miércoles, 2 de septiembre de 2009

El Corsario Negro en el Castilla

Lo que más recuerdo del Colegio Castilla era su extensión: veinte hectáreas de libertad. Tenía un patio tan enorme que cuando terminaba el recreo y los estudiantes regresábamos a las aulas, aquello parecía una pista de aterrizaje sin aviones. Ahí cabía el mar de adolescentes que jugaban al futbol, molestaban a las niñas y devoraban papas con ají. Todo al mismo tiempo. Los cercos eran murallas blancas; los jardines, huertos verdes; las aulas, cubiles abrigados de ladrillo caravista, ventanas altas y techos de eternit. 3ro L, 4to K, 5to H; así me sonaba en Huancayo, en los ochentas, el mundo, la vida, la libertad.

Pero lo que más denotaba su enormidad era el estadio. Entonces era sólo un terreno baldío que se mimetizaba con las toboganes de la Av. Huancavelica y las pocas casas que rodeaban el colegio. Era tan extensa que los profesores recomendaban no adentrarse más allá del pabellón de mujeres, porque entonces se corría el riesgo de terminar extraviado entre el desmonte, con el uniforme roído y un susto en la memoria.

Para los malos en el deporte, como yo, ese colegio era una sala de lectura. De ahí me viene el recuerdo del primer libro que leí de un tirón: El Corsario Negro, de Emilio Salgari, aquella historia que narra las aventuras de un noble italiano que se hace corsario para vengar al hermano asesinado por el Gobernador de Maracaibo. Lo hace enfrentando villanos en las Antillas, desafiando la selva venezolana, enamorándose de la hija del gobernador. Salgari logró, entonces, recrear para mí el siglo XVI en el contexto de la guerra entre España, Inglaterra y Francia; y logró confrontar para mí, en un mundo de piratas y bucaneros, la lealtad, la valentía, el honor; en contra de la maldad, la avaricia, la traición. Leí aquel libro en los entretiempos del recreo, en la banca de Educación Física, en las esquinas del patio. Para un párvulo recién llegado de Colcabamba, un pueblo ubicado en los páramos huancavelicanos, saber de islas en el Caribe, de imperios en guerra, era todo un descubrimiento; adentrarme en la inmensidad de aquel colegio, explorar los rincones baldíos, los laberintos de la urbe; enfrentar la posibilidad de terminar extraviado, la ilusión de enamorase de la brigadier del 3ro B; me hacia sentir como el Corsario Negro en las Antillas. En la medida que avanzaba la lectura, comparaba la inmensidad de los mares del Caribe con la inmensidad del colegio; los jardines con las selvas de Maracaibo, la hija del Gobernador con “Roxana con Equis”, la brigadier del 3ro B.

Hoy, veinticuatro años después, estoy de nuevo en aquel Colegio. Tengo un micrófono en la mano y estoy parado en el patio, en frente de un mar de adolescentes vestidos de plomo y blanco. Debido a la pequeña fama de “The Cure en Huancayo”, me han invitado a participar en las celebraciones de las bodas de oro del Colegio. Reconozco el patio, los jardines, las aulas como si fuese ayer. Miro el rostros de los adolescentes y me reconozco entre ellos; no puedo evitar conmoverme al volver a sentir la sensación de ser niño; al repasar los recuerdos que vienen a mi mente como la sucesión de cuadros de una película ochentera; al ver, al caminar por cada uno de los rincones del colegio. Levanto el micro, saludo a los profesores, agradezco la invitación; suelto algunas palabras que resumen mi emoción, y termino hablando de “The Cure en Huancayo”. Ya una noche antes mi prima me había contado que en la Universidad Privada Los Andes, los alumnos habían escenificado aquel cuento en una versión de teatro. Además, acabo de recibir la invitación para la presentación en la 1ra Feria del Libro Zona Huancayo. Recuerdo lo maravilloso que han significado aquellas noticias para mí. «La vida es circular», me dijo alguien, alguna vez. Hablo del primer libro que he escrito, en el mismo lugar en que leí mi primer libro y siento que la circunferencia de parte de mi vida se comienza a cerrar.