miércoles, 12 de septiembre de 2012

Sibaritas


¿Saben de quienes me acuerdo, ahora que veo todo esto de Mistura? ¿Saben la cara de quiénes se me aparecen en la mente ahora como si hubiera sido ayer? La cara de Hurtado Miller. La cara de Huratdo Miller y la de mi pata Tomás. Digo, uno ve esta feria, así de grande, con tantos chefs, con tantas tiendas ofreciendo manjares; con tanta gente sentada en las mesas, en familia, así como nosotros, felices de intercambiar cucharadas de nuestros platos. Digo, uno ve gente engullendo troncos de carne, bolas de chicharrón, frotándose la panza como embarazadas y uno dice: qué lejos está ese día de agosto del 90, ¿no?, ese día del Fujishock. ¿Se acuerdan? Yo me acuerdo. Me acuerdo cuando Hurtado Miller se apareció en la tele, con esa cara de charro sin sombrero y, después de explicarnos qué era todo eso de la hiperinflación que nos había dejado Alan I y qué era todo eso del paquetazo que nos traía Fujimori, nos soltó la bomba que pulverizó nuestros bolsillos. Apenas dijo: «Qué Dios nos ayude», yo dije: que Dios me ayude a mí porque, claro, ustedes estaban en Huancayo, en casa, donde mal que bien nunca faltaba un pan seco que comer; pero aquí en Lima, solito en la residencia universitaria de la UNI, la cosa era diferente. Ahí nomás hice números y resulta que mis 50,000 intis que, se suponía, me alumbrarían la semana, tras el paquetazo, no me alumbrarían ni el desayuno. Y tenían que ver la cara de los residentes. Todos tiesos, como yo, frente al televisor, preguntándonos: ¿y ahora qué vamos a comer mañana? porque, claro, Hurtado Miller nos soltó la bomba ya entrada la noche de esa noche de miércoles, porque era miércoles y me acuerdo, ya cenaditos, como para que al menos durmamos pensando que aquello era una pesadilla y mañana será otro día. Pero nada, el «¿y ahora qué vamos a comer?» amaneció con nosotros. Bastaba oír los reportes de Radio Programas, pintando Lima como una ciudad fantasma, una ciudad cubierta por la neblina, para no levantarse de la cama. No había gente en las calles, ni carros, ni buses. Claro, con la disparada que dio la gasolina, con los rumores de saqueos, de protestas que se esperaban, ¿quién iba a salir? Nada de tiendas, nada de mercados. Nada. Nada también en la UNI porque si nadie iba a trabajar, mucho menos nadie iba a estudiar. Y nada en el comedor universitario, nada de desayuno. Bueno, en esos años, chibolo, con tanto estudio, uno estaba acostumbrado a no desayunar, acostumbrado a que las horas neutralizaran los jugos gástricos, pero al medio día ya no; al medio día la panza se da cuenta que ha sido timada, no tolera más y empieza a reclamar. Salí a la calle a explorar. Caminé por Hábich, caminé por las afueras del Mercado de Palao, caminé por las tiendas de la urbanización Ingeniería y nada. Nada de nada. Sólo fantasmas en las calles. Zombies con las manos en los bolsillos, muertos de frío. Regresé a la residencia para ver a quién picarle algo, pero para esa hora, lo mismo que yo, ya todos habían salido a buscárselas por ahí. Nada. Nada y nadie, y por primera vez en mi vida supe lo que era tener hambre y no tener absolutamente nada qué comer. Y así me dieron la tres, las cuatro, las cinco y cuando ya me iban a dar las seis, cuando ya iba morder la pata de mi cama, apareció Tomás en mi puerta. Así, con su bigotito ralo a lo Cantinflas, flaco como un palito. Qué hay, Tomasini, le dije. Oe, no hay nada en las calles, me dijo ¿Tienes algo pa´ comer?. Nada, huevón, dije yo, yo estoy igualito, en blanco desde la mañana. Qué huevadas esto del paquetazo, ¿no?, replicó y ahí, como si Dios hubiera escuchado a Hurtado Miller, como si Dios hubiera escuchado mi estómago, dada las circunstancias, Tomás soltó la frase más optimista de todos los tiempos. Bueno, dijo, algo haremos, ¿no? Entonces caminamos por Tupac Amaru, trepamos a Pampa de Cueva en Independencia hasta llegar al cuartito que él y su hermano alquilaban en el fondo de una casa de ladrillos. Pelamos unas papas menudas, picamos unos hilos de charqui que su mamá solía enviarle desde Cabana y, como si ya no hubiera que seguir preguntándose, ¿qué vamos a comer mañana?, oyendo unos casetes de The Beatles, cenamos un lomo saltado sin arroz. Digo, uno mucho más rico que éste.
Foto: Miguel Minaya