lunes, 10 de agosto de 2009

En el hipocentro de Nagasaki


Hideaki Araki sobrevivió a la bomba atómica de Nagasaki. Lo conocí el 2001 en las aulas de la Universidad Tecnológica de Kochi, Japón, a donde vino a darnos unas charlas sobre el desarrollo urbano de Tokyo, en su calidad de jefe de la Oficina de Planeamiento. Antes de la clase la coordinadora nos adelantó que tuviéramos paciencia con él porque tenía algunos problemas para hablar. La clase empezó con un recuento de las primeras ciudades japonesas y como fueron transformándose a lo largo de la historia, hasta que llegamos a la Segunda Guerra Mundial. Hideaki nos contó que cuando tenía 9 años, el 08 de agosto de 1945, a las 11:02 am, a 30 km de su casa cayó la bomba atómica de Nagasaki. Apenas terminó de decir eso, todos los estudiantes exhalamos un «¡oh!» de sorpresa y admiración. «Sobreviví de suerte -dijo-. Hacia tanto calor que se me ocurrió sumergir mi cuerpo en la arena, como una tortuga. Sólo así logré sobrevivir». Otros no tuvieron esa suerte. Aquel día, murieron más de 74 mil personas y 140 mil, lo habían hecho tres días antes en Hiroshima, tras el hongo atómico: fue el infausto epílogo de la guerra.

64 años después, los rezagos radiactivos aún perduran. Investigadores japoneses descubrieron que los restos de las víctimas de Nagasaki siguen emitiendo radiación. De acuerdo con la agencia japonesa de noticias Kyodo, «un grupo de científicos logró fotografiar con éxito rayos radiactivos en células de personas que murieron en el bombardeo sobre Nagasaki. Kazuko Shichijo, profesor de la Universidad de Nagasaki y miembro del equipo investigador, declaró que con ello se confirma que las víctimas de la bomba atómica estuvieron expuestas a radiación tanto interior como exterior. El equipo estudió muestras anatómicas de siete personas de entre 20 y 70 años, quienes fallecieron a finales de 1945 en condiciones graves después de haber estado expuestos a la bomba en un radio de 500 metros a un kilómetro del hipocentro. Los científicos descubrieron que los rayos alfa, emitidos cuando el material radiactivo se desintegra, aparecían en la imagen como líneas oscuras cerca del núcleo de las células en huesos, riñones y pulmones de la víctimas».
La bomba de Nagasaki tenía un nombre inofensivo: FAtMan (gordo), pero una potencia brutal. Los 20 kilotones (muy superior a los 13 kilotones de la bomba de Hiroshima), ayudados por la orografía montañosa que rodea la ciudad, redujeron Nagasaki a cenizas. La temperatura en el epicentro llegó a más de 4000 °C, el doble requerido para fundir el hierro. Los vientos que arrasaron las casas como si fueran naipes triplicaron la potencia del tifón más devastador de la historia japonesa. Las casas que soportaron los vientos cayeron ante las llamas, pues la gran mayoría eran construcciones de madera. No quedo nada.
«A dos millas del lugar donde ocurrió la explosión de 1.500 pies de altura comienza a percibirse la fuerza de la bomba atómica», escribió el periodista estadounidense George Weller, quien logró llegar a Nagasaki un mes después de caer la bomba, (el artículo recién fue publicado en Japón el 2009, pues el original no le fue devuelto al periodista por la censura norteamericana de la guerra, y ofrece un testimonio de la destrucción de la ciudad y los padecimientos de los habitantes causados por la radiación). «En los esqueletos aplastados de la planta de armas de Mitsubishi queda revelado lo que la bomba atómica puede hacer al acero y a la piedra, pero lo que el átomo partido le puede hacer a la carne humana yace escondido en dos hospitales en el centro de Nagasaki», documentó Weller.

Ese año, el 2001, viajé a Nagasaki junto con unos compañeros de estudio. De inmediato quedé sorprendido por la especial belleza arquitectónica de la ciudad, vuelta a levantar, literalmente, de la nada. Fundada por los portugueses, en el siglo XIV, y luego administrada por holandeses, fue durante siglos el único puerto del Japón abierto a occidente. Las montañas verdes rodeando la ciudad, la Estación Central, el transporte público en trenes tipo tranvía, las iglesias cristianas, le daban a Nagasaki un aire de provincia, familiar y acogedor. Visité el Museo de la Bomba Atómica. Me estremecí con la muestra de los huesos de una mano que debido a la alta temperatura se fundió con la botella de vidrio que sujetaba; con las fotos de las sombras que dejaron sobre las paredes, cuerpos y objetos que se evaporaron con el calor infernal; testimonios lacerantes de gente que, aún hoy, padece de las secuelas de la radioactividad. Estuve en el hipocentro, sobre el que hoy se erige una plaza llena de flores, bancas y pisos de ladrillo. La estatua de una madre cargando a su hijo muerto, con la fecha y hora exacta del suceso se yergue a lado de la plaza. Me senté en una banca y le tomé fotografías al hipocentro como tratando de robarle un ultimo testimonio. A pesar de toda la belleza de la ciudad era inevitable no sentir cierta inquietud de estar en un lugar como aquel. Ese día era mi cumpleaños 32. No recuerdo cual fue mi deseo cuando apagué las velas de la torta que me regalaron mis compañeros de clase, pero recuerdo que en la soledad de la habitación del hotel sentí un enorme insomnio.

Hace años, durante una de esas tantas crisis de la guerra fría, Gabriel García Márquez dijo estas palabras que, con tanto loco que anda suelto por el mundo, siguen tan en uso como la amenaza de una nueva bomba atómica: «Propongo que hagamos el compromiso de fabricar un arca de la memoria capaz de sobrevivir al diluvio atómico. Una botella de náufragos siderales arrojada a los océanos del tiempo, para que la nueva humanidad sepa por nosotros lo que no han de contarles las cucarachas; que aquí existió la vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero que también conocimos el amor y fuimos capaces de imaginarnos la felicidad y que sepa y haga saber para todos los tiempos quiénes fueron los culpables de nuestro desastre y cuán sordos se hicieron nuestros clamores de paz para que ésta fuera la mejor de las vidas posibles y con qué inventos tan bárbaros y por qué intereses tan mezquinos la borraron del universo».

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