sábado, 14 de julio de 2012

Postales de Bahía


I
El alumbrado público se enciende en el centro histórico de Bahía, Brasil. Al cansancio de haber caminado todo el día conociendo Pelourinho, el Mercado Central, el puerto y los rincones turísticos de la zona, se suma ahora la inquietud de que, desde el mediodía, dos de mis amigos de la UNI se han separado del grupo y no los hemos vuelto a ver. Deben haber regresado al hotel, suponemos el resto de los que hemos mantenido la disciplina de seguir juntos conociendo la ciudad como una manada de perros exploradores. Es hora de irnos, dice el Capitán Salinas con la autoridad de quien ha caminado por tantas urbes y ha pasado por estos trances más de una vez. Maldición, digo yo con la bronca de tener que cargar con una preocupación más. Caminamos de regreso a la plaza de Pelourinho para tomar el taxi. Tomamos el ascensor que nos lleva hasta la Prefectura, pasamos por la plaza De Souza, y desembocamos en la plaza Da Sé. A diferencia de la mañana en que arribamos, la plaza ahora está abarrotada de gente, música y vendedores de cerveza. Músicos callejeros marcan el zacapún-zacapún de una zamba mientras el resto de gente canta a voz en cuello y baila sacudiendo las caderas, menudeando los pies. No entiendo lo que dicen, pero a juzgar por las caras de la gente debe ser una canción de amor. Capitán, le digo al capitán, unas chelitas antes de irnos, ¿no? El capitán asiente, dice «sí» con el pulgar. Nos acercamos. ¡Grillete!, grita en peruano una voz desde el tumulto. ¡Oe, dónde se han metido!, responde la manada al reconocer a los descarriados. Nos abrazamos. La alegría no es solo brasileña: agitamos las caderas, menudeamos los pies.
II
Estoy solo en el bulevar de la Do Boi, frente al Ibis Hotel. Mientras la manada se recupera de la mala noche, entro a una librería a buscar algún libro de historia y un mapa de carreteras del Brasil. Hago esto en cada país que visito para así, como diría el «Doc» de «Volver al Futuro», poder volar en el espacio-tiempo y entender algo más del nuevo país. Hola, busco algún libro de historia general del Brasil, le digo al vendedor pronunciando lento para que mi español sea claro y me entienda. Déjame ver, responde el vendedor en un español de España. Historia, historia, no tengo, dice luego de consultar la computadora, solo ensayos sobre temas de historia. ¿Puedo ojearlos?, pregunto. Dale, responde y me muestra el rincón de libros. Me zambullo en ellos. Libros sobre Pedro II, último emperador del Brasil; libros sobre la colonización portuguesa del Atlántico; libros sobre la dictadura militar de Olimpio Mourao. Me detengo sobre las “Naciones Africanas del Brasil”, desde mi llegada a Bahía me ha llamado la atención la escala de grises de la piel de sus pobladores, el mestizaje, la hermosura de las mulatas. Leo la contratapa. El libro describe el sinnúmero de tribus africanas desde donde los portugueses trajeron esclavos. Tribus provenientes de los actuales Congo, Angola, Zambia, ex-Zaire, Gabón, Zimbabwe, Guinéa Ecuatorial, Uganda, Ruanda, Tanzania, «el gran grupo Bantú», explica. El libro me seduce, pero es demasiado caro para mis bolsillos. Dejo la librería. Vago, vago y vago por las playas cercanas al hotel. Regreso al bulevar. Me siento en un banco a escuchar mi Ipod. Una mulata espigada y cabello riso se sienta en el banco del lado y hace lo propio. Se acomoda los audífonos, la cartera y fija la mirada en el mar. Una Sonia Braga, pienso, una Chica da Silva, una Camila Pitanga. Me enamoro. La bautizo Emilia para mí y, mientras la espío, me acuerdo del libro de las naciones africanas. ¿De qué lugar del África vendrán los antepasados de Emilia?, me pregunto. ¿Serán bantúes, esos hombros rotundos, ese cuello luengo, esos ojos capulí? Viajo en el espacio-tiempo.          
III
Estamos en «El Tequila», un bar mexicano en el centro de Bahía. Es de noche. El lugar es una especie de reunión de la OEA pues está repleto de participantes del XXXIII Congreso Interamericano de Ingeniería Sanitaria, que celebran a México como sede del próximo Congreso. Una reunión de la OEA, pero alegre. No cabe ni una aguja, pero la gente sigue entrando. En medio de la oscuridad azul del bar la gente habla, canta, baila. Los brasileños reparten sonrisas; los uruguayos, tarjetas; los chilenos, miradas; los mexicanos, cerveza. Los peruanos, en cambio parecemos fantasmas. El bar está tan lleno que estamos confinados en una esquina y no podemos salir; la música de la orquesta apenas si llega en rumores hasta nosotros y sólo nos queda conversar. A la manada de la UNI, se ha sumado el resto de representantes del Perú. ¿Y dónde trabajas? ¿Conoces al ingeniero tal? ¿Y qué es de zutano? ¿Y en qué anda mengano?, hasta que uno de los exploradores que ha podido ir y regresar del baño llega con la novedad de que al otro extremo se está mejor. Nos mudamos. Serpenteamos entre la gente como exploradores en la jungla y ocupamos nuestra nueva esquina, a un lado de la orquesta. «Pedro Navaja» se oye a todo volumen y ahora ya no podemos hablar. Nos quedamos mudos durante otras dos canciones. Nos aburrimos hasta que la orquesta hace una pausa y el director habla. Invita a los asistentes a su próximo show en Rio Branco. ¡¿Dónde están los peruanos?!, grita luego. Despertamos. ¡¿Dónde están los peruanos?!, vuelve a preguntar. Gritamos, levantamos las manos, sacamos la bandera. La extendemos, la agitamos. ¡Chimpún!, grita el director. ¡Callao!, respondemos. ¡Chimpún!, vuelve a gritar. ¡Callao!, grita ahora todo el mundo. El director resulta ser cuzqueño; chalaco, el resto del bar.
IV
La manada se reúne frente al hotel Ibis de cara al mar. Es de noche. La luna llena sonríe en el negro cielo y, como una mujer que se peina frente al espejo, parece disfrutar viendo su reflejo en las aguas plateadas. Es nuestra última noche en Bahía y nos hemos pasado horas y horas, viendo como la luna ha aparecido en el horizonte del océano y poco a poco, como el sol de nuevo día, ha subido hasta alumbrar nuestras cabezas. Horas y horas  hablando, riendo, hablando. Del viaje, de nosotros, de nuestros líos personales, de nuestro país, hasta que ya es más de medianoche. Ahora casi no hablamos. La modorra de las cervezas en la sangre, la obligación de que mañana habrá que hacer las maletas, pagar las cuentas y partir nos tiene mudos. Nos falta ver la salida del sol, dice de pronto uno, recordando nuestra manía de esperar al sol con los ojos abiertos cada vez que a la manada le ha tocado ver el Atlántico. Es nuestro pago a la tierra, nuestra manera de agradecer a los dioses el permitirnos viajar. ¡Cierto!, dice Elvis y saca la brújula. Nos orientamos. Norte, oeste y este. Por allá, decimos señalamos el punto por donde en unas horas saldrá el sol y “allá” es el rascacielos de otro hotel delante de una sucesión de montañas altas. No podremos ver el sol saliendo del mar, pero nos veremos de nuevo juntos, como cuando nos conocimos hace años en la UNI: manada y sueños, manada y las ganas de explorar.