lunes, 28 de octubre de 2013

Colcabamba

En Colcabamba, éramos una manada de cinco: Jhony, Charango, Humberto, Arón y yo. A un silbido en clave, salíamos de nuestras casas, nos encontrábamos en la subida de la carretera a Tocas y salíamos a explorar nuestro pequeño mundo, de Waychao a Tocas; de los Amarus de San Cristóbal hasta el río Mantaro. Por estos meses abundaban los choclos, entonces nos íbamos a robar cañas a las chacras de tierra roja que habían en el camino al manantial de Moccomocco; unas cañas moradas, largas, rajadas en el tallo, dulces como la caña de azúcar. Entrábamos a las chacras, rompíamos el tallo, botábamos el choclo, y nos íbamos a la pampa del estadio a tirarnos de panza, mascando la pulpa hasta que nos duelan las mandíbulas. Y ahí nos quedábamos. Primero viendo cómo el bagazo que tirábamos al río surfeaba las olas, los meandros y luego se perdía en el túnel del puente camino al Mantaro. Después, panza arriba, para ver si algún avión mudo se aparecía en el cielo, arriba en lo alto, cruzando las nubes con su panza plateada con dirección quién sabe a dónde. Después otra vez panza abajo, viendo los cerros de la banda, la bajada a Campo Armiño, la carretera a Tocas, la carretera a Huancayo: las cuatro vías por las que uno dejaba el pueblo, compitiendo a ver quién tenía la vista de un quillincho y podía ubicar los camiones que a lo lejos, en las carreteras que dibujan zetas en los cerros, se perdían en el horizonte. Cientos de veces. Reunirnos, robar cañas, tirarnos panza arriba, hablar de lo que sea. Reírnos. Matarnos de risa. Ciento de veces observando los horizontes. Pero nadie hablaba de irse. 
No recuerdo quien se fue primero. Creo que fui yo. El hecho que a los pocos años la manada ya no existía. Con la adolescencia, la juventud; por estudios, por trabajo, por necesidad, todos nos fuimos y nadie se quedó en Colcabamba. Estábamos condenados a irnos porque, como alguien en la residencia universitaria de la UNI me dijo alguna vez, en el Perú, los pueblos existen para nacer, crecer y luego irse; y las ciudades, para seguir creciendo y morir en ella. O morir en el intento. Pero también alguien, un colcabambino, una vez, en una de las presentaciones de «The Cure en Huancayo», en Huancayo, en la firma de libros, me dijo que había leído «La despedida», un cuento en el que el personaje se va Colcabamba, y me dijo que, en el caso de Colcabamba, había que irse de aquel pueblo para hablar de ella, para que alguien supiera que existe. Pero que un día había que volver. Por eso, mañana que estaré de vacaciones, viajaré a Colcabamba. Regresaré como regresa el Zancudo a Samaylla en «Ojos de pez abisal»: en el día de los muertos. Iré al manantial de Moccomocco, a las chacras de tierra roja, robaré una caña y me tiraré panza arriba en la curva de Cóndormocco, mirando el cielo. Con la música de mi iPod a todo volumen, echando de menos a algunas mujeres, buscando, entre las nubes, la panza plateada de algún avión.
Foto:archivo personal.