciones de The Great Gig in the Sky, una de las canciones más memorables del álbum Dark Side of The Moon. Sobre los acordes de piano compuesto por Rick Wright, Clare soltó para la posteridad la melodía góspel que resumía el dolor que nos provoca la muerte.
«Yo era una compositora del staff de EMI —diría ella años mas tarde—, recién salida de la escuela, que había empezado a hacer algunas sesiones vocales. Recibí una llamada telefónica para ir y hacer una sesión para Pink Floyd. No significaba nada para mí en ese momento, pero acepté y fue arreglado: 7 a 10 pm del domingo 21 de enero, Studio 3. Cuando llegué ellos me explicaron el concepto del álbum y pasaron la secuencia de acordes de Rick Wright. Dijeron: “queremos un poco de canto sobre ella”, pero no sabían lo que querían, así que sugerí meternos en el estudio y probar algunas cosas. Empecé usando palabras, pero ellos dijeron. “oh, no, no queremos palabras”. Así que en la única cosa en la que pude pensar fue hacerme a mí misma sonar como un instrumento, una guitarra o lo que fuera, y no pensar en una vocalista. Lo hice y ellos lo amaron».
No sólo los Pink Floyd la amaron. También yo lo hice la primera vez que la oí. Fue en 1989, en la Residencia Universitaria de la UNI, donde vivía. Eran como las once de la noche, y en la soledad y el silencio de mi habitación, mientras trabajaba en un informe de laboratorio, en la radio comenzó a sonar los arpegios de un piano y guitarra en la menor, tan dulce que me distrajo de lo que hacía. La melodía ascendía en intensidad hasta oírse una voz en off diciendo en inglés: «No tengo miedo a morir, en algún momento pasará, no importa. ¿Por qué debería temer? No hay razón para ello, tú te tienes que ir en algún momento». Enseguida, sobre una ondulada melodía en órgano Hammond vino el clímax: una voz negra, llena de ira y dolor, hasta que esa misma voz se fue apagando y a la vez transformándose en un trino de resurrección. Sobre el final, casi como un murmullo una voz dice: «Yo nunca dije que le tenía miedo a la muerte». Yo no estaba triste en ese momento —no tenía porque estarlo—, pero al final de aquella canción me quede helado, tieso, conmovido.
La semana pasada se cumplió un aniversario más de la muerte de mi padre. Por un golpe bajo del destino, hace trece años, me tocó recibir la horrible noticia de su partida y ser el que se los diera al resto de mi familia. Aún hoy se me escarapela el cuerpo cuando recuerdo todo aquello. Pero gracias a aquella canción y a la voz de Clare Torry, aquel recuerdo toma otro matiz; más que miedo, ahora, la muerte me inspira estoicismo, fortaleza, refundación.
El viernes me fui a la Noche de Barranco para escuchar a Big Pink. Los oi haciendo una impecable versión de The Dark Side of The Moon. Escuché The Great Gig in the Sky en una perfecta interpretación. Clare Torry, esta vez, tenía la voz de una mujer menuda, frágil, limeña. No puede evitar escribir estas líneas.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Aún adoro a Winnie Cooper

Yo era un adicto a «Los Años Maravillosos». A finales de los ochentas, mientras dividía mi tiempo entre la secundaria y el desconcierto preuniversitario, acomodaba mi horario para estar en casa antes de las 6:00 p. m. y no perderme ningún capítulo de la serie en la pantalla blanca y negra de mi televisor. Era la reencarnación de Kevin Arnold. A pesar de que mi calle sin asfalto, en el centro de Huancayo, no se parecía en nada a los suburbios norteamericanos, a un recién salido de la adolescencia como yo, le era inevitable identificarse con los miedos, los aciertos, los recuerdos; la obcecada manera de cómo Kevin amaba a su vecina.

Hace unos meses conseguí los DVDs con los 60 capítulos de la primera temporada. Las vi todas. A diferencia de los ochentas en que la emisión televisiva nos condenaba a ver la serie en el orden que se le antojaban a la dictadura de los programadores, de manera que los personajes eniñecían o avejentaban de un día a otro; esta vez la vi en estricto orden cronológico. Mi apreciación cambió. Quizá sea la distancia del tiempo, la madurez que nos inyecta la vida, el peso de nuestra propia experiencia; el hecho es que ahora entiendo la actitud de varios de los personajes. La disciplina, el rigor, la autoridad que imprimían los padres de Kevin, por ejemplo. Los arrebatos socialistas de Karen en el contexto de finales de los sesentas, el humor negro de su hermano Wayne; el temor de Paul a lo desconocido, el dilema del resto de sus amigos.

Pero aún me conmuevo con la voz en off del Kevin Arnold adulto, reflexionando al final de capítulo y con el celestial recuerdo de Winnie Cooper. Después de él yo era quien más la adoraba. Adoraba aquella cabellera negra, larga y lacia que nacía de una bincha hippie, y que le cubría la espalda con un velo de incomparable feminidad; caía rendido ante sus pobladas cejas, sus ojos de muñeca viva, color caramelo; terminaba enternecido con su frágil figura, su liviano andar. Como la huancaína de mi adolescencia.

Después de esos 60 capítulos, me consta lo difícil que la tuvo Kevin para conquistarla. Kevin le da un piquito por primera vez en el Capítulo 1, pero tuvo que esperar hasta el Capitulo 36 para que ella, la muy caprichosa, recién le de el «sí». A partir de ahí la historia se torna apasionada, tormentosa; como toda historia de amor que se respete. En el capitulo 40, van a una fiesta organizada por «el Hugh Hefner de la Secundaria Kennedy», fiesta a la que sólo podían asistir parejas y en el que la osadía era jugar una ruleta rusa. La pareja seleccionada debía besarse en «el cuarto oscuro», un cubil con cortinas de cabaret, al fondo de la sala. Les llega el turno a Kevin y Winnie. Hasta ese momento nunca se habían besado, es decir, no habían chapado, para decirlo en peruano; apenas se habían dado un piquito y no pasaban de andar tomados de la mano. Entran al cuarto oscuro. Les dan 5 minutos. Se quedan mudos, no atinan a nada. Afuera el resto de parejas lanzan alaridos de burla. Entonces, Winnie sale corriendo de la fiesta. Kevin va tras ella, pero no logra alcanzarla. Regresa solo a casa con un tremendo sentimiento de culpa, pensando en la vergüenza que le ha hecho pasar a la pobre Winnie. Pero esa misma noche aparece tocando la ventana del cuarto de Kevin. «Dios, por favor, por favor, por favor, que éste no sea otro de esos sueños en que veo a Winnie», dice Kevin incrédulo. Esa noche, se van a caminar al Bosque Harper, y recién allí chapan por primera vez.

En el Capítulo 44, Winnie se muda de barrio y de secundaria. Kevin, temiendo perderla definitivamente, pide consejos a sus amigos. «Cómprale un anillo. Con eso, ellas se mantienen fieles», le recomienda Jobson, el donjuán del colegio. Kevin sigue el consejo. Compra el anillo y cuando está por dárselo, ella termina con él. Aduce que viviendo en lugares separados no podrían verse, ni hablar como antes. Despechado, Kevin tira el anillo a la basura y jura que no la va a buscar más. El día de la mudanza, no puede resistirse. Kevin va en búsqueda de Winnie. La encuentra subiendo sus pertenencias al camión. Se despiden. Le dice lo mucho que la ama, lo mucho que significa para él. Al abrazarla, le toma la mano y descubre que Winnie tiene el anillo que días antes había tirado a la basura. «Hasta que Winnie se fue, todo mi mundo estaba a las puertas de mi casa. Pero ahora, tal vez, el mundo tenía que ser un poco más grande», dice la voz del Kevin adulto, mientras el niño camina sujetando la bicicleta sobre el asfalto del vecindario.

Con el capítulo 57 y 58, solté unos lagrimones. Winnie estudia ahora en la Secundaria Jhonson. Por un milagro de los dioses, coinciden con los estudiantes de la Secundaria Kennedy, donde aún estudia Kevin. Ambos colegios van juntos al Museo de Historia Natural. Kevin ve en esa visita la oportunidad de ser la pareja que eran antes, cuando iban a la misma Secundaria, cuando viajaban en el mismo bus. Con ayuda de Paul y sus amigos, logra colar a Winnie en el bus del colegio Kennedy. Pero descubre que todo ha cambiado. Ella se la pasa saludando a sus amigos de la Secundaria Jhonson dentro del Museo, tratando de estar y no estar con ellos. Entonces sugiere que sería mejor que cada quien se fuera con los suyos. Así lo hacen muy a pesar de Kevin. Cuando están por emprender el regreso, Winnie confiesa que se ha enamorado de un tipo que estudia con ella. Termina con Kevin. Él cree que se trata de un mal entendido. Regresa al bus a esperarla, pero, en el asiento vacío de Winnie, descubre el anillo que antes le había regalado. «Entonces supe que la chica de a lado se había ido y que la vida no volvería a ser la misma jamás», dice la voz del Kevin adulto. Pero no se conforma. Él, que en todo ese tiempo se mantuvo fiel, (ya pasaron mas de 22 capítulos desde que le dio el sí), soportando los acosos de Vecky Slater (aquella niña que hasta le golpeaba por no darle bola) y de Madelen Adams (aquella belleza que le hablaba en francés, y por la que media Secundaria Kennedy estaba loco), trata de recuperarla. Arma una fiesta en casa de Paul con la idea de invitar a Winnie y hablar con ella. Pero al enterarse que iba a ir con su nuevo novio, invita a Madelen. En la fiesta, victima de los celos, Kevin baila como un descosido tratando de llamar su atención. «Winnie te está poniendo en ridículo. Es hora de que lo aceptes», le dice una mortificada Madelen y lo abandona. Kevin la manda a rodar. Winnie trata de calmarlo, pero también ella resulta víctima de la discusión. «Nuestra relación no significó mucho para mí», miente un furibundo Kevin. Regresa a casa después de andar sin rumbo por el vecindario. Se va al garaje para estar solo. Ahí encuentra a su padre. Le cuenta todo lo que le ha pasado. Recién entonces, en los brazos de su padre, Kevin llora. Luego va a casa de Winnie. Pide perdón por lo que dijo y se quedan hablando como amigos. «Esa noche platicamos sobre la vida, sobre nosotros. Tal vez no éramos los mismos niños que antes fuimos; pero algunas cosas nunca cambian, algunas cosas pasan y aunque no sabía qué iba a pasar con nosotros, o a dónde íbamos a llegar, sabía que yo no podía vivir sin ella», termina diciendo la voz del Kevin adulto.

Aún adoro a Winnie Cooper. A pesar de semejante maltrato a Kevin, a pesar de tanto tira y afloja, a pesar de tanto perder. A pesar de que Danica McKellar, la actriz que encarnaba a Winnie, haya cambiado tanto. Después de protagonizar películas de segunda, de aparecer de invitada en serie televisivas para el olvido, dejó la actuación y se metió a estudiar a la Universidad de California. Se graduó nada menos que de matemática y publicó un libro: «Las matemáticas no son tonterías: como sobrevivir con la matemática en la educación media sin enloquecer o romperte una uña». El 2005 posó, con bastante ropa de menos, para un catálogo de lencería de la revista Stuff. Nada que ver con nuestra Winnie.
No termino de ver los DVDs de la tercera y última temporada, pero no pude evitar saltarme al capitulo final para escribir estas líneas. Kevin regresa a casa después de haberse fugado con Winnie, en otra locura de amor. Se reconcilia con todos; con el padre, la madre, con Wayne y Karen. La voz del Kevin adulto cuenta el destino de cada quien. Winnie se va a estudiar arte a París. Se escriben durante ocho años, cada semana. Él la va a esperar al aeropuerto después de todos esos años, pero esta vez lo hace junto con su esposa y su hijo de ocho meses. «Las cosas casi nunca salen como lo planeado», reflexiona un Kevin, ya padre de familia. «Uno crece sin darse cuenta. Un día estas en pañales y al otro, ya te has ido de casa. Pero los recuerdos de la niñez permanecen contigo para siempre. Recuerdo un lugar, una ciudad, una casa como tantas otras casas, con un patio como tantos otros, con una calle como tantas otras; y lo curioso es que después de tantos años, sigo mirando atrás y me maravillo». También yo.

martes, 8 de septiembre de 2009

Regresando de Nuevo Amanecer

«Le dimos 5-3 a los uruguayos», dice don Juan de la Vega mientras maneja la camioneta que nos trae de regreso del “A. H. Nuevo Amanecer”, en las alturas de Pampa de Comas. «Éramos un equipazo: Asca, Fleming, Fernández en la defensa; Benítez, Grimaldo y yo en la volante; Gómez Sánchez, Loayza, Joya, Terry y Seminario adelante», dice repasando la conformación del seleccionado peruano en el sudamericano de 1959 como si el campeonato hubiese sido ayer. «Ahí le empatamos 2-2 a los brasileños, los campeones mundiales de Suecia 58», agrega con tranquilidad, mientras sortea los baches de tierra de las obras de pavimentación en la Túpac Amaru. «Cinco minutos más y les ganábamos», afirma con la seguridad con que adelanta los trenzados buses que saturan la avenida.
Mediana estatura, delgado cuerpo: nada hace notar los 75 años que lleva encima. Cuando cumplió 17, lo llevaron a jugar como volante al Alianza Chorrillos y de ahí se lo llevaron para el Ejército. Tres años pasó haciendo su servicio obligatorio, al lado de Mauro Mina, aquel boxeador chinchano que en 1965 llegó a ser el numero uno del ranking de la MBA. «A él y a mí nos daban permiso para hacer nuestro deporte», recuerda don Juan al pasar por Hábich. De ahí pasó a defender los colores del Carlos Concha, el Mariscal Castilla, el Octavio Espinoza, Alianza Lima y la selección peruana. Capitán. Ni más ni menos. En 1959 lo convocaron al Monterrey de México, pero su pase valía tanto que los mexicanos no pudieron pagar. En 1969, jugando por el Octavio Espinoza de Ica, una lesión en la rodilla lo dejó fuera del gramado. «Ese año estuvimos piñas -dice don Juan, frotándose la pierna-. Bazán se rompió las costillas y yo, la rodilla. Ya no pude ir a México 70», agrega lamentándose con la cabeza como si todavía le doliera la rodilla y el corazón.
“Nuevo Amanecer”. Así se llama el asentamiento humano al que don Juan me ha llevado por la mañana para revisar un proyecto de agua potable y alcantarillado. Es la primera vez que hemos salido a trabajar juntos. Partimos de La Atarjea, seguimos por la Panamericana Norte, Túpac Amaru, luego la empinada pista de “Pasamayito” hasta llegar a Pampa de Comas. Escaleras de piedra, calles angostas de tierra, casas de ladrillo sin columnas sobre la panza de unos cerros de granito. Desde ahí, Lima se ve más sedienta que de costumbre. Casi tan sedienta como la hinchada peruana que hace más de 27 años no sabe lo que es estar en un mundial de futbol. “Nuevo Amanecer”. El nombre parece una exigencia. Una plegaria. Un sueño. 9 goles a favor, 28 en contra, 10 puntos, últimos en la tabla de posiciones.
Con el dinero de su primer contrato como futbolista, don Juan se compró un terreno en Chorrillos. El segundo, se lo entregó completito a su madre. «Para pagar el estudios de mis once hermanos. Dios no me deja mentir», jura para que no queden dudas. Desde que hemos salido de La Atarjea hemos hablado de todo, menos de fútbol. Ahora, mientras regresamos, sólo hablamos de aquello. Maneja la camioneta como quien conduce un balón; se detiene, cuida su derecha, driblea los autos y acelera. «¿Cómo vamos a pedirle a Pizarro, a Guerrero, a Vargas que hagan goles con un seleccionado tan mediocre?», se pregunta con autoridad. «Ellos hacen goles en Europa porque allá tienen monstruos que le hacen buenos paces, balones precisos, medios goles», se responde, también con autoridad.
El 10 de marzo es una fecha especial para don Juan. Un 10 de marzo de 1934 nació en Chorrillos, y un 10 de marzo de 1959 enfrentó a la selección brasileña de futbol más grande de todos los tiempos. Castilho, Paulinho, Bellini en la defensa; Nilton Santos, Zito, Orlando en la volante; Dorval, Didí, Henrique, Pelé y Zagallo en la delantera, casi el mismo equipo que ganó el mundial Suecia 58. En esa época el futbol era diferente: se jugaba con delanteros, se jugaba con apasionamiento y se jugaba sin televisión. Por eso no hay videos de don Juan. «Nos entrevistaban por radio», dice y recuerda aquella que le hicieron a su madre antes del partido con Brasil. «Mono, hoy tenemos que ganar. Dale duro a los brasileños», dijo doña María por las ondas de radio, para que todo el Perú lo oyera. Y lo oyeron. Como oyeron los dos goles de Seminario con que Perú empató luego de ir perdiendo. Cinco minutos más y les ganábamos. Como le ganamos ese mismo año a Inglaterra. 4 a 1; 5 a 3 a los uruguayos.
«Este fin de semana me voy a encontrar con el nene Cubillas», dice entrando a La Atarjea. «Con Challe, Casaretto, el Muerto Gonzales, Chito La Torre, Cachorro Castañeda, Chumpitaz, Risco, Julio Melendez. Vamos a estar en la pollada de mi compadre Luis Cruzado que está enfermo». La camioneta acelera con paciencia hasta llegar a la oficina del Equipo Proyectos de SEDAPAL. Yo bajó. «El lunes le traigo la foto que me tomé con Pelé», me dice al despedirse. Yo me quedo preguntando, ¿en que momento se jodió el futbol en el Perú?

miércoles, 2 de septiembre de 2009

El Corsario Negro en el Castilla

Lo que más recuerdo del Colegio Castilla era su extensión: veinte hectáreas de libertad. Tenía un patio tan enorme que cuando terminaba el recreo y los estudiantes regresábamos a las aulas, aquello parecía una pista de aterrizaje sin aviones. Ahí cabía el mar de adolescentes que jugaban al futbol, molestaban a las niñas y devoraban papas con ají. Todo al mismo tiempo. Los cercos eran murallas blancas; los jardines, huertos verdes; las aulas, cubiles abrigados de ladrillo caravista, ventanas altas y techos de eternit. 3ro L, 4to K, 5to H; así me sonaba en Huancayo, en los ochentas, el mundo, la vida, la libertad.

Pero lo que más denotaba su enormidad era el estadio. Entonces era sólo un terreno baldío que se mimetizaba con las toboganes de la Av. Huancavelica y las pocas casas que rodeaban el colegio. Era tan extensa que los profesores recomendaban no adentrarse más allá del pabellón de mujeres, porque entonces se corría el riesgo de terminar extraviado entre el desmonte, con el uniforme roído y un susto en la memoria.

Para los malos en el deporte, como yo, ese colegio era una sala de lectura. De ahí me viene el recuerdo del primer libro que leí de un tirón: El Corsario Negro, de Emilio Salgari, aquella historia que narra las aventuras de un noble italiano que se hace corsario para vengar al hermano asesinado por el Gobernador de Maracaibo. Lo hace enfrentando villanos en las Antillas, desafiando la selva venezolana, enamorándose de la hija del gobernador. Salgari logró, entonces, recrear para mí el siglo XVI en el contexto de la guerra entre España, Inglaterra y Francia; y logró confrontar para mí, en un mundo de piratas y bucaneros, la lealtad, la valentía, el honor; en contra de la maldad, la avaricia, la traición. Leí aquel libro en los entretiempos del recreo, en la banca de Educación Física, en las esquinas del patio. Para un párvulo recién llegado de Colcabamba, un pueblo ubicado en los páramos huancavelicanos, saber de islas en el Caribe, de imperios en guerra, era todo un descubrimiento; adentrarme en la inmensidad de aquel colegio, explorar los rincones baldíos, los laberintos de la urbe; enfrentar la posibilidad de terminar extraviado, la ilusión de enamorase de la brigadier del 3ro B; me hacia sentir como el Corsario Negro en las Antillas. En la medida que avanzaba la lectura, comparaba la inmensidad de los mares del Caribe con la inmensidad del colegio; los jardines con las selvas de Maracaibo, la hija del Gobernador con “Roxana con Equis”, la brigadier del 3ro B.

Hoy, veinticuatro años después, estoy de nuevo en aquel Colegio. Tengo un micrófono en la mano y estoy parado en el patio, en frente de un mar de adolescentes vestidos de plomo y blanco. Debido a la pequeña fama de “The Cure en Huancayo”, me han invitado a participar en las celebraciones de las bodas de oro del Colegio. Reconozco el patio, los jardines, las aulas como si fuese ayer. Miro el rostros de los adolescentes y me reconozco entre ellos; no puedo evitar conmoverme al volver a sentir la sensación de ser niño; al repasar los recuerdos que vienen a mi mente como la sucesión de cuadros de una película ochentera; al ver, al caminar por cada uno de los rincones del colegio. Levanto el micro, saludo a los profesores, agradezco la invitación; suelto algunas palabras que resumen mi emoción, y termino hablando de “The Cure en Huancayo”. Ya una noche antes mi prima me había contado que en la Universidad Privada Los Andes, los alumnos habían escenificado aquel cuento en una versión de teatro. Además, acabo de recibir la invitación para la presentación en la 1ra Feria del Libro Zona Huancayo. Recuerdo lo maravilloso que han significado aquellas noticias para mí. «La vida es circular», me dijo alguien, alguna vez. Hablo del primer libro que he escrito, en el mismo lugar en que leí mi primer libro y siento que la circunferencia de parte de mi vida se comienza a cerrar.

viernes, 21 de agosto de 2009

Un peruano nunca termina de partir


Los peruanos debemos tener algún gen que nos obliga a migrar. Solemos ser niños felices, adolescentes fiesteros, jóvenes enamoradizos; hasta que a cierta edad, como algunas aves, generalmente después del colegio o la universidad, ese gen se activa y nos vienen unas ganas de mudarnos fuera del país. La mitad se marcha al otro lado del mundo (siempre se está al otro lado del mundo cuando no se está en el Perú), y la otra mitad se queda en casa deseando suerte.
Anoche partió mi hermano. Se fue a estudiar a la Universidad de Pittsburgh, en Pennsylvania – EEUU, para estudiar una maestría en hidráulica. Se supone que pasará dos años allá, pero con el destino nunca se sabe. Lo acompañé hasta la entrada previa a Migraciones. Después de los cementerios, ese debe ser el lugar donde más se llora en el Perú. Algunos de tristeza, otros de felicidad, pero lloran. Los viajeros abrazan a los que lo rodean, reparten besos, promesas; demoran lo más que pueden la partida y luego se van caminando hasta perderse en esa especie de túnel del tiempo, de agujero negro que los succiona de nuestros ojos. Lo último que vemos son sus manos sujetando el pasaporte guindo, agitándose, diciendo adiós.
Por ese mismo lugar han pasado antes Vico, Alicia, Mario, Susy, Goya, Ely, Enzo, Julio, Magaly. Uno a uno mis grandes amigos, algunas de las mujeres a las que debo mucho se fueron yendo y me dejaron un cerro de recuerdos, abrigados recuerdos.
Siempre cuesta afrontar las despedidas. Con mi hermano no fue la excepción. Lo abracé, le reiteré lo orgulloso que estoy de él, y me despedí. No lloré. Boys don´t cry. «Ya nos vemos en la web», me dijo. Es un buen consuelo. Mis amigos se fueron, pero a cambio me dejaron el placer de escribirles. Exorcizar mis pensamientos desde el otro lado del mundo, tipear letra por letra, palabra por palabra, las cosas que me alegraron o me molestaron el día; los recuerdos que me asaltaron, los chismes que me llegaron, es algo que disfruto sobremanera. «Una autoayuda y una autojoda», como dice Josefina Barrón. Tarde o temprano mis amigos responden y entonces su ausencia vale la pena. «Te escribiré», le respondí a mi hermano. A fin de cuentas, con web o sin web, un peruano nunca termina de partir.

lunes, 10 de agosto de 2009

En el hipocentro de Nagasaki


Hideaki Araki sobrevivió a la bomba atómica de Nagasaki. Lo conocí el 2001 en las aulas de la Universidad Tecnológica de Kochi, Japón, a donde vino a darnos unas charlas sobre el desarrollo urbano de Tokyo, en su calidad de jefe de la Oficina de Planeamiento. Antes de la clase la coordinadora nos adelantó que tuviéramos paciencia con él porque tenía algunos problemas para hablar. La clase empezó con un recuento de las primeras ciudades japonesas y como fueron transformándose a lo largo de la historia, hasta que llegamos a la Segunda Guerra Mundial. Hideaki nos contó que cuando tenía 9 años, el 08 de agosto de 1945, a las 11:02 am, a 30 km de su casa cayó la bomba atómica de Nagasaki. Apenas terminó de decir eso, todos los estudiantes exhalamos un «¡oh!» de sorpresa y admiración. «Sobreviví de suerte -dijo-. Hacia tanto calor que se me ocurrió sumergir mi cuerpo en la arena, como una tortuga. Sólo así logré sobrevivir». Otros no tuvieron esa suerte. Aquel día, murieron más de 74 mil personas y 140 mil, lo habían hecho tres días antes en Hiroshima, tras el hongo atómico: fue el infausto epílogo de la guerra.

64 años después, los rezagos radiactivos aún perduran. Investigadores japoneses descubrieron que los restos de las víctimas de Nagasaki siguen emitiendo radiación. De acuerdo con la agencia japonesa de noticias Kyodo, «un grupo de científicos logró fotografiar con éxito rayos radiactivos en células de personas que murieron en el bombardeo sobre Nagasaki. Kazuko Shichijo, profesor de la Universidad de Nagasaki y miembro del equipo investigador, declaró que con ello se confirma que las víctimas de la bomba atómica estuvieron expuestas a radiación tanto interior como exterior. El equipo estudió muestras anatómicas de siete personas de entre 20 y 70 años, quienes fallecieron a finales de 1945 en condiciones graves después de haber estado expuestos a la bomba en un radio de 500 metros a un kilómetro del hipocentro. Los científicos descubrieron que los rayos alfa, emitidos cuando el material radiactivo se desintegra, aparecían en la imagen como líneas oscuras cerca del núcleo de las células en huesos, riñones y pulmones de la víctimas».
La bomba de Nagasaki tenía un nombre inofensivo: FAtMan (gordo), pero una potencia brutal. Los 20 kilotones (muy superior a los 13 kilotones de la bomba de Hiroshima), ayudados por la orografía montañosa que rodea la ciudad, redujeron Nagasaki a cenizas. La temperatura en el epicentro llegó a más de 4000 °C, el doble requerido para fundir el hierro. Los vientos que arrasaron las casas como si fueran naipes triplicaron la potencia del tifón más devastador de la historia japonesa. Las casas que soportaron los vientos cayeron ante las llamas, pues la gran mayoría eran construcciones de madera. No quedo nada.
«A dos millas del lugar donde ocurrió la explosión de 1.500 pies de altura comienza a percibirse la fuerza de la bomba atómica», escribió el periodista estadounidense George Weller, quien logró llegar a Nagasaki un mes después de caer la bomba, (el artículo recién fue publicado en Japón el 2009, pues el original no le fue devuelto al periodista por la censura norteamericana de la guerra, y ofrece un testimonio de la destrucción de la ciudad y los padecimientos de los habitantes causados por la radiación). «En los esqueletos aplastados de la planta de armas de Mitsubishi queda revelado lo que la bomba atómica puede hacer al acero y a la piedra, pero lo que el átomo partido le puede hacer a la carne humana yace escondido en dos hospitales en el centro de Nagasaki», documentó Weller.

Ese año, el 2001, viajé a Nagasaki junto con unos compañeros de estudio. De inmediato quedé sorprendido por la especial belleza arquitectónica de la ciudad, vuelta a levantar, literalmente, de la nada. Fundada por los portugueses, en el siglo XIV, y luego administrada por holandeses, fue durante siglos el único puerto del Japón abierto a occidente. Las montañas verdes rodeando la ciudad, la Estación Central, el transporte público en trenes tipo tranvía, las iglesias cristianas, le daban a Nagasaki un aire de provincia, familiar y acogedor. Visité el Museo de la Bomba Atómica. Me estremecí con la muestra de los huesos de una mano que debido a la alta temperatura se fundió con la botella de vidrio que sujetaba; con las fotos de las sombras que dejaron sobre las paredes, cuerpos y objetos que se evaporaron con el calor infernal; testimonios lacerantes de gente que, aún hoy, padece de las secuelas de la radioactividad. Estuve en el hipocentro, sobre el que hoy se erige una plaza llena de flores, bancas y pisos de ladrillo. La estatua de una madre cargando a su hijo muerto, con la fecha y hora exacta del suceso se yergue a lado de la plaza. Me senté en una banca y le tomé fotografías al hipocentro como tratando de robarle un ultimo testimonio. A pesar de toda la belleza de la ciudad era inevitable no sentir cierta inquietud de estar en un lugar como aquel. Ese día era mi cumpleaños 32. No recuerdo cual fue mi deseo cuando apagué las velas de la torta que me regalaron mis compañeros de clase, pero recuerdo que en la soledad de la habitación del hotel sentí un enorme insomnio.

Hace años, durante una de esas tantas crisis de la guerra fría, Gabriel García Márquez dijo estas palabras que, con tanto loco que anda suelto por el mundo, siguen tan en uso como la amenaza de una nueva bomba atómica: «Propongo que hagamos el compromiso de fabricar un arca de la memoria capaz de sobrevivir al diluvio atómico. Una botella de náufragos siderales arrojada a los océanos del tiempo, para que la nueva humanidad sepa por nosotros lo que no han de contarles las cucarachas; que aquí existió la vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero que también conocimos el amor y fuimos capaces de imaginarnos la felicidad y que sepa y haga saber para todos los tiempos quiénes fueron los culpables de nuestro desastre y cuán sordos se hicieron nuestros clamores de paz para que ésta fuera la mejor de las vidas posibles y con qué inventos tan bárbaros y por qué intereses tan mezquinos la borraron del universo».

sábado, 8 de agosto de 2009

La pasion según Carmela

Marcos Aguinis (Sudamericana-2008)
Para quienes todavía confían en la solución cubana, ésta novela les cogerá a cachetadas. La novela; narrada alternadamente entre la voz de Carmela, su protagonista; Ignacio, su amante; y la de un narrador omnisciente; cuenta la historia de amor que surge entre ambos: ella, una doctora de la clase alta cubana que abandona al marido y la comodidad de su casa para sumarse a la lucha guerrillera contra Batistas; él, un economista argentino que recala en la isla siguiendo sus ideales libertarios. Tras superar la victoria sobre Batista, al lado de personajes reales como Húber Matos, el ché Guevara, Camilo Cienfuegos, Raúl Castro y el mismísimo Fidel, la pareja debe soportar el avasallamiento y el desencanto de una revolución que ahora les ha robado el alimento, la esperanza, la libertad.
Marcos Aguinis (Cordoba, 1935), escritor argentino varias veces voceado candidato al Nobel; además neurocirujano, psiquiatra y músico; ratifica, con esta novela, el compromiso con la mayor de sus causas: la libertad. Ya en su país se ha enfrentado a los populistas más ortodoxos y ha participado junto con Mario Vargas Llosa, Plinio Apuleyo Mendoza en diferentes causas liberales en el mundo. «Ha conquistado un enorme público de lectores, pero también enemigos que no le perdonan los valientes ajustes que, ante pruebas de la evidencia, se impone a sí mismo con juvenil flexibilidad» dice la solapa del libro. Además del Premio Planeta, entre muchos otros, ha obtenido el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, la Plaqueta de Plata de la Agencia EFE (1986). Fue presidente del Programa Nacional de Democratización de la Cultura, con auspicio de la UNESCO. Estuvo en Lima para recoger información que luego utilizaría en su gran novela La gesta del marrano (Planeta-1991), historia que se desarrolla en el Virreynato del Perú en el siglo XVII; «un conmovedor himno a la libertad y una de las denuncias más rotundas contra la discriminación étnica e ideológica», según Lecturia.
La pasión según Carmela, está llena de tensión a todo lo largo de la historia; se intensifica en la medida en que aumenta la guerra, como si las grandes amenazas, la violencia de las balas, exaltaran las fibras afrodisiacas, la admiración intelectual y el deseo físico de los personajes, mientras navegan en medio de la pasión y el desencanto cubano. Me quedo con la cita de Chesterton: «Lo que me agrada del gran novelista que es Dios son las molestias que se toma por sus personajes secundarios».

sábado, 18 de julio de 2009

A mis trentidiez

No recuerdo que estaba yo haciendo dos días después de haber nacido, pero recuerdo bien que Neil Armstrong caminaba en la Luna. Hace cuarenta años de eso, aunque yo prefiero decir trentidiez. «Este es un pequeño paso para un ser humano, pero un paso enorme para la humanidad», dijo Neil después de estampar la huella de sus botas en la arena lunar. Que esas inspiradas palabras le brotaran de la boca antes de ponerse a dar brincos en cámara lenta sobre aquel arenal, y después de haberse cansado de ver la tierra en medio de la noche del universo, se entendió; pero lo que dijo al final de su transmisión, no. «Buena suerte, Mr. Gorsky», fue la frase que soltó al final de su misión. La prensa trató de averiguar a qué venia aquel comentario. Algunos funcionarios de la NASA decían que era una frase trivial, otros que se trataba de una falla en la transmisión de radio, y otros, más acuciosos, afirmaban que era un saludo cachasiento para algún cosmonauta soviético que por aquel entonces también rondaban por el espacio; sin embargo, verificaron que no existía ninguno con ese nombre ni siquiera en el programa especial norteamericano.
Durante años le preguntaron a Armstrong por aquel comentario, y durante años también obtuvieron sólo una sonrisa cómplice como respuesta.
Recién en 1995, durante una entrevista en Tampa, Florida, Armstrong se animó a explicarlo. Dijo que como Mr. Gorsky había muerto hace varios años, podía contar la verdadera historia. Resulta que una tarde del verano de 1938, cuando Armstrong era un niño y estaba jugando baseball con su hermano en el patio trasero de uno de los tantos suburbio de Ohio en que vivió (su padre era un auditor estatal y por eso se mudaba periódicamente), la pelota terminó aterrizando cerca a la ventana del dormitorio de los Gorsky, que eran sus vecinos; el pequeño Neil se aproximó con sigilo para recuperarla pues los Gorsky no eran precisamente gente que amara la invasión de su propiedad. Cuando se agacho a recoger la pelota, escucho que la esposa le gritaba a Mr. Gorsky: «¿Sexo oral? ¡¿Quieres sexo oral?! ¡Tendrás sexo oral cuando el hijo del vecino camine en la luna!».
Moraleja: «Las mejores promesas son esas que no hay que cumplir».

miércoles, 8 de julio de 2009

Imágenes cuzqueñas

Estoy fumando, sentado en una banca de la plaza de armas de Cuzco. Es de noche. Los turistas caminan alrededor de la plaza, se toman fotos en la pileta, filman una y otra imagen. De pronto, una banda de sicuris entra por Plateros; tocan sus zampoñas y bombos, cantan y bailan en zigzag. Un grupo de escolares en vacaciones, arropados con chullos y chalinas, gritan como si hubieran reconocido a algún famoso. Imitan el baile de los sicuris. Ríen, inventan pasos, se acercan a los sicuris hasta ponerse delante de ellos. Siguen bailando, aplaudiendo. Algunos turistas se suman al ruedo. Los demás toman fotos y aplauden al ritmo de unos estribillos en quechua. Parece una fiesta comunal. La banda completa la vuelta a la plaza y deja de tocar. Los escolares piden «otra, otra». Los sicuris empiezan a vender sus discos compactos, los escolares siguen pidiendo «otra, otra» y bailan sin música. Los sicuris, presionados, vuelven a tocar. Los músicos están condenados a trabajar cuando los demás se divierten.

Un bus del Expreso Chancas me deja en un paraje habitado por un par de casas de adobe y techo de tejas, en las alturas de Curahuasi, Abancay. El sol cae vertical, solo unas pocas nubes en el cielo, y en frente, alto e inmenso, el nevado Salkantay muestra su sonrisa blanca de 6271 msnm. Estoy en la repartición a Cachora: a un lado el asfalto de la carretera Cuzco-Abancay, y al otro, una vía carrozable de tierra. Un tipo, apoyado en un taxi blanco, con mi nombre escrito en un cartón, me hacen señas. Me acerco. «¿Señor Ulises?», pregunta. Sí, respondo. «Hace más de una hora que lo esperaba», replica.

Camino por senderos de eucaliptos jóvenes de la trocha Cachora-Capulijocc, todo huele a sauna. Delante de mí van las mulas, los arrieros y una pareja de esposos franceses: juntos intentaremos llegar a Choquequirao en una caminata de cuatro días y tres noches. El camino por ahora es de pendiente suave, no requiere mayor esfuerzo que un andar pausado. La tarde es fresca, el viento resopla entre los árboles, un riachuelo discurre paralelo al camino. Enciendo el mp3 y en mis oídos resuena New Order. Después de unos minutos descubro que la sensación de paz y libertad que me transmite el «Bizarre love triangle», es la misma que esa canción me transmite en la nocturnidad del Nóctulus.

A las dos de la tarde, después de un ascenso casi vertical que empecé en el río Apurímac a las cinco de la mañana, con mi último aliento, exhausto y empapado de sudor, llego a la plazoleta de Choquequirao, una de las ciudadelas perdidas de Vilcabamba, donde los incas se refugiaron a partir de 1536. Considerada tan importante y más extensa que Machu Picchu, descansa indemne sobre el lomo de un cerro a 3035 msnm. No hay nadie más que los franceses y yo en el lugar. Me tiro boca arriba, con las extremidades extendidas. Mi respiración va disminuyendo de frecuencia hasta hacerse normal. Arriba, el cielo azulino media entre las cordilleras; a un costado, el sol calienta la loma y espanta la neblina del bosque; abajo, bien en lo profundo, el río Apurímac ruge mudo y serpentea entre los acantilados de roca. Me incorporo. Recorro los pasajes de la ciudadela, cuarto por cuarto, andén por andén. Palpo las piedras esculpidas en lonjas, sus intersticios. En cada paso celebro haber llegado a la meta de este viaje, aún cuando mi cuerpo no estaba preparado para semejante esfuerzo físico: empezó como un viaje de placer, pero terminó siendo por sobre vivencia. Siento lo que sienten los alpinistas al llegar a la cima.

Estoy en Playa Rosalina, remojando mis pies en las aguas del río Apurímac. No hay nadie más alrededor. El río discurre entre rocas redondas y gigantes «como huevos prehistóricos», el agua acaricia con sus rápidos los bordes de las moles de granito, llena con un rumor de vida la profundidad del cañón. Una bandada de loros surca el cielo volando de árbol en árbol. Sumerjo otra vez mi cuerpo en las aguas cuidando no adentrarme en las corrientes, luego me tiro boca abajo sobre una roca con forma de cama para secarme al sol. Miro el reloj, es casi medio día. En Lima, a esta misma hora, mucha gente debe estar lidiando con el tráfico, soportando el mal humor de la ciudad. Yo, aquí, en la profundidad del cañón, en la profundidad de mi mismo, me olvido de todo, no existo excepto para mí.

En Raqaypata, campamento al pie de Choquequirao, es de noche. Augusto, el arriero, cocinero y guía, me avisa que la cena ya esta lista. Entro a la choza de Elizabeth, la dueña del campamento. La mesa de palos cubierta por una manta roja y rayas negras; los poyos de barro a manera de bancas, el techo de paja, el fogón trepidando en una esquina, la ventana minúscula para tanta pared, el humo inundando la habitación. Elizabeth me llama. «Ven, me dice, mira esas luces en Choquequirao». Me acerco. Veo luces en la loma, como gente que camina por ahí. «A veces huaquean de noche, por eso las almas penan», agrega con un tono de terror para asustarme. Sonrió. Me acuerdo de mi abuelo. En ambientes como ese, me contaba historias de terror; yo me quedaba muerto de miedo durante el resto de la noche, imaginando como sería mi encuentro con aquellas almas en pena: quizás ahí empezó mi adicción por los cuentos.

Estoy cenando un caldo de gallina. Un par de gringos se suman a mi mesa. Por el acento de su inglés deduzco que son británicos. «La música de por aquí es horrible», le dice en inglés uno al otro. En el lugar suena un interminable popurrí de regetón. Esa es música portorriqueña, le digo en mi pobre inglés. ¡Oh! sí, responde, y me aclara que no se explica cómo esa moda anda por toda América. Me cuenta que son ingenieros ambientalistas, que vienen de recorrer Centro América y que estando en Colombia se alistaron como voluntarios en la reconstrucción de Pisco y que desde entonces no se van del Perú. Les cuento que vengo de escalar Choquequirao, porque ellos vienen de trepar las montañas de Huaraz. «No te preocupes, me dicen, una vez que lo pruebas no la puedes dejar». Terminamos hablando de rock británico, de Pink Floyd, de Roger Water y el concierto en Lima, ellos lo vieron en Bogotá. Mas tarde, en la soledad de mi carpa, me quedo pensando en qué haré en mis próximas vacaciones. Recuerdo lo dicho por los gringos respecto a escalar, quizá la próxima vez debería trepar una verdadera montaña.
Hace días que quiero hacerle unas preguntas a la francesa, es la única que habla algo de español. Por fin me animo. Me acerco. Esta viendo la nada en la loma de Chiquiscca. Qué significa esto, le digo, mostrándole, en la pantalla del reproductor mp3, el titulo de la canción que tengo en stand by: «Indochine - Bienvenue chez les nus suene». Ríe. «Bienvenidos a la tierra de los sin ropa», traduce. Le explico que es una canción escrita en los ochentas, que habla del Perú y le pido que me ayude a traducirla. Acepta. Se lleva los audífonos a los oídos. «El camino todavía será largo hasta la luna / Los indígenas lo habían predicho debajo de las nubes de niebla / La nariz en el polvo de las barricadas / Bajo la protección policial, quand la liberté…», me dicta. Al final se esfuerza en explicarme que el titulo, según ella, quiere decir bienvenido a la ciudad de los «sinceros», los «sin ropa», insiste, que no se refiere a los andrajosos. Le cuento que Indochine vino a Lima en los ochentas, cuando Lima era un polvorín, que tocaron en el Amauta, en medio de apagones y que lo hicieron porque el único país en que sonaron, después de Francia, era el Perú. «Aquí todo suena bien», dice.
En Pisac, espero el autobús que me llevará de regreso a Cuzco. La gente se arremolina con sus equipajes a la espera del primer bus que se detenga. Una japonesa, consulta su diccionario y se acerca a un vendedor ambulante. «¿Bus, Cuzco?» alcanza a decir. «Sí, sí» responde el ambulante, «Espera ahí». Observo que está sola, se le nota preocupada. Me imagino en su lugar: mujer, sola, lejos de casa, con un idioma ajeno, sin letreros en iconografías japonesas; con las malas noticias peruanas que a veces circulan por el mundo, cualquiera estaría aterrada. Sin embargo, ahí está ella, parada, esperando el bus. Por fin llega uno. Todos se agolpan para intentar subir. Solo queda espacio para ir de pie. Yo subo. Prefiero viajar parado que esperar más. La japonesa duda en subir, al final desiste. El bus se llena cada vez más. Tres alemanas suben desoyendo el consejo de sus amigas. Adentro, celebran el viajar apretujadas. Se toman fotos unas a otras, le piden a una jovencita que les tome otra a ellas. La gente ríe con sus gestos.
Es sábado por la noche. Las afueras de la catedral del Cuzco esta llena de castillos con fuegos artificiales. Es la novena del Señor de Los Temblores. Cuento hasta dieciocho castillos. Uno a uno, aparecen en escena como actores de teatro delante del público abarrotado en la plaza de armas. Describen luces circulares, colores vivos, encienden de destellos la oscuridad de la noche. Detrás de ellos hay todo un equipo de producción que enciende mechas, estira cuerdas, grita órdenes. Una chispa de más, una mecha no encendida a tiempo, y el castillo será un fracaso. Solo cuando todo sale bien y el público aplaude, los «detrás de escena», celebran: una novena sin fuegos artificiales no es novena.
En cualquier calle del Cuzco uno se cruza con extranjeros. Es la ciudad más cosmopolita del Perú. Recuerdo el ultimo libro que leí: «Magallanes, la aventura más audaz de la humanidad» (Stefan Zweig). Colón, con tres calaveras, tardó 36 días en llegar de España a América; Magallanes tardó tres años en culminar el viaje alrededor del mundo, salieron 265 marineros en cinco cúteres, regresaron 18 en un solo cúter: el Victoria. Comparado con el viaje de Colón, Magallanes realizó, de lejos, la mayor proeza humana de entonces. ¿Qué temple lo llevó a aventurarse por mares jamás navegados por hombre alguno? ¿Qué obstinación, qué convicción en el objetivo lo llevó a no regresar nunca? El matrimonio de franceses, los británicos voluntarios, la japonesa de Pisac, las alemanas del bus, todos llevamos algo de Magallanes: las ganas de aventurarse en los mundos que existen más allá del nuestro.