Mi
colegio en Huancayo era tan grande, pero tan grande que para tirarse la vaca no
era necesario salir fuera de los limites de propiedad. Para desertar de las
clases, para olvidarse de los profesores, bastaba traspasar el pabellón de
mujeres, saltar el muro de tapiales y perderse entre los cerros de desmonte del
inmenso terral sobre el cual, se supone, alguna vez se construiría el
gigantesco y monumental estadio olímpico. Pero solo los malandros del 5to P y
demás iban para allá: los vagos, los viejos, los altos, los auténticos
rebeldes. Los que llevaban triqueando el último año de la secundaria, los que
ya no les importaba nada más. Los enanos y nerds del 5to K, no, nunca. Había
que estar loco para retar al profesor Huamán y su patrulla de brigadieres que
de vez en cuando peinaban la zona y barrían la bazofia. Pero una vez fui. La
vez que me nombraron brigadier de mi aula y también me tocó patrullar. En uno
de los cerros de la tribuna norte, tirados sobre una alfombra de pasto y
arbustos de chilca, los encontré fumando, cagándose de risa y escuchando “Heavy
Rats”. No me atreví a interrumpirlos. Detrás de un parapeto de adobes
desterrados, mi compañero y yo nos quedamos escuchando a Danai catándole a Lima
desde un minicomponente a pilas. “Lima, vieja sucia aldea/vieja pituca sin
tierras/Lima tú ni tienes cielo”. Yo no conocía Lima entonces y no entendí bien
que quería decir todo aquello. Pero me acuerdo bien de la canción cuando veo el
cielo panza de burro, cuando camino en los cerros pobres, cuando pasan semanas
y no sale el sol.