miércoles, 8 de julio de 2009

Imágenes cuzqueñas

Estoy fumando, sentado en una banca de la plaza de armas de Cuzco. Es de noche. Los turistas caminan alrededor de la plaza, se toman fotos en la pileta, filman una y otra imagen. De pronto, una banda de sicuris entra por Plateros; tocan sus zampoñas y bombos, cantan y bailan en zigzag. Un grupo de escolares en vacaciones, arropados con chullos y chalinas, gritan como si hubieran reconocido a algún famoso. Imitan el baile de los sicuris. Ríen, inventan pasos, se acercan a los sicuris hasta ponerse delante de ellos. Siguen bailando, aplaudiendo. Algunos turistas se suman al ruedo. Los demás toman fotos y aplauden al ritmo de unos estribillos en quechua. Parece una fiesta comunal. La banda completa la vuelta a la plaza y deja de tocar. Los escolares piden «otra, otra». Los sicuris empiezan a vender sus discos compactos, los escolares siguen pidiendo «otra, otra» y bailan sin música. Los sicuris, presionados, vuelven a tocar. Los músicos están condenados a trabajar cuando los demás se divierten.

Un bus del Expreso Chancas me deja en un paraje habitado por un par de casas de adobe y techo de tejas, en las alturas de Curahuasi, Abancay. El sol cae vertical, solo unas pocas nubes en el cielo, y en frente, alto e inmenso, el nevado Salkantay muestra su sonrisa blanca de 6271 msnm. Estoy en la repartición a Cachora: a un lado el asfalto de la carretera Cuzco-Abancay, y al otro, una vía carrozable de tierra. Un tipo, apoyado en un taxi blanco, con mi nombre escrito en un cartón, me hacen señas. Me acerco. «¿Señor Ulises?», pregunta. Sí, respondo. «Hace más de una hora que lo esperaba», replica.

Camino por senderos de eucaliptos jóvenes de la trocha Cachora-Capulijocc, todo huele a sauna. Delante de mí van las mulas, los arrieros y una pareja de esposos franceses: juntos intentaremos llegar a Choquequirao en una caminata de cuatro días y tres noches. El camino por ahora es de pendiente suave, no requiere mayor esfuerzo que un andar pausado. La tarde es fresca, el viento resopla entre los árboles, un riachuelo discurre paralelo al camino. Enciendo el mp3 y en mis oídos resuena New Order. Después de unos minutos descubro que la sensación de paz y libertad que me transmite el «Bizarre love triangle», es la misma que esa canción me transmite en la nocturnidad del Nóctulus.

A las dos de la tarde, después de un ascenso casi vertical que empecé en el río Apurímac a las cinco de la mañana, con mi último aliento, exhausto y empapado de sudor, llego a la plazoleta de Choquequirao, una de las ciudadelas perdidas de Vilcabamba, donde los incas se refugiaron a partir de 1536. Considerada tan importante y más extensa que Machu Picchu, descansa indemne sobre el lomo de un cerro a 3035 msnm. No hay nadie más que los franceses y yo en el lugar. Me tiro boca arriba, con las extremidades extendidas. Mi respiración va disminuyendo de frecuencia hasta hacerse normal. Arriba, el cielo azulino media entre las cordilleras; a un costado, el sol calienta la loma y espanta la neblina del bosque; abajo, bien en lo profundo, el río Apurímac ruge mudo y serpentea entre los acantilados de roca. Me incorporo. Recorro los pasajes de la ciudadela, cuarto por cuarto, andén por andén. Palpo las piedras esculpidas en lonjas, sus intersticios. En cada paso celebro haber llegado a la meta de este viaje, aún cuando mi cuerpo no estaba preparado para semejante esfuerzo físico: empezó como un viaje de placer, pero terminó siendo por sobre vivencia. Siento lo que sienten los alpinistas al llegar a la cima.

Estoy en Playa Rosalina, remojando mis pies en las aguas del río Apurímac. No hay nadie más alrededor. El río discurre entre rocas redondas y gigantes «como huevos prehistóricos», el agua acaricia con sus rápidos los bordes de las moles de granito, llena con un rumor de vida la profundidad del cañón. Una bandada de loros surca el cielo volando de árbol en árbol. Sumerjo otra vez mi cuerpo en las aguas cuidando no adentrarme en las corrientes, luego me tiro boca abajo sobre una roca con forma de cama para secarme al sol. Miro el reloj, es casi medio día. En Lima, a esta misma hora, mucha gente debe estar lidiando con el tráfico, soportando el mal humor de la ciudad. Yo, aquí, en la profundidad del cañón, en la profundidad de mi mismo, me olvido de todo, no existo excepto para mí.

En Raqaypata, campamento al pie de Choquequirao, es de noche. Augusto, el arriero, cocinero y guía, me avisa que la cena ya esta lista. Entro a la choza de Elizabeth, la dueña del campamento. La mesa de palos cubierta por una manta roja y rayas negras; los poyos de barro a manera de bancas, el techo de paja, el fogón trepidando en una esquina, la ventana minúscula para tanta pared, el humo inundando la habitación. Elizabeth me llama. «Ven, me dice, mira esas luces en Choquequirao». Me acerco. Veo luces en la loma, como gente que camina por ahí. «A veces huaquean de noche, por eso las almas penan», agrega con un tono de terror para asustarme. Sonrió. Me acuerdo de mi abuelo. En ambientes como ese, me contaba historias de terror; yo me quedaba muerto de miedo durante el resto de la noche, imaginando como sería mi encuentro con aquellas almas en pena: quizás ahí empezó mi adicción por los cuentos.

Estoy cenando un caldo de gallina. Un par de gringos se suman a mi mesa. Por el acento de su inglés deduzco que son británicos. «La música de por aquí es horrible», le dice en inglés uno al otro. En el lugar suena un interminable popurrí de regetón. Esa es música portorriqueña, le digo en mi pobre inglés. ¡Oh! sí, responde, y me aclara que no se explica cómo esa moda anda por toda América. Me cuenta que son ingenieros ambientalistas, que vienen de recorrer Centro América y que estando en Colombia se alistaron como voluntarios en la reconstrucción de Pisco y que desde entonces no se van del Perú. Les cuento que vengo de escalar Choquequirao, porque ellos vienen de trepar las montañas de Huaraz. «No te preocupes, me dicen, una vez que lo pruebas no la puedes dejar». Terminamos hablando de rock británico, de Pink Floyd, de Roger Water y el concierto en Lima, ellos lo vieron en Bogotá. Mas tarde, en la soledad de mi carpa, me quedo pensando en qué haré en mis próximas vacaciones. Recuerdo lo dicho por los gringos respecto a escalar, quizá la próxima vez debería trepar una verdadera montaña.
Hace días que quiero hacerle unas preguntas a la francesa, es la única que habla algo de español. Por fin me animo. Me acerco. Esta viendo la nada en la loma de Chiquiscca. Qué significa esto, le digo, mostrándole, en la pantalla del reproductor mp3, el titulo de la canción que tengo en stand by: «Indochine - Bienvenue chez les nus suene». Ríe. «Bienvenidos a la tierra de los sin ropa», traduce. Le explico que es una canción escrita en los ochentas, que habla del Perú y le pido que me ayude a traducirla. Acepta. Se lleva los audífonos a los oídos. «El camino todavía será largo hasta la luna / Los indígenas lo habían predicho debajo de las nubes de niebla / La nariz en el polvo de las barricadas / Bajo la protección policial, quand la liberté…», me dicta. Al final se esfuerza en explicarme que el titulo, según ella, quiere decir bienvenido a la ciudad de los «sinceros», los «sin ropa», insiste, que no se refiere a los andrajosos. Le cuento que Indochine vino a Lima en los ochentas, cuando Lima era un polvorín, que tocaron en el Amauta, en medio de apagones y que lo hicieron porque el único país en que sonaron, después de Francia, era el Perú. «Aquí todo suena bien», dice.
En Pisac, espero el autobús que me llevará de regreso a Cuzco. La gente se arremolina con sus equipajes a la espera del primer bus que se detenga. Una japonesa, consulta su diccionario y se acerca a un vendedor ambulante. «¿Bus, Cuzco?» alcanza a decir. «Sí, sí» responde el ambulante, «Espera ahí». Observo que está sola, se le nota preocupada. Me imagino en su lugar: mujer, sola, lejos de casa, con un idioma ajeno, sin letreros en iconografías japonesas; con las malas noticias peruanas que a veces circulan por el mundo, cualquiera estaría aterrada. Sin embargo, ahí está ella, parada, esperando el bus. Por fin llega uno. Todos se agolpan para intentar subir. Solo queda espacio para ir de pie. Yo subo. Prefiero viajar parado que esperar más. La japonesa duda en subir, al final desiste. El bus se llena cada vez más. Tres alemanas suben desoyendo el consejo de sus amigas. Adentro, celebran el viajar apretujadas. Se toman fotos unas a otras, le piden a una jovencita que les tome otra a ellas. La gente ríe con sus gestos.
Es sábado por la noche. Las afueras de la catedral del Cuzco esta llena de castillos con fuegos artificiales. Es la novena del Señor de Los Temblores. Cuento hasta dieciocho castillos. Uno a uno, aparecen en escena como actores de teatro delante del público abarrotado en la plaza de armas. Describen luces circulares, colores vivos, encienden de destellos la oscuridad de la noche. Detrás de ellos hay todo un equipo de producción que enciende mechas, estira cuerdas, grita órdenes. Una chispa de más, una mecha no encendida a tiempo, y el castillo será un fracaso. Solo cuando todo sale bien y el público aplaude, los «detrás de escena», celebran: una novena sin fuegos artificiales no es novena.
En cualquier calle del Cuzco uno se cruza con extranjeros. Es la ciudad más cosmopolita del Perú. Recuerdo el ultimo libro que leí: «Magallanes, la aventura más audaz de la humanidad» (Stefan Zweig). Colón, con tres calaveras, tardó 36 días en llegar de España a América; Magallanes tardó tres años en culminar el viaje alrededor del mundo, salieron 265 marineros en cinco cúteres, regresaron 18 en un solo cúter: el Victoria. Comparado con el viaje de Colón, Magallanes realizó, de lejos, la mayor proeza humana de entonces. ¿Qué temple lo llevó a aventurarse por mares jamás navegados por hombre alguno? ¿Qué obstinación, qué convicción en el objetivo lo llevó a no regresar nunca? El matrimonio de franceses, los británicos voluntarios, la japonesa de Pisac, las alemanas del bus, todos llevamos algo de Magallanes: las ganas de aventurarse en los mundos que existen más allá del nuestro.