martes, 15 de febrero de 2011

Como una culebra en el Polo Norte

Entro a una cabina de Internet, en el centro de Salta, Argentina. Después de viajar como un trashumante por montañas del norte argentino, punas del sur boliviano y desiertos del noreste chileno, por fin tengo tiempo para revisar mi correo electrónico. Ingreso la clave con la impaciencia acumulada en diez días. La bandeja de entrada se llena de mensajes en negrilla con la respuesta a los correos que he enviado a mis amigos contando mis temores, mis alegrías, mis recuerdos: mis memorias de viaje; viaje que he hecho completa y totalmente solo. «Yo no me atrevería a viajar de esa manera. Tengo muchos miedos por vencer y mucha flojera por derrotar», dice A en un corto mail. «Con cautela, amigo, que te queremos entero», me escribe K en un mail más corto aún. «Me has hecho reír con tus historias», ríe en letras M y me da consejos para hacer el viaje más llevadero. «Al que quiere celeste que le cueste», añade P. «Hay, amigo, tú sí que eres un verdadero desquiciado», sentencia J. «A veces no entiendo porque haces esas cosas. Yo no podría viajar sola, no tener nadie con quien compartir lo que se vive le quita la gracia al viaje», remata G.
Pienso en alguna frase original que responda a esas preocupaciones, pero no se me ocurre ninguna. También a mí me invaden las preguntas de por qué hago eso. Por qué a veces me vienen unas ganas ubérrimas de salir de Lima y viajar, y viajar, y viajar; solo, completamente solo. Creo tener la respuesta, pero no sé explicarlo. Vuelvo a los mails. Respondo a mis amigos. Les digo que estoy bien, que no se preocupen por mí, que a pesar de mis quejas y mis miedos, he disfrutado mucho del viaje. Les cuento que estoy de paso por Salta y que en unos días más estaré de regreso en Lima, previa escala en Córdoba y que pronto los veré para mostrarles las fotos que he tomado y contarles lo que he visto.
Salgo a caminar sin rumbo por el centro. Recorro Santiago del Estero. La calle peatonal llena de gente, los ambulantes con mercancías en el suelo, los comercios de cara a la Plaza de Armas, me hacen sentir como si estuviera en el Jirón de la Unión. Me detengo ante un quiosco de periódicos. Leo los titulares y una que otra noticia. Me concentro en unos libros embolsados y colgados en tiras como si fueran chisitos. Por el color y el diseño uniforme de las tapas deduzco que son ediciones que lanzan los periódicos. Leo los títulos. Me detengo ante uno de Roberto Bolaño, un libro del cual nunca he oído: «La Universidad Desconocida». Me llama la atención que lleve el logo de Anagrama. ¿Cuanto está?, le pregunto al vendedor. 13 pesos, responde. Baratazo, pienso para mí, pues los libros de Bolaño, en Anagrama, suelen ser caros. Lo compro. Le quito la envoltura y le doy una ojeada. Siento cierta desazón al comprobar que se trata de poemas, pues esperaba algo de su genial narrativa y, en cambio, no sé nada del Bolaño poeta.
Ahora vago por la Plaza de Armas. Las casas de pórticos, balcones de madera y techos a dos aguas; la iglesia colonial, la cruz gigante sobre el lomo de un cerro gordo, la hace parecerse a la plaza de Ayacucho. Me siento en una banca. Observo a la gente. Una mujer alta y de larga cabellera vestida de gaucha salteña reparte volantes para los tours de la ciudad; un mozo de pelo cano e impecable traje blanco limpia las mesas de un restaurante de cara a la plaza; un cambista de dólares pregona su oferta en voz baja. Saco mi moleskine y anoto ideas sobre ellos. Imágenes, recuerdos, reflexiones. Levanto la cabeza. Gente y más gente. Gente yendo y viniendo, gente comiendo, gente conversando. Repaso las anotaciones de mi moleskine. Los leo desde el inicio. Celebro que haya hecho el largo viaje porque de lo contrario, nada de lo que está ahí escrito se me abría ocurrido. Saco el libro de Bolaño. Leo uno, diez, veinte poemas. Me sorprendo con la profundidad del Bolaño poeta. Encuentro uno que me humedece los ojos: creo que es el verso que resume la respuesta que estaba buscando. Levanto la cabeza para loar el hallazgo y ventilar la emoción. Miro otra vez alrededor. Gente y más gente extraña, y yo, en medio, anónimo como un fantasma. Vuelvo al libro. Leo otra vez el poema.
Bajo el puente, mientras llueve, una oportunidad de oro para verme a mí mismo:
Como una culebra en el Polo Norte, pero escribiendo.
Escribiendo con mi hijo en las rodillas.
Escribiendo hasta que cae la noche
con un estruendo de los mil demonios.
Los demonios que han de llevarme al infierno,
Pero escribiendo.