sábado, 14 de abril de 2012

Resurrección

Para la Chivi, que se fue de este mundo, pero se quedó en mi corazón.


El trabajo me lleva a Taboada, frente al mar del Callao. Una excavadora, gigante como un tiranosaurio de metal, se come el suelo y deja una zanja ancha y profunda que parte la playa en dos. Adentro, un enjambre de obreros trabaja instalando una tubería tan grande y larga que en ella puede circular una camioneta, una tubería que, en unos meses, dispondrá las aguas tratadas del norte de Lima en el fondo del mar. Pero hoy el lugar es una playa gris y pestilente por causa de la contaminación. Un río negro desemboca en el mar y se estrella en las olas liberando su aliento anaerobio, una bandada de gaviotas revolotea en el aire dando vueltas y se clavan por turnos en el mar; son tantas que parecen moscas devorando un basural. La zanja deja ver los estratos de la inmundicia acumulada en los suelos desde que Lima es Lima y me parece estar caminando en una película del fin del mundo. Me acercó al mar. Una mole de fierro oxidado yace en la playa como una ballena varada. La escena llama mi atención. Hombres arropados la desguazan a combazos montados sobre su lomo ocre. Me acerco a la cabina del vigilante. ¿Qué es eso?, le pregunto. Un submarino, responde, el «Dos de Mayo», uno que La Marina dio de baja y lo remató como chatarra. Es de los primeros, añade, de los que nos vendieron los gringos después de la Segunda Guerra Mundial. Me quedo viendo el cuadro. El submarino; que sabe dios qué mares, que sabe dios qué profundidades surcó como un cetáceo poderoso y libre; ahora es desvestido por los obreros que pican sus costados y liberan sus escamas de metal hasta develar su esqueleto de acero. No puedo evitar pensar en la muerte.

Dejo la playa y regreso a lo mío. Me uno a mis compañeros de trabajo para recorrer el terreno en que pronto habremos de construir un cerco perimétrico que protegerá el lugar. Caminamos, medimos; caminamos, medimos, hasta que otra imagen gigante vuelve a llamar mi atención. Tras el muro de la propiedad contigua, una mole afilada de acero asoma puntiaguda como un iceberg marrón. ¿Qué es eso?, pregunto. Un barco, dice mi colega. ¿Un barco? Ahí hay un astillero y ese un barco en construcción. La curiosidad me empuja de nuevo. Vadeo el muro y camino hasta él. Apuntalado por columnas de acero, el futuro barco es vestido por un ejército de obreros que le sueldan su piel de metal. Me acerco aún más. Gigante y robusto, el barco parece mirar el mar, el horizonte, el mundo que pronto irá a navegar.

Pienso en la Chivi que hace tres días se ha muerto. Supongo que algo así debe ser resucitar.