miércoles, 28 de octubre de 2009

Mi techo de eternit

Lenta, lenta, la gaviota
distante rema su vuelo
derrotada sin derrota
que onda tristeza de cielo

Manuel Scorza


Despierto odiando el invierno limeño. Con la ausencia del sol se me activa una alergia nasal que suele taparme las fosas y me condena a la sensación de estar agripado. Miro al cielo mientras caliento el motor del auto antes de salir a trabajar. Está nublado desde hace tres días. Es como si en todo ese tiempo Lima estuviera cubierto por un techo de eternit; de esos de asbesto-cemento, plano y mustio; un techo que nos condena a la sombra, a la bruma, al frío. Tres días sin sol, me repito, porque llevo la cuenta y vuelvo a echar de menos un soleado amanecer como los de la sierra.

¿Por qué tenemos ese cielo en Lima? Esa fue la pregunta que le hice en la UNI a mi profesor de hidrología alguna vez. Me dijo que el culpable era «El Anticiclón del Pacífico Sur», una corriente que regresa cada año al Perú entre abril y octubre; y que con su alta presión genera la circulación de vientos del sur en dirección al norte, recogiendo la humedad del mar y llevándola justo-justo sobre Lima donde se mantiene condensada en forma de tercas nubes bajas y saturadas de humedad. ¿Y por qué justo en Lima?, continué. ¡Ah!, eso pregúntale a Dios, respondió.

Aún no me he topado con Dios. Pero quizá esa incógnita sea la mayor marca limeña. No creo que exista otra capital que lleve impregnada en su personalidad la imagen de un cielo tan brumoso, frío y húmedo; una ciudad que se vista de gris durante días, durante semanas enteras como si no le importara la existencia del sol; como una persona a la que no le importara salir de casa, enterarse de lo que pasa afuera, en el resto del mundo. Recuerdo mi vuelo Ámsterdam-Lima del año pasado. El avión estaba lleno de turistas europeos. Era junio y era verano. Salimos a las 9 am, con un sol sonriente que no nos abandonó durante todo el viaje, hasta que atravesamos el techo de eternit para aterrizar en Lima. Entonces el sol desapareció. Vi las caras de confusión de los turistas tratando de explicarse a dónde diablos se había ido el Sol tan de pronto, de dónde había aparecido un cielo gris tan denso y tupido. «Saquemos los impermeables, creo que va a llover», le dijo en inglés un gringo a su gringa mientras nos preparábamos para dejar el avión. Le dije que no se preocupara, que en Lima nunca llueve. El gringo me respondió incrédulo. Traté de explicarle, en mi pobre inglés, aquello del Anticiclón del Pacifico Sur. No creo que recuerde mi explicación, pero seguramente recordará aquel cielo en el que parece que va llover y nunca llueve.
Recuerdo esa historia mientras manejo sobre esta especie de off road en que se ha convertido Tupac Amaru con las obras del Metropolitano. Reniego de Lima otra vez. Entro a Evitamiento y para mi sorpresa el tráfico está liviano, tanto que llego a mi trabajo en La Atarjea media hora antes de lo previsto. El estacionamiento está tan vacío que parece que los únicos seres que habitamos el lugar somos yo y un par de autos. Vuelvo a mirar el cielo. Esta vez lo hago atraído por el graznido de las gaviotas que surcan el techo de eternit. A esta hora suelen ir en bandadas con un vuelo lento y ordenado en dirección a Huachipa, en contra sentido al curso del río Rímac. Lo hacen con una paciencia envidiable, como niños que van a la escuela. Es una imagen reconfortante que por un momento me hace olvidar mi alergia y mi añoranza por el sol. He visto muchas veces a aquellas aves haciendo aquel viaje, pero recién ahora se me ocurre preguntar ¿por qué lo hacen? ¿Por qué luego regresan por el mismo camino? ¿Será por la misma razón que nosotros y el Anticiclón del Pacífico Sur escogimos a Lima como nuestro hogar?