viernes, 4 de diciembre de 2009

Julio Ramón Ribeyro: Psicoanalista

Después de meses de jugar a amarnos, ella me dijo que ya no. Dijo que estaba cansada, que era mejor que siguiéramos siendo amigos y que, por el momento, dejáramos de vernos. Pero ya era tarde, yo me había enamorado. Le expliqué, le insistí, le rogué. Y nada.
El portazo en la cara me dejó como un toro estocado. La odie. La maldije. La desgracié. Dispuesto a olvidarla, como si la distancia menguaría mi despecho, el fin de semana huí de Lima con dirección a La Oroya por unos asuntos de trabajo. Cogí mi mochila, mi walkman y el «Prosas Apátridas» de Julio Ramón Ribeyro que desde hacía semanas, junto con otros libros, esperaba su turno de ser leído. Casi al mismo tiempo en que partía de Yerbateros, me topé con la prosa 5: «Conocer el cuerpo de una mujer es una tarea tan lenta y tan encomiable como aprender una lengua muerta». La frase fue como una palmada en el hombro. Aquello de que las mujeres dicen que sí cuando dicen que no, se me apareció como un tajón de esperanza. El recuerdo de los meses en que habíamos jugado a los enamorados, en que nos habíamos burlado del futuro, de pronto comenzó a alegrarme el viaje. Hasta que, a la altura de Huachipa, me topé con la prosa 9: «Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso se volvería en una repetición, en el segundo en una tortura». Me caí de espaldas. Me retorcí en mi asiento. Entonces, quizá para convencerme, vanamente, que yo no era el perdedor, que la separación era lo mejor que podía sucederme, comencé a pensar en sus defectos y carencias. La vi horrorosa, tonta, pueril. Pero, ya enrumbando a Matucana, la prosa 31 me demostró que estaba equivocado. «No hay que exigir en las personas mas de una cualidad. Si les encontramos una, debemos ya sentirnos agradecidos y juzgarlas solamente por ella y no por las que le falta». El resto del viaje simplemente me entregué a la lectura. Una tras otra anoté en mi cuaderno a rayas las prosas que me traían las reflexiones de Ribeyro sobre ese inexplicable universo que es la mujer, sobre el ser y el estar en este mundo, sobre lo maravilloso y a la vez doloroso que puede llegar a ser, a veces, la vida. Poco a poco me fui calmando. Para cuando pasé por la laguna Huacracocha estaba convencido de que «la vida se nos da y se nos quita, pero hay momentos en que la merecemos, quiero decir que depende de nosotros que continúe o que cese.», como rezaba la prosa 141. Al llegar a La Oroya, no sólo había entendido mucho de mí, sino casi todo de aquella mujer (de cuyo nombre hoy no me quiero acordar). La perdoné aunque no había nada que perdonar; la comencé a ver como amiga aunque ya no lo era; la comencé a olvidar aunque ya no podía.
Algunos encuentran un momento de epifanía en la escena de una película, en la confesión de alguna historia, o en la estrofa de alguna canción. Yo encontré una en «Prosas Apátridas». En el viaje de retorno volví a leerlo. Anoté otra vez la prosa 200: «La única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro». Al llegar a Lima me sentí mucho mejor. Me fui a una cabina de Internet y le escribí a ella una última carta de amor.