miércoles, 18 de noviembre de 2009

«The Cure en Huancayo» en Huancayo

Soy otra victima del estrés. Salgo de Lima para ir a la 1ra Feria del Libro Zona Huancayo con la incomodidad intermitente de una espina en el pecho. Según el médico es el reflejo de una contractura muscular que desde hace semanas me tiene con la sensación de andar llevando una carga en la espalda. Pero llego a Huancayo y siento que la carga ha desaparecido. A pesar de haber viajado de noche, y a pesar de no haber cumplido del todo la receta del médico porque las pastillas me dejan secuelas de un profundo sueño, siento mi espalda renovada. En cambio, parece que el dolor puntiagudo del pecho se me ha subido a la cabeza y me provoca un ligero mareo. Suelo ir a Huancayo frecuentemente cada año, pero por primera vez en mi vida soy victima del soroche.

Me voy a desayunar con mi hermana Zonia a uno de los cafés al paso de la calle Loreto y nos comemos unos tamales blancos con agua de muña. El malestar amaina gracias al mate, pero aún persiste. Compro unas pastillas antisoroche (¿antiroche?), pero me abstengo de tomarlos al leer las contraindicaciones: la cafeína y yo nos llevamos mal. Llego al Centro Comercial Real Plaza con media hora de anticipación para el taller de narrativa que me toca dictar al medio día como parte de la programación de la feria. Juan Carlos Revollar, uno de los organizadores, me da la bienvenida y me presenta a Sandro Bossio, uno de los mejores escritores contemporáneos del centro del Perú, luego a Jorge Salcedo y Juan Carlos Romero, responsables de Bisagra Editores. Me muestran toda la producción literaria de autores de la zona que han publicado este año bajo su sello y celebro con ellos la alegría de ver una fiesta de libros en nuestra ciudad. Luego me invitan al auditorio. Está lleno de jóvenes. Son en su mayoría escolares y universitarios. Había preparado un pequeño discurso porque no confío en mi memoria, pero poco a poco la lengua se me destraba y voy contando como me salga el cómo es que escribí «The Cure en Huancayo» y cómo ha sido mi esforzado, pero incipiente paso de la ingeniería a la literatura. Luego vienen las preguntas y me conmuevo al oír que varios de esos jóvenes han leído el libro, me sorprendo con la apreciación que una niña de cola de caballo y uniforme escolar hace sobre la obra de Juan Rulfo y Pedro Páramo (yo leí ese libro a los treinta y dos y no podría haberlo resumido mejor que ella). Es reconfortante ver que algunos niños disfrutan del placer de leer.

Hay uno que no se va. Flaco, de ojos rasgados, el pelo lacio con un cerquillo, parece un harry potter chino. Hace rato que ha terminado el taller y estoy conversando con algunos jóvenes, pero el chino no se acerca. Parece esperar a ser el último en hablar conmigo. Al final lo hace. «¿Puedo molestarlo?» —dice—. Claro, respondo. «Este año postulé a la UNI y no ingresé —agrega con cara de fastidio—. Me sigo preparando, pero desde que leo literatura cada vez me gustan menos los números. ¿Qué hago?», me interroga como si yo fuese, más bien, su psicólogo. Me recuerda a mí a los 15 años. Con una mochila al hombro, un libro de cuentos en la mano y una tremenda incógnita en el rostro. Se puede hacer las dos cosas, respondo. Me gustaría decirle que se dedique sólo a la literatura, pero no tengo el valor. ¿Acaso yo tengo la autoridad para decirle que haga lo que yo aún no me atrevo a hacer? Para cuando el taller ha terminado estoy mucho mejor. El dolor puntiagudo en la cabeza se ha ido y corro con mi hermana a buscar un restaurante que pueda calmar mi hambre de perro callejero.

Luego viene la presentación del libro en la Casa de la Cultura, en la bajada de El Tambo. El auditorio está ocupado de estudiantes del Colegio Heroínas Toledo y la Universidad Particular Los Andes. Oigo la crítica del Profesor José Oregón del Colegio Salesiano, la del Dr. José Cerrón de la Universidad del Centro, y Jorge Salcedo de Bisagra Editores, respecto a «The Cure en Huancayo» y me emociono. Una niña del Colegio vestida de jaujina declama un poema a Concepción, un coro de estudiantes estalla en carcajadas cuando el Dr. Cerrón lee pasajes del libro; por la noche, hablo de aquello en un set de televisión, frente a la grabadora del Diario Correo. Siento que por momentos como esos todo ha valido la pena.

Pero no todo es perfecto. Aquella felicidad contrasta con las malas noticias que me llegan de Lima respecto a la agonía y la muerte de mi primo César por causa de un cáncer. Hace días que esa situación tiene en vilo a mi madre y mi familia. ¿Cómo alguien que nunca en su vida a bebido ni fumado puede morir de un cáncer a la garganta?, me pregunto ahora frente el auditorio que ha venido a la Feria, a pesar del chaparrón que acaba de empapar Huancayo y le dedico a él la presentación del libro como si eso ayudara en algo.

Por la noche regreso a la feria. El auditorio está abarrotado. Mucha gente ha venido atraída por la programación que anunciaba la presentación de Beto Ortiz y su libro «Por favor no me beses». Pero hace poco se supo que no vendría. En su lugar los «Feedback», una banda de rock de jovencitos, ocupa el estrado. No pasan de los veinte años de edad. El guitarrista, un melenudo casi niño pasea sus dedos por el diapasón y hace trinar a la guitarra eléctrica; la cantante, una joven delgada como un palo, apenas se contornea adormecida por la timidez, pero reproduce a la perfección el canto de Mariska Veres, la voz de «Shocking Blue» cantando Demon Lover. El segunda guitarra anuncia que ahora van cantar «A hard day´s nigth» de The Beatles. Algunos jóvenes del público dejan el auditorio. «Déjenlos. No les gusta lo clásico», recrimina el guitarrista ante la pifia del resto del auditorio. ¿Qué tiene Huancayo que hace que unos adolescentes toquen música de hace más de 40 años? Celebro comprobar que esa vida cultural y bohemia que viví en mi adolescencia no ha cambiado. Siento un placer supremo en caminar sin rumbo por las calles de aquella ciudad, fumar sentado en un banco de la Plaza Constitución, espiar mujeres guapas detrás del telón del anonimato; ver y oír un chaparrón de invierno, sentir el olor de la tierra mojada; escuchar por el walkman a Susan Vega bajo el alero de una casa de tejas esperando que pase el aguacero; devorar un caldo de gallina en un restaurante al paso en la Av. Giraldez. Despertar viéndole la cara al Sol y desayunar un mondongo en el Mercado Mayorista. Huancayo sigue siendo una buena terapia, he pasado tres días ahí y mis achaques se han esfumado.