Me he quedado a trabajar dos horas más de las cinco. A
diferencia de la hora oficial de salida en que los autos y buses de empleados
se acumulan ante la garita de control en una larga fila, impacientes de partir,
esta vez soy el único que aguarda la autorización de salida. El vigilante
repite la robótica tarea de abrir la maletera, echar un vistazo dentro y
verificar que no estoy llevando conmigo algún activo de la Empresa. Pero esta
vez no camina hasta la garita, ni ordena levantar la tranquera para dejarme
salir, sino que bordea el Elefante Gris por el lado del conductor y aparece
frente a mí con la gorra levantada. Perdone que lo moleste, ingeniero, me dice
sujetando el tablero de registros de entrada y salida como quien sujeta un arma
de disuasión. No hay problema, digo yo pensando que, seguramente, va a pedirme
el registro de la laptop que traigo conmigo y me adelanto a pensar en alguna
excusa por no haberlo registrado. No está apurado, ¿no?, pregunta antes de que yo
pueda decir algo. No, no digo esperando el pedido. Es que tengo que contarle
algo, responde luego de unos segundos. Sí, dime, continúo, sorprendido con la
extraña respuesta. Verá, ingeniero, me dice acomodándose la gorra; a veces a
nosotros aquí nos toca hacer turno de noche. Y hacemos guardia. Y nos pasamos
toda la madrugada metidos aquí y en el edifico central, sin dormir. Sí, lo
imagino, digo yo sin entender a qué viene aquella introducción. Y bueno, antes
de cada noche, cuando todos los empleados se han ido, nosotros tenemos que
revisar las oficinas, los escritorios, las gavetas. Usted sabe: revisar que
todo esté bien cerrado y asegurado para que no se pierda nada y nadie reclame
nada. Sí, claro, continúo yo sin entender a dónde quiere ir. Y bueno, yo he
revisado sus cosas, ingeniero, suelta la frase como quien está a punto de
revelar una noticia bomba. Yo suelto un largo “aaaah”, sorprendido por la
confesión y revisando mentalmente, velozmente, mis cosas, pensando en qué
podría haber de comprometedor en mi escritorio y mis gavetas que mereciera todo
aquel rodeo. Usted es escritor, ¿no?, ingeniero, dice luego. Sí, digo yo. Lo
que pasa es que una noche, hace meses, usted no cerró su gaveta y ahí encontré
uno de los libros que usted ha escrito. The Cure en Huancayo. Y me lo llevé al
hall, ingeniero, a la garita y me lo leí toda la noche. Perdone usted. ¡No, que
ocurrencia!, digo yo con los ojos humedecidos, con el corazón en la boca, como
se me humedecen los ojos y se me sale el corazón cada vez que algo me conmueve.
A lo mejor usted dirá: estos vigilantes no leen. Qué van a saber de libros
estos vigilantes. Me ha hecho llorar, ingeniero. Y me ha hecho reír también. Y
yo solo quería agradecerle, ingeniero. Y decirle que el libro lo devolví y lo
deje igualito, en el mismo lugar en que lo encontré.
Entonces llego a casa, busco un ejemplar de The Cure
en Huancayo y, con el corazón todavía saltando, escribo la dedicatoria más
justa y emotiva que he escrito para regalarla al día siguiente: “Para Wilson,
compañero de trabajo y lector furtivo de estas historias”.
Llegué aquí por una entrevista a Cueto, voy a tratar de conseguir el libro que leyó Wilson, a ver que tal. Saludos
ResponderEliminar