miércoles, 17 de marzo de 2010

Cuatro de cien

Wilfredo regresa a casa de madrugada. Unas cuadras antes de llegar, un asaltante le sale al encuentro y le exige la billetera. Wilfredo, disciplinado practicante de judo, mide al tipo y decide enfrentarse a él. Entonces intercambian amenazas y se van a las manos. Para su sorpresa, el ladrón resiste los embates del judo y la pelea se extiende más de lo previsto. También el ladrón está sorprendido, a menudo sus víctimas no ofrecen resistencia y entregan el botín, aterradas y sin dudar. Entonces la calle se transforma en un ring de boxeo y la pelea, en un duelo de honor entre machos. Se trenzan a golpes, intercambian patadas hasta la extenuación. Quince minutos después, no hay un claro ganador. Permanecen uno frente a otro y giran sobres sus talones esperando el ataque del otro, sin quitarse las miradas. Esta vez no se lanzan amenazas porque el cansancio les impide hablar. No dicen nada, pero parecen llegar a un acuerdo tácito de empate. Se detienen y cada quien se va por su camino.
La historia me viene a la mente, veinte años después. ¿Has sabido lo de Wilfredo?, me dice por el celular una amiga de la UNI. No, respondo. Le encontraron un tumor del tamaño de un puño en el cerebro y lo han operado, agrega y me da detalles de la operación que me resultan imposibles de creer. Pero está muy bien, dice al final y me da los datos de la clínica y el horario de visitas para ir a visitarlo.
Llegó a la clínica junto con un par de amigos. Una mujer alta, de cabellos ondulados nos recibe en la puerta de la habitación y nos pregunta quiénes somos. Amigos de la UNI, digo. Adelante, dice un par de minutos después. Durante la espera, no puedo evitar imaginar a Wilfredo en cama, con cables que conectan su cuerpo a un monitor, alimentado a cuenta gotas desde una botella de suero. Pero, no; Wilfredo nos recibe sentado en un mueble como si estuviera en la sala de su casa y nos ofrece un vaso de gaseosa. A no ser por la cabeza rapada y las evidentes heridas que ha dejado la operación, diría que es el mismo Wilfredo de hace veinte años. El mismo gran amigo que estudiaba con nosotros con disciplina de militar; el mismo que trabajaba y estudiaba todo el tiempo; el mismo que me enseñó a tocar la guitarra. Lo abrazo. Le digo que me alegra saber que está bien. Estoy vivo de milagro, responde y nos cuenta lo sucedido. Nunca me dolió la cabeza, dice, pero hace un par de semanas me desmayé y desperté en una clínica oyendo al doctor decir que tenía un tumor del tamaño de un puño en el cerebro, que la operación era tan urgente y riesgosa que sólo había un cuatro por ciento de probabilidad de que sobreviva. Mis amigos y yo bromeamos con la predicción, le recordamos a Wilfredo que por algo él había aprobado Estadística a la primera. Pero tras las bromas está nuestro nerviosismo y nuestra incredulidad ante el milagro. Los médicos no pueden creer los resultados, continúa Wilfredo, pero estuve a un pelo de morir. Vi a la muerte cara a cara, entró a mi habitación una noche junto con gente que levitaba y se quedaba viéndome sin decir nada. Mis amigos bromean con la historia de fantasmas; yo en cambio imagino a Wilfredo resistiendo los embates de la muerte, batallando a puñetazos y patadas hasta el agotamiento, como aquella historia del ladrón que él mismo me contó hace veinte años. Imagino que al final de la operación, Wilfredo y la muerte se miraron a los ojos y, agotados, cada quien se fue por su lado.