martes, 8 de octubre de 2013

Misión Zakayamachi

¿Dónde se divierte uno aquí?, pregunto el camerunés al taxista, en la primera carrera que nos hizo del hotel a la universidad. ¡Diversión!, repitió moviendo los hombros, mostrando una sonrisa guasona como para que no quedaran dudas de los alcances que el verbo divertir. En Zakayamachi, dijo el taxista en un inglés elemental con una sonrisa cómplice. ¿Y cómo llegamos ahí?, continuó el africano, bajando la voz para anotar el secreto, pero ahí nomás Maeda san, la coordinadora japonesa que nos llevaba a la presentación de becarios en la Kochi University of Technology y viajaba en el fondo de la combi, dijo algo que, aun en japonés y no entendimos ni papa, quedó claro que era una llamada de atención para el taxista por andar prestándose para las mañoserías. Chicos, dijo luego volviendo a nosotros; chicos, por favor no vayan por esos lugares. Que en Kochi no haya policías en las calles, que en Kochi no haya ladrones, no quiere decir que Zkayamachi no sea un lugar peligroso, dijo, no sé si advirtiendo o presumiendo de otra más de las estadísticas de la ciudad. Por ahí andan las mafias chinas, filipinas y coreanas y se pueden meter en problemas. No vayan por favor. No, Meda san, como cree, dijimos y juramos entre risas no ir a aquel lugar. Pero la curiosidad ya nos había picado. No solo era el querer descubrir la ciudad en la que viviríamos en los próximos meses, sino, y sobre todo, ver con nuestros propios ojos cómo era eso de andar por un barrio dominado por las mafias orientales, cómo era eso de adentrase a las calles del pecado bajo las alas de la noche en una ciudad sin policías en las calles. Y claro, al primer fin semana, al primer sábado libre, el camerunés, el brasileño y yo emprendimos la misión Zakayamachi.
Nos tomó 15 minutos en bicicleta llegar hasta el centro. Eran cerca de las ocho y las calles del centro lucían vacías. Unos cuantos carros circulando lentos, contadas personas caminando pacientes, el tren urbano circulando vacío como un juguete. Para gente que como nosotros, venía de asociar los sábados a la noche con bulla, multitudes y embotellamientos, el panorama era desconcertante. Pero no nos amilanamos. Seguimos vagando, montados en nuestras bicicletas, siguiendo el plano que el camerunés había conseguido de manos de uno de los cuarteleros del hotel, hasta que aparecieron las calles angostas, llenas de bares, colores, de luces tenues, como en las películas chinas. ¡Zakayamachi, hermanos!, dijo en francés el africano. Desmontamos de nuestras bicicletas como si desmontáramos de caballos y nosotros fuésemos cowboys llegando a un pueblo del wild west. Nos adentramos al bullicio. Dejamos nuestras bicicletas en un parqueo en que otras miles de bicicletas se apilaban en orden y caminamos como tres turistas en la calle de las pizzas, como tres juergueros en el bulevar de Barranco. Bares, restaurantes, karaokes, pero ni un solo coreano ofreciéndonos el menú de vicios, ni un solo chino mostrándonos el catálogo del pecado. Una vuelta más y nada. Entramos entonces a un bar de luces verdes. El dueño nos dio la bienvenida con una venia y una sonrisa. Nos quitamos los zapatos y luego nos dio al interior. Era bar enano. Cinco por ocho, cuarenta metros cuadrados, calculé en el cato. ¿Notaste que no hay música?, me dijo el brasileño. Sí, dije yo y antes de pudiéramos sugerir ir a otro lado, el dueño ya nos había ubicado a una esquina del local y nos sentamos de rodillas como las llamas, pegado a la pared. Un rato y nos vamos, sugirió el camerunés, sólo para ver cómo son las cosas. Pedimos un vaso de cerveza. En el segundo vaso, fuimos reconocidos por dos japonesas y una canadiense que habíamos conocido en un templo budista unos días atrás y que venían acompañadas de un francés, un norteamericano, un malayo y un togolés. Nos saludaron y tomaron su lugar cerca de nosotros. Al rato llegaron más turistas, se sentaron también como llamas, terminaron de ocupar las cuatro paredes del local y el bar se trasformó en un encuentro de las Naciones Unidas. Poco a poco el grupo terminó dividiéndose entre los G7 y los Third world y ahí el camerunés, el brasileño y yo, celebramos nuestra primera semana en Kochi hablando cada quien de nuestros países. Y ahí estábamos los tres riéndonos del lugar más peligroso de Kochi, hablando de los lugares, esos sí, más peligrosos de Lima, Sao Paulo y Yaundé, como si compitiéramos por saber a ver quién tenía el país más inseguro y justo cuando una australiana de ojos café me había hecho el habla y me escuchaba fascinada cómo eran las líneas de Nazca, justo cuando los Third World estábamos por entrar en la etapa del «tú eres mi pata, G7», justo ahí, comenzó a sonar la única canción que escuchamos  aquella noche. Esa que en el Perú conocemos por Pepe Vásquez y ponemos para despedir a los amigos, pero que en Kochi ponían para decir que eran cerca de las once y que la noche, los bares y el alcohol estaban a quince minutos de terminar. Nadie protestó. Nadie dijo, la última manito, te juro que la última chela y me voy. Nadie. Todos simplemente empinamos el último sorbo de cerveza y luego, unos tras otros, recogimos nuestros zapatos y salimos del bar. Caminamos riéndonos de las  mafias chinas y coreanas hasta que llegamos al parqueo. ¿Y las bicicletas?, dije yo. El parqueo estaba vacío. No había ninguna bicicleta en el lugar. Ja, ja, ja, rió el camerunés. ¡En Kochi si hay ladrones!, gritó matándose de risa. Estábamos imaginando la cara de Maeda san, cuando le contáramos lo sucedido. Ya estábamos riéndonos con la cara que pondría cuando le demostráramos que no era cierto que en Kochi no había ladrones y que ya era hora de que hubiera policías en las calles y no esperar a que se aparecieran luego de una llamada telefónica, como se aparecen los bomberos. Ya estábamos apostando a que saldría con otra estadística cuando un tipo delgado y mediano, de terno negro y pelo cano se nos acercó. Sus bicicletas están por allá, nos dijo señalando el fondo de la calle. De las ciento de bicicletas que encontramos al llegar, sólo quedaban unas veinte, incluidas las nuestras. Alguien se había tomado la molestia de tomar las desparramadas y las había reunido en un mismo lugar. Alineadas como si estuvieran a punto de partir en una carrera de velocidad, esperaban por nosotros. Esto no me lo van a creer, dije yo. Esto sí que es diversión, dijo el camerunés.