jueves, 30 de enero de 2014

La casa de cancas.

¿De dónde traían las cancas?, pregunto. Uf, desde arriba, desde San Cristóbal, responde mi madre, mientras me explica cómo fue que construyó mi abuelo la casa en que estamos. Un grupo cortaba las piedras en bloques y otro, los traía al hombro hasta aquí. Entonces imagino lo duro que debió haber sido aquella tarea. Cortar la roca travertina, blanca y porosa como el queso, en ladrillos del tamaño de una caja de frutas; llevarlos desde sus canteras, al hombro, por más de una hora, por caminos de herradura hasta Colcabamba; encajarlos, unos a otros, unirlos con la argamasa de barro para construir aquella casa de habitaciones extensas, paredes altas y ventanas diminutas. El estuco de barro y paja de trigo cubre hoy las paredes, pero la habitación a medio tarrajear en que estoy, todavía deja ver el muro de cancas, su dermis de caliza con restos de plantas fosilizadas. Hojas, tallos, frutos de sabe Dios qué vegetales, qué prehistorias llegadas a esos confines de Huancavelica. Qué loco mi abuelo, pienso. Qué loca la gente de entonces que construía sus casas con aquella piedra para luego cubrirlas con barro y paja. ¿No era mejor ver fósiles de verdad en las paredes de tu casa? ¿No era mejor presumir de ellos? Ojala hubiera una máquina del tiempo para viajar a esa época, pienso. Una máquina que me llevara a mí y mis escuadras al momento en que mi abuelo, hace más de cincuenta años, construía todo aquello. Decirle que había que orientar las ventanas hacía el punto donde nace el sol, hacerlas más grandes, amplias y bajas para ver siempre las montañas azules de La Banda, las nubes lechosas, rollizas y coposas vagando en el cielo; para oír siempre el rumor de pileta de agua del riachuelo que discurre al lado. Que había que nivelar el patio, empedrarlo al estilo portugués para que el agua de lluvia se juntara al centro y fluyera hacia el riachuelo; que había que derribar el muro que divide la casa del huerto, para ver los árboles de palta, ciruelos y guindas desde sus troncos; para ver, para oler la sábana verde de alfalfa, el rojo, amarillo, blanco de los pensamientos; para oír mejor el ship-ship de los chiwacos, el zum-zum de los picachitos, el cri-cri de los chillicos de medianoche. Que había que hacer una puerta por la bajada al estadio para que por ella entraran él, su caballo Elefante y el resto de acémilas sin correr el riesgo de romperse las patas al bajar por escaleras de piedra que amenazan hoy en la entrada. Imagino todo eso ahora que sobre un tablero de triplay, con escuadras y regla «T», dibujo, a la antigua, el plano de la casa para proyectar las mejoras. Mido las longitudes, anchos, alturas; y cada trazo de lápiz sobre el papel, cada acotamiento sobre las paredes, cada replanteo métrico dentro de aquella casa, revive al niño feliz que en ella fui. Una casa de habitaciones gigantes, con un riachuelo y huerto al lado; con árboles, perros, cuyes, patos, caballos. Con papá y mamá y cinco hermanos. Todo para mí. E imagino a mi abuelo mirando con curiosidad lo que dibujo; diciendo, medio en quechua, medio en español aquello que solía responder cada vez que le explicaba algo: A ver, pues, niñito; por algo estarás pisando universidad. Y me imagino a mí también en la nueva casa de cancas. Solo y eremita como él. Leyendo. Escribiendo.

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