sábado, 16 de noviembre de 2013

Donde bebe agua el gavilán

Camino en dirección al manantial de Ancapaupiana. El mismo camino que recorría con mi madre y mis hermanas cuando íbamos a lavar la ropa. En casa teníamos agua potable, pero mamá prefería lavar en Ancapaupiana. ¿Por qué, ma? ¿Por qué tenemos que ir hasta allá si podemos lavar las ropas en casa? Porque es diferente, pues, hijo, Ancapaupiana es un puquio. Y sí pues, Ancapapaupiana era un puquio. Y no cualquier puquio: Ancapaupiana, «donde bebe agua el gavilán». No recorro estos pasos desde que era un niño, pero parece que lo hubiese hecho ayer. La casa de barro ocre de mama Defe y su pequeño corral de cerdos siguen marcando el inicio del camino desde la carretera a Tocas, las peñas color azafrán cortadas como escalones de piedra siguen empinándose hacia la cumbre; el sendero de álamos, el bosque de eucaliptos, los arbusto de chilca, siguen señalando la ruta a seguir. Pero ya no está la acequia por la que bajaban las aguas de aquel manantial. El pequeño torrente ya no existe. Un sendero de tierra roja ocupa ahora su lugar. Desde que las aguas son captadas en el mismo ojo de agua, desde hace varios años, y guardadas en un estanque de concreto para abastecer al barrio de Virgen del Carmen, el agua ya no baja por este lado de Colcabamba. Es un sentimiento raro. No ver la acequia, no escuchar el rumor del agua saltando las piedras, me deja un sentimiento de ausencia. Pero sigo caminando. No hay nadie, sólo los mismos álamos, las mismas piedras en que tendíamos la ropa para secarse al sol. ¿Para qué habría que ir a un manantial que ya no sirve? Camino. Asciendo por el sendero cada vez más empinado. Miro al cielo no hay gavilanes volando. No he visto ninguno hoy, pero cuando era niño, los veía con frecuencia. Marrones y solitarios planeaban en círculos en lo alto y se posaban aquí. Aquí, entre las rocas y los tunales. ¿Por qué un manantial en un cerro tan seco?, me pregunto y miro las cumbres. Solo rocas, tierra roja y espinos silvestres. ¿Qué hacía una vena de agua dulce entre un manto de roca ígnea? Asciendo y asciendo hasta que encuentro el tanque. Una cuba rectangular de cemento adosado al camino. Me acerco. Debe tener unos diez metros cúbicos, me digo a ojo de buen ingeniero sanitario. Lo reviso, lo analizo, lo ausculto. Toda la estructura está cubierta; la tapa de inspección, bloqueada, pero adentro se oye el sonido del agua cayendo al espejo. Un sonido, agudo, gutural, amplificado por el eco del vacío. Encuentro la línea de aducción, la línea que alimenta el reservorio. Su dermis ploma de plástico aflora de la tierra roja como una piel mal oculta. La palpo. El gorgoteo en el interior delata la trayectoria del agua fluyendo y sigo el ruido hasta llegar al ojo de agua. Lo reconozco. Reconozco el camino de rocas por donde antes fluía el agua del manantial, el tazón natural de piedra en que nos bañábamos los niños y las madres lavaban la ropa. Está seca, pero todavía tienen la superficie pulida por los miles de años del agua desgastándola. Me aproximo. Un cerco de alambre de púas resguarda la toma. Una pared de piedra y cemento cubre el ojo del manantial. Es la manera como, en la UNI, me enseñaron a captar un manantial, pero no poder ver el ojo, me entristece. Como no poder los ojos de un rostro querido al que uno no ve muchos años. Doy vuelta al lugar. Una vena raquítica escapa de la toma y fluye al natural como antes lo hacía todo el torrente. Un hilo de agua, apenas. Menos que el caudal de un caño abierto. Pero sigo la vena, el cerco de rakirakis que separan de las rocas hasta encontrarla estancada en una poza enana. Entonces sumerjo mis manos y bebo el agua dulce. La bebo como si fuera un gavilán.