miércoles, 28 de abril de 2010

Sarta de inconformes

Hace unas semanas, en una entrevista que leí, Juan Villoro afirmaba que el mundo era tan imperfecto que el hombre, inconforme, había inventado la literatura para tratar de corregir algo de esa imperfección. Me pareció un concepto genial para explicar porqué hacemos y leemos literatura. Sí, pues, somos una sarta de inconformes: ustedes, nosotros; inconformes con el mundo que nos rodea, inconformes con lo que nos dictan nuestros sentidos, inconformes con la vida real; de otro modo no se explica que pudiendo estar frente a las pantallas de un televisor o en la sala de un cine, engordando con palomitas de maíz, nos dé por leer historias que, sabemos bien, son producto de la ficción, pero que sin embargo, nunca cuestionamos; de otro modo no se explica que nos dé por asumir la vida de los personajes, de vivir con ellos, de ganar y perder como si fuéramos ellos.
Hace unas semanas, también, mi gran amigo Elvis Rojas, uno de los más grandes inconformes que conozco, llamó para decirme que había estado en Guayaquil por razones de trabajo, y que ahí había conocido a un ingeniero civil de la UNI, a quien, a la hora del café, le preguntó si había leído «Pintas en Civiles», uno de los catorce cuentos que conforman esta segunda edición de «The Cure en Huancayo» y que narra la historia de un recién ingresado residente universitario que se enamora de Rosario Abín, una guapa estudiante de ingeniería civil con quien comparte un único curso, en un único ciclo sin que ella se dé por enterada de su existencia y mucho menos de su anónimo amor; hasta que una solitaria madrugada, una semana antes de finalizar las clases; el estudiante, desde la azotea de la Residencia, observa que un piquete de senderistas llena de pintas subversivas las paredes de la facultad de civiles y decide librar la única batalla que le queda para que ella se fijé en él. Entonces, tragándose el miedo que le significa retar al piquete, el temor que le despierta la posibilidad de ser descubierto, desciende hasta los pabellones de civiles, borra las pintas y sobre ellas escribe con letras gigantes: «Rosario te amo, Rosario te amo, Rosario te amo». No voy a contar en que termina el cuento, por supuesto (ya ustedes lo leerán o lo habrán leído); el hecho es que el ingeniero que Elvis conoció en Guayaquil, a la pregunta de si había leído el mentado cuento, respondió que sí, que le había llegado en una de esas tantas cadenas electrónicas que circulan en la red de los ingenieros civiles; que esa historia era cierta, que él había estado en la UNI en aquellos años y que había conocido a Rosario Abín. Yo me maté de risa al escuchar esa afirmación, sobre todo al saber que Elvis, no se atrevió a aclarar que aquella historia había nacido de la mente inconforme de un servidor y que no pasaba de ser una sencilla historia de ficción. Pero luego de leer a Villoro me quedé pensando que este ingeniero de la UNI era otro más de los inconformes que pululaban por ahí intentando cambiar la imperfección de este mundo. A lo mejor la historia era cierta y yo, por mera casualidad, me había convertido en un cronista; a lo mejor Rosario Abin, hoy, a pesar de sus cuarenta años, divorciada y con dos hijos encima, andaba todavía por ahí rompiendo corazones. O a lo mejor, el inconforme de Elvis, llevado por su mente alucinada, había inventado eso del viaje a Guayaquil, que había ido por razones de trabajo y que allá conoció a un tipo que dice que la historia de las «Pintas en Civiles» era la pura verdad.