lunes, 25 de abril de 2011

Fotos de boda

Uno. Mi amigo Valery se casa. A las 4:50 entro a la iglesia con el paso acelerado, imaginando que el lugar está lleno y que llegaré imperdonablemente tarde. Entro: el lugar esta semivacío. El púlpito desierto, gente desconocida sentada en las bancas y un coro de niños sin uniforme ensayando a un costado. Miro otra vez el parte de invitación y compruebo que no me he equivocado, que estoy en el lugar y hora señalados. Sonrío: de nuevo he caído en la trampa de la cita adelantada. No importa, digo para mí. Los cronistas y los chismosos siempre llegan antes.

Dos. Me ubico en el extremo de la última fila para ser un desconocido más. Como si los relojes limeños marcaran en otra escala de tiempo y que 5:00 pm en realidad quiere decir 5:30, el lugar se va llenando poco a poco. Los invitados ocupan las bancas, el coro de niños sede su lugar a un coro de verdad, las beatas terminan de alistar el púlpito. Miro alrededor. Reconozco un par de caras entre los invitados, gente de la UNI a la que no veía hace años, los saludo a la distancia. Miro el reloj: 5:20. El novio aparece en la puerta vestido de frac. Escanea el lugar y saluda a quienes tiene a la vista. No me ve. Camina hacia el altar acompañado de su madre y se detiene. Da vuelta. Me ve. Saluda. Oe, ¿y cómo es?, le respondo con las manos. Sonríe. Posa para el fotógrafo y la videocámara, mira otra vez el lugar, saluda al resto. Vuelve al altar. Mira al frente, arriba, al costado. Ahora el tiempo limeño parece estirarse. Un segundo parece un minuto; un minuto, una hora; diez minutos, una eternidad; hasta que la novia aparece deslumbrando en la puerta. El novio suspira de alivio y sonríe. La novia lo mira como diciendo: ¿Viste que valió la pena esperar?

Tres. El cura inicia la ceremonia. Pide que por favor todos apaguen los celulares. Dice que es de mala educación interrumpir un rito sagrado en la casa de Dios y que no quiere llamar la atención a nadie delante de los demás. Saco el mío y lo pongo en vibrador. El resto hace lo propio. Comienza con el padre nuestro y sigue con la parábola del pan y los peces hasta que la estridencia de un ringtone de Coldplay lo interrumpe. El culpable lucha por ubicar el celular en sus pantalones y sale huyendo antes de que lo desollen vivo. El cura pregunta si todos somos invitados. A veces hay gente que se cuela, dice y un coro de risas llena todo el lugar.

Cuatro. La ceremonia continúa. Un niño enternado deambula entre las bancas como un ratón. Ríe, corre, bulle. El cura ahora habla sobre el control de la natalidad y el pecado de los condones. Parece no reparar en el niño, pero la madre se muere de vergüenza. Llama al niño, le ruega que venga, éste no obedece y, como burlándose del pecado de los condones, continúa jugando al gato y al ratón. La madre le ofrece una moneda, el niño no hace caso. Alguien le alcanza un caramelo a la madre y se la ofrece al niño. El niño se acerca corriendo y la madre lo atrapa. A veces, un caramelo puede más que una moneda.

Cinco. El cura ahora habla de una parábola más contemporánea. Cuenta la historia de un tipo que dice que una vez entró a una joyería para vender un brillante, pero queriendo conservar el oro del anillo; y que dice que el joyero le dijo que eso era imposible porque un anillo sin brillante perdería valor, lo mismo que perdería valor un brillante sin anillo; y que por eso, mi amigo Valery sin su ahora esposa Paola, era lo mismo que ella sin su ahora esposo y que por eso el matrimonio era indivisible. ¿Entienden?, pregunta el cura. Sí, respondemos todos. Ahora sí, pueden chapar, le dice a los novios. Reímos. Valery y Paola se besan y un coro de aplausos inunda todo el lugar. El matrimonio es una ciencia que nadie estudia, repito para mí.