En las afueras de mi oficina, en la vía de salida a la
utopista Ramiro Prialé, en El Agustino, hay un poste de alumbrado público que
parece estar vivo. Un poste de cemento, flaco, triste y cabezón, con ramas
verdes en la nuca. No es la rama de algún arbusto desterrada en aquel lugar por
un viento capcioso o la travesura de un pájaro bromista. No. Es una planta viva.
Una planta que crece, crece y crece. ¿A qué tipo de mata se le ocurriría vivir
en semejante lugar?, me pregunto cuando paso debajo de él a la hora de
abandonar el trabajo. ¿De qué suelo? ¿Con qué agua? Les hago también estas
preguntas a los compañeros de labores con los que he pasado por ahí. ¿Qué tipo
de vegetal puede vivir en ese lugar, en una ciudad en la que la palabra lluvia
es una entelequia? ¿Cómo puede haber vida incluso ahí? No tengo idea. Nadie tiene
idea, pero todos al pasar se quedan viendo el poste y sus ramas verdes como quien
mira una luna llena, un arco iris, un acto de magia.
Pero
ahora que todos hablamos del Gabo, ahora que todos reconocemos en nuestras
vidas un antes y un después del Gabo, yo digo que la literatura es como un poste
de alumbrado de cemento al que le crecen ramas verdes. Ramas vivas. Ramas que
llegan de la nada y se asientan sobre el lomo de la nada. Ramas inconformes con
ganas de corregir el mundo, ramas que se revelan a la muerte, a la lógica; aunque
sea por corto tiempo. El tiempo que demorarán en sobrevivir sin agua, el tiempo
que dura una historia. Una historia que nos saca de la realidad, de la
obligación del trabajo y nos lleva a volar. Un vuelo que nos lleva a otro
mundo. Otro mundo en el que somos amantes, aventureros, villanos, héroes. Héroes
que de otro modo nunca seremos. Seremos que nunca seremos.
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