¿Hace cuánto que lleva usted este queloide?, pregunta la dermatóloga. Desde niño, respondo. ¿Y cómo es que
llego a formarse? De un punto, de una vacuna mal cicatrizada, agrego, mientras ella,
sobre mi hombro derecho, analiza la cicatriz con ayuda de una lupa. Lo observa,
lo palpa, lo estudia como si se tratara de un ser vivo hasta que deja de hacerme
preguntas y regresa a su mesa a preparar las cosas con que habrá de infiltrarme.
Aprovecho su ausencia y volteo a ver el queloide a través del espejo que hay en
la pared.
Y me acuerdo de ti.
El queloide ya no tiene la
forma de una pisada de oso, como tú decías. Ha crecido, es más grande de cómo lo
dejaste. Ahora parece una Sudamérica flaca y deforme.
Hace tanto que no nos vemos.
La doctora regresa ante mí. Toma
una hipodérmica delgada y larga como un lapicero, succiona el cortiflex, un
líquido denso y lechoso, de una botella liliputiense y sin miramientos, sin
compasión, clava la aguja en el centro mi hombro. Una, dos, tres, cuatro veces.
Aquí, allá, como si el queloide fuera una alimaña a la que hay que asesinar a puntadas
para que no siga creciendo. El líquido entra y entra en mí por cada punto hasta
agotarse. Estira y estira mi piel como una dermis de jebe a punto de romperse y
me deja de nuevo aquel dolor tupido, puntiagudo y cruel de cada año. De cada
tratamiento. De cada infiltración.
Duele, ¿no?, dice mientras
recarga la hipodérmica para el siguiente ataque. Sí, doctora, duele más que el
no de algunas mujeres, digo para hacerla reír, para ver si así cambia el rostro
de dolor que me devuelve el espejo. La doctora sonríe. «Más que el no de
algunas mujeres», repite. Qué gracioso, es usted, dice entre risas y vuelve a
clavar la aguja.
El dolor entra de nuevo
en mí. Tu «no». Tu adiós. Tu olvido.
que buena escena. espero recordarla algún día en medio de una borrachera
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