lunes, 16 de enero de 2012

Laberintos

El teléfono de mi oficina suena. ¿Hola?, respondo con la parquedad de un empleado público que está harto de teclear el computador y responder llamadas reclamando por la burocracia del Estado. Por fin te encuentro, dice una voz de mujer, al otro lado de la línea. No la reconozco. Me quedó en silencio. Te llamé en la mañana y no estabas, agrega mientras yo sigo adivinando. ¿J?, digo luego de unos segundos. Claro, dice ella como si acabáramos de conversar hace instantes. ¿Cómo estás? Bien, digo con una sonrisa y dejo de teclear el computador.

A las mujeres de mi vida las he clasificado en tres grupos: las que me dijeron: «yo te amo, Uli»; las que repitieron: «yo te quiero mucho, Uli» y las que espetaron: «no, Uli, amigos nomás». J, me dijo las tres frases, por eso tiene licencia para hablar.

¿Cómo estás?, continúo. Bien, dice J y me cuenta qué ha sido de su vida al otro lado del mundo; del tiempo que ha pasado, de los avances de su bebé, de sus líos con el idioma, de lo lejos que le queda ahora el Perú. Yo escucho. Siempre fue así: la mujeres de mi vida hablaban y yo escuchaba. De vez en cuando preguntaba algo, decía algo para hacerlas reír. A veces lo lograba; a veces, no, yo era muy feliz cuando las veía reír. ¿Y tú cómo estás?, vuelve a preguntar. La voz de un bebé que aprende sus primeras palabras suena a su lado. J le habla como si el niño fuera un adulto. El niño le responde en su idioma de bebé. Estoy bien, respondo, jodido con el trabajo, tú sabes. El niño vuelve a hablar. Ella le responde. Los escucho. Viajo en el tiempo y regreso a Huancayo, cuando yo tenía cinco años. Me acuerdo de la vez que me extravié a la salida de la escuela cuando confundí el autobús y terminé en un lugar desconocido, fuera de la ciudad. Recuerdo cómo hice para regresar a casa cuando por fin me di cuenta de dónde estaba. Recuerdo que caminé como un nómade por las chacras de Uñas, las calles de San Antonio, las veredas de la calle Real. Recuerdo que caminé toda la tarde, preguntando, tanteando, recuerdo que llegué a casa ya casi de noche. Y recuerdo que mi madre me abrazó llorando al verme. Leí tu último post, dice J, el del taxista al que no querías hablar. Me reí un montón. Qué bueno, digo. Con lo difícil que es sacarte a ti las palabras. Yo no hablo, yo escribo, respondo. J ríe y ahora me cuenta lo bien y lo mal que le va en su matrimonio. La escucho. ¿No te quito tiempo?, pregunta. No, respondo. Le aconsejo como si yo alguna vez hubiera estado casado. Ríe con mis sugerencias. ¿Hay luna llena allá?, me pregunta. Sí, digo. Aquí se ve mucho más grande, dice, inmensa, como una pelota blanca. Aquí la luna está como siempre, digo, blanca como el ojo de un cíclope que nos mira de bien arriba. Bueno, Uli, te dejo, me dice después de media hora de hablar, fue rico conversar contigo. Para mí también, digo. Gracias por llamar. Otro día te llamo, se despide. Claro, claro, digo. Cuelga. Se va.

Dejo mi escritorio. Salgo de la oficina, camino hasta la máquina expendedora y compro una botella de agua. Bebo un sorbo. Camino hasta el vitral que deja ver la laguna artificial que hay en frente del edificio, veo a los patos nadando lentos como barquitos de papel. Pienso en las mujeres de mi vida. Algunas aún se acuerdan de mí. A veces me escriben, me llaman, me visitan; el resto, la mayoría, ya me enterró. Pienso en las últimas, en las que me enterraron. Miro al cielo. No hay luna, hay un sol dorado y radiante. Bebo otro sorbo de agua y celebro que estoy vivo; que sobreviví a ellas, que más de una vez estuve perdido, pero supe encontrar el camino de regreso a casa.