Me invitaron a leerles cuentos, a hablarles de
literatura. Entré al aula, los saludé, les dije que era colcabambino como
ellos, que mi casa era aquel caserón de cancas y huerto verde que aun se
mantiene de pie en la bajada a Campo Armiño, que había estudiado en el colegio
Mayolo y que después me había ido a estudiar a Huancayo, a Lima y que alguna
vez termine escribiendo en una isla al sur del Japón. Cierren sus ojos, les
dije, ciérrenlos, pónganse cómodos e imaginen esta historia que les voy a
contar. Entonces les leí:
Tres, dos, uno: ¡Ignición!, gritó la voz del abuelo
por los audífonos. Un fuego rojo y denso comenzó a salir por las toberas, un
fuego que se transformaba en un torrente de vapor turbulento que inundaba los
alrededores. El terremoto de la nave rompiendo la inercia empezó a sacudirlo
todo, las fuerzas de reacción apretujaron tu cuerpo, la nave levitó, aceleró y
entonces, desde la cima pelada del cerro Plazapata, el Quillincho I despegó con
dirección a la Luna. Te asomaste, pudiste ver el pueblo bajo tus pies.
Colcabamba lucía como un estadio gigante y vacío, una hoyada cubierta de
cultivos de habas, papa, maíz; las chacras eran alfombras a cuadros, retazos
marrones, verdes, amarillos, cerros salpicados de árboles y diminutas casas de
adobe y tejados de arcilla. Viste el río Colcabamba atravesando el valle de
Pilcos, desembocando en el Mantaro, uniéndose luego al Apurímac, al Ene,
sumándose al Perené, abriéndose paso en la selva con un camino cada vez más
ancho en busca del Atlántico. A medida que la nave ascendía, viste esos ríos
como hilos plateados que agrietaban una maqueta gigante del Perú: costas
amarillas, sierras marrones, selvas verdes, como en tus libros de geografía. El
día era diáfano y soleado. Observaste el Océano Pacífico acariciando la costa
peruana con una espuma blanca, el perfil de guacamayo de la península de Guayas
en Ecuador, la cóncava costa colombiana y la cintura de hormiga de Panamá;
reconociste el apéndice colgado de Florida, la tripa de Cuba y Puerto Rico, el
codo empinado de la península de Yucatán en México. Hasta que te fue imposible
distinguir las costas de los mares. La tierra comenzó a tomar, poco a poco, la
forma de un balón, un amasijo esférico, blanco, verde y azul, delante de un
fondo negro; un fondo que terminó por imponerse hasta convertirlo todo en
oscuridad. El terremoto terminó entonces. Los ruidos cesaron, el movimiento de
la nave pasó a ser tan suave como la tranquilidad que sucede al despegue de un
avión. ¿Estás bien?, te preguntó el abuelo. Dentro de la escafandra de cristal,
reconociste sus párpados ajados, sus ojos de chino feliz. Sí, abuelito,
respondiste. Trata de hablar lo menos posible, te indicó; debemos ahorrar
oxígeno. Ahora el viaje será largo, pero tranquilo, no te asustes si sólo ves
oscuridad. La oscuridad se lleno entonces de estrellas, tan al alcance de las
manos que sentías tocarlas. Reconociste esa imagen. Era el mismo cielo negro e
iridiscente que recordabas haber visto el año anterior, cuando atravesamos a
medianoche las punas de Pampas, viajando sobre el camión del tío Máximo camino
a Huancayo. Cerraste los ojos y los volviste a abrir. Tu cuerpo se sentía como
una burbuja atrapada en el agua, queriendo ascender. Soltaste el cinturón de
seguridad que te ataba al asiento y te dejaste llevar por la ingravidez. Tu
cuerpo se alivianó como una pluma y quedaste suspendido, flotando, mirando
aquel enjambre de luces sin final…
Y hubieran visto sus caras cuando terminé de leer
la historia. Las caras de quienes acaban de pasear por un cuento, las caras de
quienes acaban de vivir una vida, las caras de quienes acaban de regresar de la
Luna. Y hablamos de qué les gustaría estudiar. Y hablamos de literatura, de
música, de ingeniería. De sueños, de quechua, de Colcabamba. Y nos reímos. Y
nos tomamos esta fotografía.