martes, 22 de abril de 2014

El poste de cemento y ramas verdes

En las afueras de mi oficina, en la vía de salida a la utopista Ramiro Prialé, en El Agustino, hay un poste de alumbrado público que parece estar vivo. Un poste de cemento, flaco, triste y cabezón, con ramas verdes en la nuca. No es la rama de algún arbusto desterrada en aquel lugar por un viento capcioso o la travesura de un pájaro bromista. No. Es una planta viva. Una planta que crece, crece y crece. ¿A qué tipo de mata se le ocurriría vivir en semejante lugar?, me pregunto cuando paso debajo de él a la hora de abandonar el trabajo. ¿De qué suelo? ¿Con qué agua? Les hago también estas preguntas a los compañeros de labores con los que he pasado por ahí. ¿Qué tipo de vegetal puede vivir en ese lugar, en una ciudad en la que la palabra lluvia es una entelequia? ¿Cómo puede haber vida incluso ahí? No tengo idea. Nadie tiene idea, pero todos al pasar se quedan viendo el poste y sus ramas verdes como quien mira una luna llena, un arco iris, un acto de magia.
Pero ahora que todos hablamos del Gabo, ahora que todos reconocemos en nuestras vidas un antes y un después del Gabo, yo digo que la literatura es como un poste de alumbrado de cemento al que le crecen ramas verdes. Ramas vivas. Ramas que llegan de la nada y se asientan sobre el lomo de la nada. Ramas inconformes con ganas de corregir el mundo, ramas que se revelan a la muerte, a la lógica; aunque sea por corto tiempo. El tiempo que demorarán en sobrevivir sin agua, el tiempo que dura una historia. Una historia que nos saca de la realidad, de la obligación del trabajo y nos lleva a volar. Un vuelo que nos lleva a otro mundo. Otro mundo en el que somos amantes, aventureros, villanos, héroes. Héroes que de otro modo nunca seremos. Seremos que nunca seremos.