Camino en dirección al manantial de Ancapaupiana. El
mismo camino que recorría con mi madre y mis hermanas cuando íbamos a lavar la
ropa. En casa teníamos agua potable, pero mamá prefería lavar en Ancapaupiana.
¿Por qué, ma? ¿Por qué tenemos que ir hasta allá si podemos lavar las ropas en
casa? Porque es diferente, pues, hijo, Ancapaupiana
es un puquio. Y sí pues, Ancapapaupiana era un puquio. Y no cualquier puquio: Ancapaupiana, «donde bebe agua el gavilán». No recorro estos pasos desde que
era un niño, pero parece que lo hubiese hecho ayer. La casa de barro ocre de
mama Defe y su pequeño corral de cerdos siguen marcando el inicio del camino desde
la carretera a Tocas, las peñas color azafrán cortadas como escalones de piedra
siguen empinándose hacia la cumbre; el sendero de álamos, el bosque de
eucaliptos, los arbusto de chilca, siguen señalando la ruta a seguir. Pero ya
no está la acequia por la que bajaban las aguas de aquel manantial. El pequeño
torrente ya no existe. Un sendero de tierra roja ocupa ahora su lugar. Desde
que las aguas son captadas en el mismo ojo de agua, desde hace varios años, y guardadas
en un estanque de concreto para abastecer al barrio de Virgen del Carmen, el
agua ya no baja por este lado de Colcabamba. Es un sentimiento raro. No ver la
acequia, no escuchar el rumor del agua saltando las piedras, me deja un
sentimiento de ausencia. Pero sigo caminando. No hay nadie, sólo los mismos
álamos, las mismas piedras en que tendíamos la ropa para secarse al sol. ¿Para
qué habría que ir a un manantial que ya no sirve? Camino. Asciendo por el
sendero cada vez más empinado. Miro al cielo no hay gavilanes volando. No he
visto ninguno hoy, pero cuando era niño, los veía con frecuencia. Marrones y solitarios
planeaban en círculos en lo alto y se posaban aquí. Aquí, entre las rocas y los
tunales. ¿Por qué un manantial en un cerro tan seco?, me pregunto y miro las
cumbres. Solo rocas, tierra roja y espinos silvestres. ¿Qué hacía una vena de
agua dulce entre un manto de roca ígnea? Asciendo y asciendo hasta que
encuentro el tanque. Una cuba rectangular de cemento adosado al camino. Me
acerco. Debe tener unos diez metros cúbicos, me digo a ojo de buen ingeniero sanitario.
Lo reviso, lo analizo, lo ausculto. Toda la estructura está cubierta; la tapa
de inspección, bloqueada, pero adentro se oye el sonido del agua cayendo al
espejo. Un sonido, agudo, gutural, amplificado por el eco del vacío. Encuentro
la línea de aducción, la línea que alimenta el reservorio. Su dermis ploma de
plástico aflora de la tierra roja como una piel mal oculta. La palpo. El
gorgoteo en el interior delata la trayectoria del agua fluyendo y sigo el ruido
hasta llegar al ojo de agua. Lo reconozco. Reconozco el camino de rocas por
donde antes fluía el agua del manantial, el tazón natural de piedra en que nos
bañábamos los niños y las madres lavaban la ropa. Está seca, pero todavía
tienen la superficie pulida por los miles de años del agua desgastándola. Me aproximo.
Un cerco de alambre de púas resguarda la toma. Una pared de piedra y cemento
cubre el ojo del manantial. Es la manera como, en la UNI, me enseñaron a captar
un manantial, pero no poder ver el ojo, me entristece. Como no poder los ojos
de un rostro querido al que uno no ve muchos años. Doy vuelta al lugar. Una
vena raquítica escapa de la toma y fluye al natural como antes lo hacía todo el
torrente. Un hilo de agua, apenas. Menos que el caudal de un caño abierto. Pero
sigo la vena, el cerco de rakirakis que separan de las rocas hasta encontrarla
estancada en una poza enana. Entonces sumerjo mis manos y bebo el agua dulce. La
bebo como si fuera un gavilán.
Yo también siento el dolor...
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