miércoles, 29 de abril de 2009

La ecuación del vuelo de la mariposa

(Presentación de The Cure en Huancayo)

El primer cuento que recuerdo, me lo narró mi abuelo. En aquella historia, un joven jinete (o sea, mi abuelo en 1920), doce peones y una recua de mulas, acampan en las cumbres de Wando, obligados por la oscuridad de la noche. Es la primera vez que la caravana se aventura por esos lugares en busca de una nueva ruta para comerciar sal con los pueblos cercanos a Huanta. Durante la noche, el joven jinete tiene pesadillas: sueña que cada vez que se tiende en el pasto a descansar, aparece alguien que lo despierta a patadas. Al amanecer, narra el sueño a sus acompañantes y éstos, sorprendidos, revelan que han tenido un sueño similar. Cuando terminan de levantar el campamento para continuar el viaje, descubren que han dormido sobre un cementerio.
Para un niño de ocho años (o sea, yo en 1978), que venía desde la pequeña urbanidad de Huancayo a vivir con mi abuelo en la soledad rural de un pueblo como Colcabamba, en Tayacaja–Huancavelica; oír una historia de pesadillas, de fantasmas y cementerios fue una revelación.
El resto de la noche, la noche que mi abuelo me narró el cuento, la pasé mirando mi alrededor. Los muebles, las vigas de palo del techo, las sucesión de tejas como plumas de gallo, la rugosidad de las paredes de adobe de mi habitación. Me pareció encontrar en ellos figuras amorfas observando, vigilándolo todo. Aquella noche, la noche que mi abuelo me narró el cuento, también yo sentí patadas bajo mi cama. No había dormido sobre un cementerio, por supuesto, pero por primera vez en mi existencia empecé a atribuirle vida propia a todo lo que estaba a mi alrededor. Desde entonces el mundo, mi mundo, ya no fue el mismo. Comencé a disfrutar no sólo de las historias de mi abuelo, sino de las que contaban mi padre y mi tío Máximo, que eran cuentistas también, porque narraban con detalles de navegante los viajes que habían hecho con sus camiones por las carreteras del centro del Perú. O las historias que narraba mi madre acerca de su infancia; como aquella de la fiesta que significó para los campesinos de Ccochacc ver al sabio Santiago Antunez de Mayolo descendiendo en sus chacras con un helicóptero, en la época en que muchos de ellos no habían visto ni siquiera una bicicleta en toda su vida; historia que termina con la imagen del cordero, que el sabio se llevo de regalo, elevándose, volando por los aires.
Pero narrar historias no era una manía sólo de mi familia. Conforme me fui mimetizando a Colcabamba, descubrí que en realidad contar historias era una manía de los colcabambinos. Los taytas, las mamas que conocí, sabían de amarus que habitaban en los acantilados de roca travertina en la comunidad de San Cristobal, de sirenas lloronas en los manantiales de Ancapa Upianan, de tesoros waris y chancas escondidos en los alrededores de Tocas. De ccarccarias condenados a errar penando por causa de un amor incestuoso; de demonios con tres cabezas que vagaban en las selvas de La Banda, camino a Huanta. Jhony, Arón, Charango, los niños que pasaron conmigo aquella infancia, sabían de nidos llenos de huevos de chocolate que empollaban las perdices en los precipicios de Mejorada; de la mala suerte que traía la bandada de wayanaquitos en su vuelo desordenado y rasante sobre las chacras de trigo, de la buena suerte que traía el cernícalo cada vez que se aparecía volando en círculos lentos sobre nuestras cabezas; sabían el porqué de la locura repentina del «kiskis», un insecto verde en forma de hoja, que se suicidaba después de que paraban las lluvias, chillando y chillando hasta reventar. Con ellos, con mis amigos, descubrí todos los rincones de Colcabamba. Huí del colegió para ir a ver los autos de carrera que una vez al año, cual ventarrones, pasaban por las punas de Carpapata en dirección a Ayacucho, tratando de ganar el Gran Premio Caminos del Inca. Con ellos, con mis amigos, recibí a los danzantes de tijera que cada Navidad llegaban a Tocas en lugar de Papanoel, para danzarle al niño Jesús hasta sangrar. Con ellos, con mis amigos, aprendí a nadar, aprendí a caminar y aprendí a volar. Así era Colcabamba: un enorme cajón de historias.

Huancayo era igual. Ahí me enviaron mis padres para estudiar la secundaria y de ahí me vienen los recuerdos de la adolescencia y los recuerdos del primer libro que leí de un tirón: El Corsario Negro, de Emilio Salgari; aquella historia que narra las aventuras de un noble italiano que se hace corsario para vengar al hermano asesinado por el Gobernador de Maracaibo. Y lo hace enfrentando villanos en las Antillas, desafiando la selva venezolana, enamorándose de la hija del gobernador. Salgari logró, entonces, recrear para mí el siglo XVI en el contexto de la guerra entre España, Inglaterra y Francia; y logró confrontar para mí, en un mundo de piratas y bucaneros, la lealtad, la valentía, el honor; en contra de la maldad, la avaricia, la traición.
A partir de allí los libros, las historias, los cuentos, no me dejaron. Estaban en la inmensidad del Colegio Mariscal Castilla, donde estudié la secundaria; un colegio tan extenso que los profesores recomendaban no adentrase más allá del estadio, porque entonces se corría el riesgo de terminar extraviado; un colegio en el que las pandillas escolares se formaban no para agarrarse a pedradas, sino para escuchar música. Estaban en la Calle Real donde esperábamos el paso de las colegialas de uniforme plomo, trenzas negras y sonrisa blanca. Estaban en las fiestas patronales de los pueblos que se sucedían, uno tras otro, en las márgenes del río Mantaro como los trozos de corazón de un anticucho; estaban en las fiestas furtivas de new wave, que se hacían en las casas de los amigos, a pesar de los dinamitazos y las balas al aire que retumbaban en Huancayo por causa de la guerra de los noventas.
Estaban por todas partes. Incluso en Lima, incluso en la UNI, donde vine a estudiar ingeniería. Estaban en la residencia universitaria, que era el mejor resumen de nuestro país porque ahí vivían más de 120 almas venidas de la costa, sierra y selva; y que, en cuanto podían, se sentaban a hablar de sus pueblos como si el Perú estuviera lleno de paraísos terrenales. Estaban en los corazones rotos de mis amigos y amigas que se refugiaban en ecuaciones matemáticas, en anillos bencénicos, en diagramas de cuerpo libre, para no seguir enamorándose de nadie más. Estaban en la pizarra del Ingeniero Manuel Estrada, mi profesor de Física I, que una mañana del 89, cuando yo pensaba dejar la UNI en vista de mi impotencia con los números, tomó una tiza blanca e invocando la magia de las coordenadas polares, halló la ecuación de la trayectoria que describía el vuelo de una mariposa. Si encontrar la ecuación de una recta era como andar con una piedra en el zapato, encontrar la ecuación de una curva tan caótica como la del vuelo de una mariposa, resultaba una tortura china. Pero el ingeniero Estrada lo hizo de una manera tan clara, lógica y sencilla que ese día entendí las leyes de Newton con la claridad con que, años atrás, Emilio Salgari me había hecho entender las leyes de la vida.
Estos trece cuentos están basados en esos recuerdos. Ahí están muchas de las historias que me contaron, que vi, que oí; las que me pasaron, pero sobre todo, ahí están las cosas que ojalá me hubieran pasado.
Los personajes, citadinos trashumantes, peruanos en ultramar; provienen de un pasado andino y ya sea en Lima o en alguna otra ciudad del mundo, se la pasan echando de menos a su pueblo; y en su pueblo, se la pasan echando de menos al mundo. Son un manojo de inconformes: siempre pareciendo estar en la situación equivocada, siempre fuera de lugar. Como mi abuelo en el cementerio de Wando, como el Corsario Negro en las Antillas, como The Cure en Huancayo. De ahí el título de este libro que, espero, disfruten y que significa para mí, concretar el ansiado sueño de narrador debutante.
Está dedicado a mi abuelo Epifanio; a Saturnina, mi madre; a Isaac, mi padre; a los Gutiérrez Morales y su quinta generación, a ellos por haberme dado el regalo de una niñez andina, ingente y feliz; por adentrarme al mundo de la realidad y la ficción del que ya no puedo ni quiero salir. Está dedicado a las mujeres de mi vida, a las que amé, y a las que dijeron amarme (a ellas con mayor justicia); a mis hermanos, a mis amigos y amigas de toda la vida por su intransigente apoyo y amistad. A mis compañeros de la Escuela de Escritura Creativa del Centro Cultural de la Universidad Católica, por su aliento, por su manía de ver en cada cuento siempre más allá de lo evidente. A la gente de Revuelta Editores: David Ballardo, Gabriel Ruiz-Ortega, por apostar a este libro. A Marco García Falcón que bendijo el manuscrito en el lugar menos literario del mundo: un gimnasio.
Y de manera eterna a mis maestros de la Escuela de Escritura Creativa: Alonso Cueto e Iván Thays; gracias por su paciencia para conmigo, gracias por enseñarme que narrar historias es como resolver problemas de física: todo gira en torno a un conflicto y se está a la espera de un desenlace. Puede haber mil maneras de hacerlo, pero sólo una lo logra de manera clara, lógica y sencilla: sólo una es la ecuación exacta que describe el vuelo de una mariposa.