De
pequeño quería ser como el quillincho.
«Cernícalo» que le dicen por aquí. En los cielos de Colcabamba, el quillincho solía aparecer en el cielo de
la tarde, arriba, bien arriba, más arriba que el común de las aves, volando en
círculos, dibujando ochos, elipses sin fin, como un parapente enano, vagando
como si el tiempo no importara, como si volar no costara trabajo; entonces yo
imaginaba que era un quillincho y que podía ver desde los aires las chacras de mi abuelo, los
maizales verdes del valle de Pilcos, las culebras plateadas de agua en los
cañones del río Mantaro. Volaba solo, siempre solo, como si ahí arriba fuera
normal andar sin nadie, sin amigos, como si fuera normal tanta soledad.
Por
eso quería ser un quillincho.
Pero
también quería ser un quillincho porque
era el ave de la buena suerte. Cuando un colcabambino se topaba con él cerro
arriba, en los caminos solitarios, posado en la rama de algún eucalipto o la
loma de un peñasco, uno se detenía y lo saludaba como se saludaba a los adultos,
«buenas tardes, tayta Guillermo»; así,
con nombre propio, porque el quillincho
no era cualquier ave, sino un regalo, un buen augurio del destino; «buenas tardes,
tayta Guillermo» y el quillincho te miraba en picado, con ángulo
de depresión y te miraba y te miraba hasta irse volando.
Pero
sobre todo quería ser un quillincho
porque era el único que le paraba bronca al gavilán. El gavilán, el rey de las
rapiñas, aparecía volando en el cielo como si fuera el dueño del mundo, con sus
alas extendidas, intimidantes y marrones, planeando como un avión espía, al
acecho del primer animal distraído y zas, de un golpe, de un pique, se clavaba sobre
el lomo de un cordero, sobre la nuca de una gallina, sobre los ojos de una
paloma, hasta que, de la nada, aparecía el quillincho,
con ese cuerpecito de palomo torcás, con esa cara de pájaro llorón, con esa pinta de gallito de pelea que no
quiere pelear, y en el aire, ahí arriba, en lo alto del cielo, se enfrentaba a
aletazos al gavilán, le dibujaba zetas en el aire y le robaba la presa.
Hoy
fui un quillincho. A eso de la una de
la tarde, mientras el resto de la gente de mi oficina almorzaba y yo leía el
National Geographic de marzo dentro de la panza del Elefante Gris, una paloma
baya se estrelló delante del estacionamiento, a un lado de la única pampa de gras
capaz de verse en el google map en
este lado de Lima. Un gavilán aterrizó detrás de ella. La paloma se irguió de
inmediato pero el aturdimiento del impacto la tuvo balanceándose como si
estuviera borracha. El gavilán extendió sus alas como un murciélago y caminó
hacia ella con paciencia, como disfrutando de la cacería, del festín que se iba
a dar. Entonces abrí la puerta de la camioneta y salí. El gavilán me miró con
extrañeza, como preguntándose quién diablos era yo, cuál era mi problema, qué
pito tocaba ahí. Extendí las manos como un quillincho;
¡Shiií!, grité y el gavilán salió espantado.
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