jueves, 21 de enero de 2010

Desde las alturas

El norte de Lima está a mis pies. Como un gallinazo en la cornisa, estoy parado sobre el techo del reservorio de agua potable RE-C7, en las alturas de comas. Desde aquí, el reservorio y yo, dominamos la Av. Revolución, la quebrada de Collique y la entrada al valle del río Chillón. Es verano, pero ha llovido. El clima loco cubre con una densa neblina este lado de la ciudad. A pesar de ello me quedo observando los cerros, las quebradas, el valle, como un cóndor que repasa sus dominios, y disfruto por un momento de las imágenes que me regala la altura y la soledad.
Los reservorios de agua y yo siempre buscamos las partes altas y nos detenemos ahí. Disfrutamos de eso. En Colcabamba, el pueblo donde crecí, solía ir con mis amigos a los balcones de Condormocco, a la loma del cerro Plazapata y nos quedábamos ahí por horas viendo nuestro mundo. Las cumbres de San Cristobal que se perdían camino a Huancavelica, la cordillera del Ccollewichccana que nos separaba de las selvas de Huanta. El valle del río Pilcos que bajaba como una culebra de agua desde las quebradas de Tocas, las alfombras verde azuladas de las chacras de maíz, habas y trigo que cubrían el llano; el zigzag de la carretera a Huancayo ascendiendo sobre el empinado cerro como la escalera de incendio de un rascacielos; el rió Colcabamba que partía nuestro mundo en dos.
Bajo del RE-C7 con esos recuerdos y me detengo al borde del cerro. Miro otra vez la ciudad. Ahora mi mundo está divido por unos ríos de asfalto. Desde este lugar, 400 metros por encima del mar, Lima se ve como un torrente de casas que se abre paso en el desierto y se extravía en el valle y la niebla. Los cerros engloban las imágenes como los marcos de un cuadro y se me graban en la memoria con el aroma de la tierra mojada. Miro hacía el oeste. Me detengo ante un cerro, uno que se eleva sobre el valle y la niebla como un gigantesco chinchón fantasmal. Me acerco hasta uno de los pobladores con los que estoy recorriendo la zona y pregunto: ¿cómo se llama ese cerro? «Ese no es un cerro --responde el poblador--, es una fortaleza». Me quedo mudo. «Ahí los Collik, resistieron a los Incas», agrega con guiños de orgullo. Tomo la noticia con escepticismo porque he estado cientos de veces por esos cerros y es la primera vez que oigo algo semejante. Vuelvo a ver el cerro y el hecho de comprobar que ha sobrevivido a las enredaderas de cemento me dice que algo de cierto debe haber en aquella historia
En casa, busco información en Internet. Descubro con sorpresa que, en efecto, aquel cerro corresponde a la Fortaleza de Collique y que fue construida por los Collik, una mezcla de grupos yungas que habitaban el Valle del río Chillón y que resistieron a la invasión de los Incas hasta ser aniquilados; que la fortaleza fue abandona por los conquistadores Incas y que luego fue reemplaza en su función por la Muralla de Tungasuca y la Huaca Chasqui. Ambas construcciones terminaron devoradas por la ciudad; la fortaleza, en cambio, aún sigue en pie y hasta se puede ver desde el aire. Entro al Google Earth y la imagen satelital me confirma que la loma de aquella fortaleza es el mejor lugar para ver la mezcla de sol y niebla, de gris y verde, de ciudad y chacra que todavía pervive en esa parte del valle del Chillón. También descubro que esa manía de ver desde las alturas, a los peruanos, nos viene desde mucho antes. Ya los pobladores de Caral, la civilización más antigua de América, hace más de 5000 años; casi a la par que Mesopotamia, Egipto y China; construían pirámides, trepaban cerros y construían fortalezas para conectarse con sus dioses, para ver y vigilar su mundo.
Es que desde las alturas todo se ve diferente. ¿Quién no se ha sentido mejor al ver el centro de Lima desde el Cerro San Cristobal? ¿Quién no ha sentido amainar sus problemas viendo la Costa Verde desde los frisos de Larcomar? ¿Quién no ha trepado sobre la azotea de su casa y se ha quedado viendo su calle por unos segundos, tan sólo para confirmar que ese pedazo de suelo, que ese pedazo del mundo aún sigue siendo suyo? Quizá por eso a algunos nos gusta las alturas. Quizá por eso a veces trepo sobre los reservorios.