martes, 22 de marzo de 2011

Espejismo (*)

I
No es justo, ingeniero, dice la mujer y empieza a llorar en mi oficina. El llanto me deja sin argumentos. No haga eso, señora, me hace sentir mal, respondo. No es justo, ingeniero, repite entre sollozos. No digo nada, espero a que se calme. La miro. Su llanto es mudo, lágrimas que bajan como gotas de lluvia sobre un vidrio, sobre las mejillas de un rostro triste. Disculpe, ingeniero, dice luego de unos segundos y deja de llorar. No se preocupe, señora, digo. Se queda en silencio. Parece calmarse. Espero que me entienda, señora, continúo, no es un capricho mío, es que no se puede hacer nada, insisto y vuelvo al plano que tengo en frente. Le explico otra vez el porqué su casa no podrá tener agua potable. La presión no da para más, señora, explico, sólo podemos llegar hasta la cota 140. Y no es sólo usted, son todas las casas que están por encima de esa cota. Paso un resaltador sobre la curva de nivel 140. La línea ahora es una serpiente amarilla fosforenciendo sobre el fondo blanco de mi plano, un muro invisible que separa las casas que tendrán agua de las que no lo tendrán, una frontera entre los que habrán de reír y los que llorarán. ¿Y no puede subir la curva un poquito, ingeniero?, dice la mujer. Sonrío forzado. No se puede, señora, esas curvas son producto de la topografía, no se pueden cambiar. Tanto esfuerzo, para nada, dice la mujer, como maldiciendo la línea amarilla, tanto esfuerzo para nada.

II
Voy camino a Nueva Estrella. Desde que el chofer y yo dejamos atrás la Panamericana Norte y el óvalo de Ancón, la camioneta trepa por calles ripiosas que se apoderan del cerro de arena como hiedras en la roca, empinándose cada vez más. Las ruedas giran lentas, bullen, patinan, hasta que se detienen. Se han hundido en la arena. Yo voy caminando, le indicó al chofer, tú ve dando vuelta. Camino. El cerro empinado ahora se aplana un poco. Las calles trozan la hondonada en cuadrículas y las casas de madera y esteras se dispersan siguiendo las curvas de nivel como si el cerro hubiera girado y puesto cada una en su lugar. Parece un pueblo fantasma. Son las 11 de la mañana y salvo unas cuantas mujeres barriendo sus puertas, no se ve a nadie más. Camino por las calles. Observo mis planos, hago anotaciones. Una de las mujeres se acerca. ¿De qué es?, pregunta. Del proyecto de agua y desagüe, contesto. ¿En serio? dice como si acabara de oír una mala broma. Le explico que he venido a revisar los planos y contrastarlos con el campo. La mujer me llena de preguntas. Respondo hasta que parece quedar convencida. Si quiere lo acompaño, ingeniero. No se preocupe, señora, voy solo. La mujer me sigue con la vista. Continúo. Ubico el reservorio. Camino hasta él: en este oficio la vida y los planos se aprecian mejor desde las alturas. Anoto, corrijo, termino. Me detengo a ver el resto del paisaje. Solea. Desde arriba, el mar parece un charco calmo; la panamericana, una serpiente negra reptando paralela al océano; el desierto, una sabana gris salpicada de casas que se extiende ondulante entre el cielo y el mar; pero abajo todo sigue igual: las ruedas se hunden en la arena, las mujeres cuidan sus casas y el agua sólo sube 140 metros, ni un centímetro más.
(*) Unas 800 millones de personas carecen de agua potable en el mundo entero, según informe de la Organización de las Naciones Unidas. El estudio asegura que sin ese recurso "no hay dignidad ni escape a la pobreza". En el Perú, cerca de 6 millones de personas pasan por ese drama.