miércoles, 13 de junio de 2012

Lección de geografía


…La tierra es azul
Yuri Gagarin, dixit


El avión despega del Jorge Chávez. Es junio, es mediodía y el cielo limeño es tan raramente diáfano que se puede ver el sol sonriendo en un fondo celeste eléctrico. Como cada dos años, mis amigos de la UNI y yo abandonamos el bullicio y los deberes en Lima para conocer alguna esquina del mundo. Tras el temblor del despegue, el avión se transforma en un ave paciente que me eleva a los aires dentro de su panza cilíndrica. Abajo, el Rímac parte la ciudad con un tajón negro y la avenida Faucett es una línea negra entrecortada con carritos lentos de colores que parecen ir ordenados camino al mar. El avión vira al oeste y el plano del océano se inclina. La isla San Lorenzo es un pez gordo sobre una laguna, los barcos diminutos frente al Callao sobre el espejo de agua son rayitas negras sobre un papel verdoso, el océano se transforma en cielo hasta que el horizonte vuelve a su lugar, el avión toma más altura y enrumba a Sao Paulo, Brasil, alineado al Océano Pacífico.
Enciendo el Ipod ahora que el piloto anuncia por el altoparlante que todo está permitido. Lo pongo en random para que sea el azar quien seleccione la música que acompañará mi vuelo. «Human» de The Human League y Lima, poco a poco, deja de ser un entramado pardo salpicado de verde y se transforma en desierto y mar. Me pego más a la ventana del avión para no perderme la oportunidad de reconocer el Perú ya no en los planos de ingeniería sino bajo la lámpara de este sonriente sol y este cielo limpio.  «Taking control» de Alberta Cross y aparece la alfombra verde a cuadros del valle de Cañete partiendo el desierto en dos; «To love you more» de Taro Hakase sobre la comba rojiza de Paracas que apunta al océano, «Bricks and mortar» de Editors con la serpiente verde en medio del angosto valle del río Ica. El avión ahora vira al este y se adentra al desierto, mi Ipod lanza una señal de alerta y luego entra en epilepsia. Lo apago (conozco sus achaques ante los cambios de presión atmosférica). El mar desaparece y todo es un desierto marciano: montañas, quebradas, llanos rojizos. La falta de música en mis oídos hace de ese territorio más marciano aún y termino extraviado, ya no sé dónde estoy. El llano cambia. Dos enormes hoyadas se hunden en el desierto como los ojos de una calavera. Deben ser las minas de hierro de Marcona, pienso para mí. El avión sobre vuela los ojos y continua su marcha hacia las montañas. Unas cuantas nubes extraviadas aparecen bajo nosotros y parecen acompañar  el vuelo. Ahora el desierto se agrieta, se arruga y se vuelven cerros verdosos. Se empinan más, más y más y se transforman en la muralla de Los Andes. Aparecen los primero nevados. Copos blancos coronando picos marrones alineados hacia el sur. El Coropuna, el Salkantay, supongo. El avión se sacude con las turbulencias y el capitán manda a todos a abrocharse los cinturones. El avión recobra la calma, las montañas se aplanan poco a poco, enverdecen y se transforman en un bosque interminable de arbolitos de brócoli. Todo es igual ahora: verde, verde y más verde. El paisaje se hace aburrido. La modorra me invade. Tomo la almohada de vuelo y apoyo mi cabeza a la ventana para dormitar. Enniñezco. Soy de nuevo el niño de ocho años que en la Escuela de Varones N°  524 de Colcabamba, Huancavelica, repasaba el mapa del Perú en su libro “Escuela Nueva”: un territorio alargado de cinco puntas dividido en tres colores: amarilla la costa, verde la selva; la sierra, marrón.
(Foto: Internet)