martes, 9 de agosto de 2011

Los perros de medianoche

Llegué de madrugada. San Juan de Marcona era una sucesión de casas de ladrillo en medio del desierto. El cielo aún estaba oscuro y una fría niebla se estancaba en las calles. Bajé del bus y salí a la sala de espera del terminal. Unas pocas personas esperaban la salida de los pasajeros. Busqué entre ellos a algún empleado de Shougang que mostrara un letrero con mi nombre, tal como había convenido con los funcionarios en Lima. Un tipo de bigotes se acercó. ¿Ingeniero Gutierrez?, preguntó. Sí, le dije. Buenos días, yo soy el encargado de acomodarlo, dijo y lo seguí. Subimos a una camioneta y enrumbamos hacia el lugar donde me alojaría durante los dos días que pasaría evaluando una planta de tratamiento de aguas servidas. La camioneta bordeo el terminal, atravesó la pequeña ciudad y trepo un cerro enano hasta llegar a otro campamento de cara al mar. Continuamos. Las calles de asfalto viejo y las casas de estilo americano de los sesentas se alineaban siguiendo la playa y lucían abandonadas. Me parece o aquí no vive nadie, dije. Sí, respondió el chofer y me explicó que en ese lugar, hacía años, habían vivido los empleados de Hierro Perú y con la reducción de personal el lugar había quedado deshabitado. Pero no se preocupe, agregó, aquí no pasa nada. Llegamos. Abrió la puerta, me mostró la casa y dijo que volvería en un par de horas para llevarme a desayunar. Al quedarme solo me invadió un temprano temor. Un barrio grande y deshabitado, una casa a mitad de una larga calle, una sala enorme y, en medio, yo completamente solo. Miré por la ventana: había terminado de amanecer, pero la niebla todavía rondaba el lugar. No quise entrar a la habitación; deshice el equipaje, me acomodé en el mueble de la sala y dormité un poco arrullado por el mar.

Hice mi trabajo en el día y regresé a la casa por la noche. El barrio lucía aún más fantasmal sin el alumbrado público. El cielo parecía más negro, las playas más solitarias, el mar más sarmentoso. Si quiere lo dejo en el cine para que no se aburra, me dijo el chofer. ¿Y cómo regreso?, pregunté. No está muy lejos, camina vadeando el cerro y listo, explicó, señalándome el camino. Acepté. El cine era una sala del tamaño de un aula donde proyectaban las imágenes de un DVD. En la película, un joven Sylvester Stallone trepaba unas montañas blancas y afiladas para salvar a su novia secuestrada por unos mafiosos que llenaban la nieve de sangre y balas. Salí del cine pasado las diez, luego de ver otra película más violenta aún. Regresé por el camino con el temor de enfrentar la noche en medio de tanto aislamiento. Vadeé el cerro como me había indicado el chofer. A medida que me alejaba de la ciudad el camino se tornó más y más oscuro: comencé a dudar si estaba siguiendo el correcto sendero. Continué guiándome por el rugido del mar, pero a medio camino me detuve. Pensé que era una alucinación mía, pero no, en ese solitario y oscuro lugar quince perros labradores interrumpían el paso como pandilleros que conversan. Me asusté. No ladraron al verme, pero voltearon sus cabezas como si otearan algo inesperado tras de mí. Sus ojos refulgían en la oscuridad como las pupilas de los gatos. Uno de ellos caminó a mí encuentro. No ladró, no rugió. Se acercó, me olió. Me quedé tieso sin saber qué hacer. Luego vino otro, y luego otro, hasta que de pronto estaba rodeado por ellos. Me miraban sin hacer el menor ruido como esperando mi reacción. Di unos pasos, pero ellos se pegaron más a mí. El miedo de ser atacado me detuvo. Ahora no podía avanzar ni retroceder. Ofrecí la contra palma de mi mano al que estaba frente a mí, un bayo de cola negra y gorda. Alguna vez leí en el National Geographic que había que hacer eso para que un perro no te ataque: si el perro te huele y mueve la cola entonces no te atacará. Qué hay peluquín, le dije. El bayo husmeó la contra palma de mi mano como un policía que revisa el DNI, luego retiró el hocico y movió la cola. Hice lo mismo con el siguiente, y reaccionó igual. Recién entonces caminé. Primero unos pasos, luego otros más hasta que de pronto todos los perros caminaban tras de mí; sin ladrar, sin rabiar, sin ningún ruido. Pensé que me acompañarían unos metros y que luego volverían a lo suyo, pero no, los perros llegaron conmigo hasta la puerta de la casa y ahí se quedaron. Entré a la casa, a la habitación. Cepillé mis dientes, alisté mis cosas para el trabajo del día siguiente. Antes de dormir miré por la ventana y los perros aun estaban ahí como amigos que conversan bajo la noche.

El chofer vino a recogerme al día siguiente. Los perros ya no estaban. Le comenté lo que me había pasado. Ah, esos son los perros de medianoche, me dijo de lo más normal.

A veces; cuando llego a casa y parqueo el Elefante Gris en mitad de la madrugada, veo a algunos perros pasando por el medio de mi calle. Se detienen. Me miran. Parecen reconocer en mí a uno más de los perros de medianoche. Olisquean su entorno, curiosean y luego siguen su camino. No ladran, no gruñen, no hacen ningún ruido.