viernes, 4 de febrero de 2011

Flamencos rojiblancos

Dejo el hotel de San Pedro de Atacama, Chile. Con mi mochila gorda de universitario y mi cámara fotográfica como único equipaje, camino hacia el terminal de buses que me llevará de regreso a Salta, Argentina. Lo hago con el temor de ser timado porque “el terminal” es sólo un terreno baldío y polvoriento que se quema al sol a un costado de la carretera, en las afueras del pueblo y en la que, según el vendedor de boletos del PulmanBuss, a las 9:00 am, habrá de pasar por mí un moderno bus interandino con aire acondicionado, TV y asientos reclinables. Mi temor se acrecienta cuando llego al lugar y compruebo que son las 8:30 y soy el único ser vivo en medio de aquel arenal.
San Pedro parece una hacienda costera del Perú. Tiene una plaza cuadrada con casas grandes a sus lados y un iglesia enana en frente, calles angostas de tierra, viviendas de abobe y piedra de techos rasos y patios enormes: un oasis de urbanidad en la que los turistas guardan sus noches para conocer el desierto de Atacama.
8:45. Un par de gringos aparecen en “el terminal” cargando mochilas que les sobresalen por encima de la cabeza. Caminan lento, como aplastados por el peso de sus equipajes y se detienen cerca a mí. Me acerco. Pregunto si también esperan el PulmanBuss que va a Salta. Sí, responde uno de ellos con un acento argentino que me tranquiliza. Al rato se detiene un minibús de la que descienden otros diez gringos. Por su acento deduzco que son españoles. Luego llegan unos alemanes a los que reconozco porque un día antes atravesaron conmigo la frontera de Bolivia hacia Chile. En pocos minutos, el lugar se llena de turistas y equipajes y el “el terminal” se transforma en un verdadero terminal. A las 9:00 en punto aparece un bus anaranjado y reluciente. Lo abordo y me entrego a la comodidad de mi asiento de cara a la ventana.
El bus se mueve. Celebro que esté medio vacio y pueda viajar sin nadie a mi lado. Mientras dejamos atrás el pueblo, el chofer anuncia por el altoparlante que en tres horas llegaremos al Paso Jama, el paso fronterizo entre Chile y Argentina, y que para ello debemos llenar las fichas verdes de migraciones que se nos entregó en el abordaje. Lleno mi ficha. Un ligero cólico estomacal irrumpe en mí. Pienso que no fue buena idea haber desayunado yogurt a semejante altura. Me acomodo y reacomodo en el asiento hasta que el dolor se hace llevadero.
El bus ahora se desplaza en medio del arenal. A diferencia del lado boliviano, este lado del desierto rojo es atravesado por una carretera asfaltada que hace del viaje una sensación tan suave y rápida como el vuelo rasante de un avión. El cólico disminuye conforme los paisajes marcianos van ascendiendo hacia la cordillera de los Andes y desaparece cuando pasamos por las lagunas saladas de la Reserva Nacional Los Flamencos. El bus bordea la última y más grande laguna y deja ver la bandada de flamencos de pecho blanco y alas rojas que caminan alimentándose en el fango de las playas. Los observo. Los he visto de cerca en las lagunas salobres de las punas de Potosí y me hacen imaginar de nuevo aquel sueño de San Martín que inspiró la bandera peruana en las playas de Pisco. Sus espigadas figuras, su andar pausado, sus siluetas blanquirojas me trasmiten tranquilidad. Pero sobre las cumbres, el malestar estomacal regresa. La barriga se me inunda de temblores y el cólico se transforma en unas ganas irrefrenables de ir al baño. Recuerdo las indicaciones del chofer reiterando que el baño del bus es sólo para miccionar. A pesar del frío andino, empiezo a sudar. Con cada segundo que demora el viaje mis esfínteres parecen llegar al límite de resistencia hasta que los dioses se compadecen de mí y el bus arriba al Paso Jama. Bajo del bus y corro, corro, corro directo al baño. Literalmente que quito un peso de encima y por fin respiro con tranquilidad. Reparo entonces en los graffitis estampados en la puerta y paredes del cubil. Está llena de alusiones peruanas. «Te amo, Perú»; «Chimbote, lo máximo»; «Piura-Perú»; «Ucayali, mi vida». Abandono el baño aún preguntándome el por qué de esos graffitis, y la respuesta llega cuando reconozco una larga fila de peruanos que bajan de un Cruz del Sur y un Ormeño y son alienados como reclutas para ser revisados por los agentes de migraciones y aduanas argentinas. Me quedo viéndolos. Deben ser migrantes, pienso. Los comparo con los flamencos rojiblancos: van de paso por aquellas punas.
El llamado del chofer del Pulmabuss me saca de mis pensamientos. Debe hacer cola con el resto de turistas, me dice y me reitera que debo tener listo mi pasaporte y la ficha verde de migraciones. Sí, la tengo, respondo y me sumo a la fila. Noto que soy el único mestizo en una fila de gringos y me creo la idea de que al menos por eso habré de librarme de una cola tan larga como la de los flamencos rojiblancos. Pero, no, igual también los del PulmanBuss somos víctimas de la burocracia y esperamos más de una hora en ser atendidos. El agente de Migraciones nos sella el pasaporte a la sola pregunta de a dónde vamos y nos transfiere con el de Aduanas. Todos en línea, por favor dice el agente con un acento de argentino altoandino. Mira la relación de pasajeros y repasa la fila como quien repasa su ganado. ¿Ulises Gutiérrez?, grita. Soy yo, respondo. ¿Cuál es su equipaje? pregunta y camina hacia las bodegas del bus. No traigo equipaje, digo, sólo traigo mi mochila de mano. ¿Cómo que no traés equipaje?, espeta el empleado. Me mato explicándole que a mí me gusta viajar, pero que odio cargar cosas y que por eso mi equipaje se reduce a mi mochila de universitario y mi cámara fotográfica. ¿De que país venís?, pregunta ahora el agente con increpación. De Lima-Perú, respondo. Mostrame tu equipaje de mano. Subo al bus y bajo con mi mochila gorda. Ahora me mato explicando cómo es que en nueve días he viajado por el norte de Argentina, el sur de Bolivia y el este de Chile con tan pocas cosas. El agente me hace una y otra pregunta como tratando de encontrarme alguna contradicción mientras despanza mi mochila y rebusca sus entrañas a la búsqueda de quién sabe qué. Miro mi alrededor. Los gringos y los choferes del PulmanBuss miran la escena como diciendo: ahora falta que nos quedemos otra hora aquí por causa de este tipo. Bueno, disfrutá de la Argentina, dice el agente y por fin me deja libre. Engordo de nuevo mi mochila. «Como te extraño, Lima»; escribo en un graffiti mental.