Despierto
asustado por los gritos de pánico alrededor. El cansado autobús en el viajo a
Colcabamba, ha sucumbido al soroche de
las punas de Pampas, ha hundido las ruedas derechas en el lodo y ha
quedado ladeado al borde del abismo. Todos los pasajeros quieren bajar. Gritan,
desesperan, apuran como si el bus estuviera ya en caída libre. Desde mi ventana
veo que la situación no es tan grave, el abismo es una pendiente de ichu, el
fondo unas chacras de papa, así que guardo la calma y termino siendo el último
en bajar. La gente se arremolina alrededor del chofer y lo quiere linchar. Reclaman
a gritos el error de haber pegado el bus a la cuneta, cuando cualquiera que
haya transitado por esas rutas sabe que las lluvias humedecen los bordes de
tierra fina, tanto que en ella es fácil encallar. El chofer se disculpa, pero
la turba continua gritando. Yo prefiero subir a la orilla del camino para ver
mejor las estepas de ichu y frío en las que no camino desde que era niño y surcaba
esas carreteras en el camión de mi tío Máximo. Miro el bosque de pinos enanos
que nunca se adaptaron a las punas y quedaron liliputienses, los comparo con
mis recuerdos; miro el cerro de en frente con la carretera a Huancavelica
serpenteando como una culebra de asfalto, los mechones de ichu, el cielo triste
del invierno. Pero una imagen llama mi atención. Un perro bayo, lanudo y sucio,
aparece en lo alto. Sentado, el animal mira hacia nosotros y parece preguntarse
qué diablos hace tanta gente gritando en semejante puna, en semejante frío. Busco
a ver si hay otros perros, recordando la noticia que hace semanas leí acerca de perros salvajes que, por estas tierras, habían matado carneros. Pero, no, el
perro está solo. Solo sobre la lomada. Permanece así por varios segundos, pero
luego se yergue y camina en dirección al autobús. Con la cola alegre desciende
la cuesta casi a trancadas y llega caminando hasta el pie del tumulto. No
ladra, no gime, no hace ningún ruido. No mueve la cola. Solo observa. Ve al
chofer esgrimir disculpas y prometer que en un momento sacará el autobús del fango
y continuaremos el viaje; ve a la mujer más gritona amenazar con no volver a
viajar nunca más en esta maldita empresa, ve al resto de pasajeros calmarse
poco a poco. Pero nadie parece reparar en él. El perro ahora camina entre la
gente que se ha arrinconado a un lado de la vía para vigilar el trabajo del
chofer. Parece un fantasma, parece invisible, nadie lo llama, nadie lo
alimenta, nadie lo espanta. El animal camina, se sienta, camina como un
pasajero más hasta que el autobús se mueve, lucha contra las fuerzas de
gravedad y sale del fango. Los pasajeros pelean entonces por subir al autobús.
Uno a uno ocupan sus lugares, ríen con la casi volcadura que acabamos de pasar y
regresan cada quien a lo suyo. Soy el último en subir. El perro ha trepado hasta
lo alto del talud de la carretera y desde ahí, sentado, observa cómo el autobús
recupera aire y emprende de nuevo el viaje. Me detento en el pasadizo para ver
qué más hace. Desde el autobús, el perro se hace cada vez más pequeño, pero
permanece sentado en el mismo lugar, mirando hacia nosotros. El autobús avanza
y avanza con lentitud. Entonces el perro se yergue y con la cola triste regresa
caminando despacio por el mismo camino por donde apareció.
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