sábado, 17 de octubre de 2009

El poder del acetato

Mi hermana se ha reconciliado con su esposo. La noticia no le ha hecho mucha gracia al resto de mis hermanos que han venido a casa aprovechando el domingo. Lo veo entrar en mi casa y no oculto mi incomodidad. Se sienta en la sala, frente a mí. Me saluda. Le respondo fríamente y continúo leyendo los periódicos del domingo. No hablo nada, estoy absorto en la lectura, pero noto que él está incómodo por la forma como lo he recibido. «Uli, en el carro tengo un tocadiscos», me dice de pronto. «¿Lo quieres escuchar?». La propuesta me sorprende. ¿Tocadiscos?, respondo extrañado. Me cuenta que hace unos días compró un tornamesa de manos de un reciclador, por apenas veinte soles, y que le ha acoplado unos parlantes viejos. ¿A quién se le ocurre semejante cosa?, me pregunto mientras escucho los detalles del regateo. Tráelo pues, respondo con indiferencia. Al rato entra a casa y arma el envejecido equipo en medio de la sala con la destreza de un niño que arma un playgo. Saca un disco de acetato. Lo reconozco: es el “Please Please Me” de The Beatles. También ha sido parte del regateo. Lo limpia con diligencia, selecciona el rotor en 33 rpm y lo pone a girar. «The world is treating me, Misery…», canta la voz juvenil de un Paul McCartney. La melodía, la imagen del disco girando en la consola, el sonido de cancha reventada que suena de fondo me hace abandonar los periódicos que leía.

Desde que tengo uso de razón, mi casa ha estado llena de música. En los ochentas, cuando yo era un adolescente, mucho de aquello era obra de mi hermano Jaime. El era quien frecuentemente llegaba a casa con un nuevo disco de acetato que compraba o conseguía prestado. Pero no podíamos escucharlo. Para hacerlo teníamos que esperar a que alguien nos prestara un tocadiscos porque, en aquellos tiempos, tener un equipo como ese era un lujo que mi familia no podía darse. Pero lo conseguíamos. Entonces reventábamos la sala. Íbamos de Luis Eduardo Aute a Supertramp, de José José a Reo Speedwagon, de Franco de Vita a la Estudiantina Perú, de Nat King Cole a Wayanay. Luego vinieron los casettes y los discos terminaron en una caja, después vinieron los discos compactos y la caja se refundió debajo de alguna cama. Nunca más necesitamos de un tocadiscos. Cuando nos mudamos a Lima la caja de discos vino con nosotros. Desde entonces, cual lastre conchudo, nos ha seguido en las mudanzas hasta terminar en un oscuro y polvoriento rincón.

«Ahora escucha esto», me dice mi cuñado. Saca un disco de 12 pulgadas y repite el rito para ponerlo a sonar. Ahora es la voz de Augusto Ferrando. Describe la ubicación de los caballos que están corriendo en un hipódromo. Conforme Santorín, el engreído peruano, va superando la cola, la voz calmada de Ferrando se va transformando en una voz agitada hasta terminar hecha un manojo de llanto y emoción cuando Santorín llega a la meta con 13 cuerpos de ventaja y gana los 3000 metros del clásico "Pellegrini" de Buenos Aires 1973. Me echo a reír ¿Cómo pueden haber discos de acetato con ese tipo de grabaciones? Recuerdo las joyas que tengo en la caja. Voy a sacar unos discos que tengo, le digo a mi cuñado. Corro a mi cuarto. Rebusco los rincones y los encuentro después de varios minutos de tantear. Saco los discos de 45 rpm de “Princesa”, aquel clásico de Joaquín Sabina, cantado por José Antonio Muriel; “En ti” cantado por José María Purón. Están cubiertos de un polvo de años, oliendo a moho. Los limpio, los pongo a sonar en el tocadiscos. Para mi sorpresa ambos discos suenan sin ningún problema. Son versiones que ansiaba escuchar y que nunca pude conseguir en internet o los mercados pitaras. ¡Vamos a conectarlo a mi computadora!, digo. Ahora soy yo el que se transforma en un niño. Desarmo el tocadiscos, lo vuelvo a armar al lado de mi PC, conecto las salidas de audio a las entradas del Sound Blaster y los transformo en mp3.

Río. Hablo con mis hermanos acerca de los recuerdos que nos traen aquellas canciones, los recuerdos que nos traen el resto de discos de acetato que acaban de salir de su sarcófago de cartón. Bromeamos con mi cuñado. A fin de cuentas, todos merecemos una segunda oportunidad.