Desde
el fondo izquierdo del auditorio, el hombre me miraba con inquietante atención.
Cabello crecido, ondeado y cano; rostro adusto, su cabeza destacaba entre la de
los estudiantes, asintiendo con autoridad cada vez que yo contaba algo de
Colcabamba, de Huancayo o revelaba algún detalle de los recuerdos que me
llevaron a escribir “Ojos de pez abisal”. Su atención se acentuó aún más cuando
el conversatorio culminó y algunos asistentes se acercaron hasta mí para
firmarles sus ejemplares o hablar conmigo; desde su lugar en la fila y durante
los minutos que tomó en llegar su turno, su impaciencia se hacía más evidente al
punto que también yo me inquieté. Igualito a tu padre, me dijo cuando por fin
estuvimos frente a frente y se quedó observándome con un largo silencio. Seguramente,
respondí yo rebuscando su inubicable rostro en los rincones de mi memoria
mientras correspondía su apretón de manos. Leí la noticia del conversatorio en
el periódico y vi tu fotografía, me dijo luego; y claro, yo al toque dije: este
el hijo del “Siete”, igualito a su papá. Qué bien, dije yo sin tener la menor
idea de con quién estaba hablando. Soy tu tío loco, agregó adivinando mi
turbación y a ahí mismo se me aguaron los ojos.
Cada
vez que mis hermanos mayores hablaban del primer libro que habían leído,
mencionaban al tío loco. Cuando mis padres vivían en Campo Armiño,
Huancavelica, y mis hermanos estudiaban allá la primaria, el tío loco llegaba a
casa con un libro para mi hermano Jaime y otro para mi hermana Sonia y se los
dejaba a leer. Pero más que por el placer de la lectura, El Caballero Carmelo,
Paco Yunque, Los Ríos Profundos, se quedaron en la memoria de mis hermanos por
el interrogatorio que luego debían responder cuando el tío loco, al siguiente mes,
regresaba a preguntar el resumen de la historia, el perfil de los personajes,
las razones del conflicto; un libro tras otro, mes a mes, leídos por obligación
con la anuencia de mis padres, hasta que el tío loco se casó y desapareció del
mapa del Perú como en las novelas. Así descubrieron mis hermanos mayores la
literatura. Yo, no; yo era un niño entonces, uno que apenas caminaba y no sabía
leer.
Y
era increíble: frente a mí estaba aquel hombre de quien yo no tenía ningún
recuerdo físico y al que tan sólo conocía de odias; y ahí estaba yo con los
ojos aguados de tan sólo recordar que aquel era el hombre de quien mis hermanos
hablaban con cariño cada vez que hablaban del amor a los libros. Y ahí estaba
yo abrazándolo como si también yo hubiera crecido con él, como si también yo hubiera sido un lector obligado,
como si también yo hubiera asistido a uno de sus “talleres”…
¡Gracias
por el conversatorio, amigos de la Universidad Continental! A Kati Retamoso por
la grandiosa organización; a Jorge Salcedo, Giannina Sovero y Sabino Blancas por
sus generosas palabras para con “Ojos de Pez abisal” y por acompañarme en la
mesa. Gracias a los amigos de la revista Crónika e Incontrastable. A los
estudiantes, a los asistentes. A todos por regalarme una noche inolvidable. Y gracias a mi tío loco: solo los locos reaparecen así después de más de cuarenta años. Como en las novelas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario