martes, 14 de agosto de 2012

La buena espera


Voy con el Elefante Gris por Tomás Valle, camino al Jorge Chávez a recoger a mi hermano que llega de los EEUU donde estudia desde hace tres años. El semáforo en verde me manda a continuar en el cruce con Dominicos, pero un misil hecho taxi conducido por un animal se pasa la luz roja y por poco me impacta. El animal continúa su ruta criminal por Tomás Valle como si con él no fuera la cosa. Me recupero del susto y el susto se transforma en bronca. Acelero para darle el alcance en Bertello y cobrar venganza, pero el animal vuelve a pasarse la luz roja y se pierde entre el tráfico dejándome con la bronca encrespada, maldiciendo a la humanidad. Entro al aeropuerto. La bronca se acrecienta al ver tanta gente aguardando en el hall de vuelos internacionales, una bronca que llega a su pico máximo cuando, en el tablero de informaciones, veo que el vuelo que trae a mi hermano está «demorado». No señalada nada más. Ni por qué, ni cuánto tiempo, ni para cuándo está previsto el arribo. Nada. Nada de nada.
Me calmo. Miro el reloj: 9:35 pm, busco un rincón donde sentarme a leer el libro que traigo conmigo. Un rincón desde donde pueda vigilar el tablero, adivinando que me espera una larga espera hasta que a las 10:45 pm, el estado del vuelo cambia a «Confirmado». El vuelo llegará a las 11:55 pm, anuncia ahora el tablero en un amarillo fosforescente. ¡11:55!, repito para mí y maldigo otra vez mi mala suerte. Hago números: es hora punta, 30 minutos en migraciones, otros 30 en aduanas: ¡mínimo salgo de aquí a la 1:00 de la mañana y mañana debo despertar a las 6:00 para ir a trabajar! La bronca regresa recargada. Vuelvo a mi rincón rumiándola e intento retomar la lectura. No lo logro. La idea de que me quedan más de dos horas en el lugar, la idea de que mañana, en el trabajo, sufriré las consecuencias de una mala noche me exasperan. Camino hasta el cerco que protege a los recién llegados de la multitud. Espío cómo se reencuentran los demás. Una morena salta de alegría al reconocer a su familia, una hilera de turistas japoneses se aglomeran es una esquina siguiendo las señales de su guía, una tropa de hombres pasan de largo con sus coches cargados de maletas, otros sortean la muchedumbre. Me aburro. Camino hasta la maquina expendedora, nomás por hacer algo. Galletas, jugos, chocolates. Nada que me interese. Pienso en que es mejor seguir leyendo. Busco el rincón en el que estaba, pero ya está ocupado. Busco uno nuevo. No lo encuentro, me siento en el suelo recostado contra la pared. ¡Viva el Perú!, grita fuerte alguien desde algún lugar. Dice algo inteligible entre más gritos y un par de voces lo acompañan en eso de ¡Viva el Perú!, otros lo siguen con tímidos aplausos. La curiosidad me levanta. Otros que estaban como yo hacen lo propio. ¡Viva el Perú!, vuelve el grito. Camino hacia la multitud que ahora parece haberse multiplicado. Me abro camino. En medio del hall, un grupo de niños lleva en hombros a otro niño, flaco y pelucón, mientras un tipo calvo y de lentes insiste con ¡Viva el Perú! ¿Qué ha ganado ese chico? me pregunta una mujer. No sé, le respondo. Otro grupo de niños entra en escena y levantan una pancarta naranja detrás del niño campeón de algo. La estiran. «Eduardo Velarde, Campeón Mundial de Microsoft Excel», reza la pancarta. Sonrío con ello de Microsoft Excel. El tipo calvo y lentes parece adivinar la extrañeza del resto y entre más gritos explica que en Las Vegas, EEUU, el niño campeón ha vencido a sus pares japoneses, chinos y rusos en una dura competencia. ¡Perú Campeón!, grita ahora alguien desde el segundo piso. ¡Perú campeón! responde otra voz y luego otra y otra y, en segundos, el lugar es un griterío de vivas y aplausos. El campeón sonríe tímido montado sobre el hombro de uno de sus súbditos. Levanta las manos como queriendo alcanzar el techo, su medalla, redonda y dorada, se bambolea al ritmo de los aplausos y la procesión. Aplaudo. Sonrío otra vez con ello del Microsoft Excel, una hoja de cálculo que uso todos los días en el trabajo, que a menudo me rompe la cabeza y me hace sentir un negado para las matemáticas, una hoja de cálculo que usa mi hermano que es ingeniero como yo. Regreso a mi esquina a esperarlo, pensando en la buena noticia que le voy a contar.
Foto: archivo personal