miércoles, 8 de abril de 2015

Noche de ronda

Me he quedado a trabajar dos horas más de las cinco. A diferencia de la hora oficial de salida en que los autos y buses de empleados se acumulan ante la garita de control en una larga fila, impacientes de partir, esta vez soy el único que aguarda la autorización de salida. El vigilante repite la robótica tarea de abrir la maletera, echar un vistazo dentro y verificar que no estoy llevando conmigo algún activo de la Empresa. Pero esta vez no camina hasta la garita, ni ordena levantar la tranquera para dejarme salir, sino que bordea el Elefante Gris por el lado del conductor y aparece frente a mí con la gorra levantada. Perdone que lo moleste, ingeniero, me dice sujetando el tablero de registros de entrada y salida como quien sujeta un arma de disuasión. No hay problema, digo yo pensando que, seguramente, va a pedirme el registro de la laptop que traigo conmigo y me adelanto a pensar en alguna excusa por no haberlo registrado. No está apurado, ¿no?, pregunta antes de que yo pueda decir algo. No, no digo esperando el pedido. Es que tengo que contarle algo, responde luego de unos segundos. Sí, dime, continúo, sorprendido con la extraña respuesta. Verá, ingeniero, me dice acomodándose la gorra; a veces a nosotros aquí nos toca hacer turno de noche. Y hacemos guardia. Y nos pasamos toda la madrugada metidos aquí y en el edifico central, sin dormir. Sí, lo imagino, digo yo sin entender a qué viene aquella introducción. Y bueno, antes de cada noche, cuando todos los empleados se han ido, nosotros tenemos que revisar las oficinas, los escritorios, las gavetas. Usted sabe: revisar que todo esté bien cerrado y asegurado para que no se pierda nada y nadie reclame nada. Sí, claro, continúo yo sin entender a dónde quiere ir. Y bueno, yo he revisado sus cosas, ingeniero, suelta la frase como quien está a punto de revelar una noticia bomba. Yo suelto un largo “aaaah”, sorprendido por la confesión y revisando mentalmente, velozmente, mis cosas, pensando en qué podría haber de comprometedor en mi escritorio y mis gavetas que mereciera todo aquel rodeo. Usted es escritor, ¿no?, ingeniero, dice luego. Sí, digo yo. Lo que pasa es que una noche, hace meses, usted no cerró su gaveta y ahí encontré uno de los libros que usted ha escrito. The Cure en Huancayo. Y me lo llevé al hall, ingeniero, a la garita y me lo leí toda la noche. Perdone usted. ¡No, que ocurrencia!, digo yo con los ojos humedecidos, con el corazón en la boca, como se me humedecen los ojos y se me sale el corazón cada vez que algo me conmueve. A lo mejor usted dirá: estos vigilantes no leen. Qué van a saber de libros estos vigilantes. Me ha hecho llorar, ingeniero. Y me ha hecho reír también. Y yo solo quería agradecerle, ingeniero. Y decirle que el libro lo devolví y lo deje igualito, en el mismo lugar en que lo encontré.
Entonces llego a casa, busco un ejemplar de The Cure en Huancayo y, con el corazón todavía saltando, escribo la dedicatoria más justa y emotiva que he escrito para regalarla al día siguiente: “Para Wilson, compañero de trabajo y lector furtivo de estas historias”.