Me sentía
como un fantasma, Grillete, un fantasma que regresa al lugar donde vivió. Bajé
en Habich, crucé el puente de Tupac Amaru e ingresé a la UNI por la Puerta 3; caminé por el
Pabellón Central, Petróleos, el Teatro y nadie, absolutamente nadie, me reconoció.
Nadie dijo: habla, Grillo; hola, Uli; cómo te va, Gutiérrez. Nadie. Hasta en la
FIA resulté un extraviado porque cuando busqué el Centro de Cómputo, donde
había quedado en encontrarme con la profesora Adriana Valverde para “sorprender
a los profesores de la Facultad” hablándoles de «Ojos de pez abisal», me enteré que el Centro
de Cómputo ya no quedaba sobre la Sala de Grados, sino en el cuarto piso de un pabellón
que a mí me sonó a X. Pregunté, caminé, pregunté y resulta que el pabellón X era
aquel edificio nuevo que construyeron al costado del Laboratorio 20. Ahí me vino un
pánico escénico. Digo, una cosa es hablarles de la novela a personas que puede
que no haya visto nunca en mi vida, pero que les gusta la literatura y otra muy
diferente es hablarle a los profesores que me enseñaron ciencias y que
esperarían de mí, a lo mejor, un libro de hidráulica, construcción o tratamiento de aguas, nunca un libro de ficción. Me quedé parado en el patio esperando
que se me pase el pánico y mis recuerdos se pasearon por el primer año que pasé
en la FIA. Como si fuera ayer que estudiaba en esas aulas, mi cuerpo se
escarapeló de nuevo con el miedo que, en aquel tiempo, me despertaba la idea cada
vez más certera de saberme un negado para los números al ver los cero-cincos de mis primeros exámenes de matemáticas. Subí hasta el tercer piso y
entonces llamé al celular de la profesora. Profesora, ya llegué, le dije parado unos pasos
antes de la puerta. Ya, espérame un ratito, dijo y colgó. Entonces
escuché cuando ella, dentro del aula, le decía al resto de los profesores que
miraran el monitor de sus computadoras para ver la portada de una novela llamada «Ojos de pez abisal». El autor ha sido alumno de la FIA, dijo, se llama Ulises
Gutiérrez. ¿Se acuerdan de él?, preguntó y como nadie dijo nada, el pánico
escénico volvió. Bueno, les tengo una sorpresa, continuó la
profesora, el autor está aquí. Entonces, como quien dice: que pase el
desgraciado, me invitó al aula. Entré con las manos húmedas y el cuerpo frío, cargando mi
mochila y mis libros y me refugié detrás del pupitre. Saludé. ¡Ulises!, dijo el
ingeniero Paccha con su sonrisa redonda y su cabello afro; claro que me
acuerdo, dijo la ingeniera Acha con su corte a lo Shena Easton; hola, hijo, pronunció
el ingeniero Estrada con sus manotas y su cabellera cana. Miré al fondo y
reconocí al profesor Cabrera de Física III, a O’connor de Mecánica de Fluidos,
a Masgo de Química. Me sonrieron. Así los quería ver, dije yo, ustedes sentados
como alumnos y yo aquí en frente como profesor. Se mataron de risa y aplaudieron, y ahí fue que dejé de ser un fantasma.