jueves, 3 de junio de 2010

Metamorfosis

Su DNI está por vencer, me advierte la cajera del banco. Recién entonces reparo que hace cinco años que no visito el RENIEC. La idea de no poder hacer unos reclamos en Telefónica, de usar la tarjeta de crédito y todos aquellos trámites que exigen un DNI al día me fuerzan a programar la urgente revalidación. Llamo a un amigo que lo ha hecho unas semanas antes y me explica que sólo necesito una foto reciente y el recibo de pago que hace en el mismo lugar. Es un toque, asegura, haces tu cola y en media hora estás fuera. Miro el reloj y mido mi tiempo. Decido hacer el trámite aprovechando que estoy cerca. Voy a casa y rebusco entre la colección de mis fotos de medio cuerpo y escojo el más reciente. No recuerdo cuando fue que me la tomaron, pero estimo que debe ser de hace tres o cuatro años. Miro la foto. Me veo igual, pienso para mí. Decido usarlo.
Llego al RENIEC de Independencia y me sumo a la cola de Informes. Foto reciente, por favor, pide una empleada menuda y cabello largo. Lo muestro. La empleada apenas si lo mira. Pase a caja y espere su turno en las ventanillas, señala luego. Pago y recibo mi ticket de espera. Tomo asiento. Miro el orden que muestran las pantallas de televisión y analizo la velocidad con que han sido atendidas un par de personas. Estimo que mi turno llegará en unos treinta minutos y celebro haber traído «El aliento del cielo» de Carson Mc Cullers para leer. Abro el libro en la página 127 y retiro mi viejo DNI, mi recibo de pago, la foto que puse como separador. Noto que la foto que he traído es muy parecida a la que muestra el DNI: la misma camisa jean, el mismo corte de cabello. Sospecho que el empleado que me va a atender lo notará, que me exigirá una nueva fotografía y que todo mi tiempo se habrá perdido; sin embargo reparo que en el DNI llevo un polo dentro de la camisa. Ahí está la diferencia, me digo, me calmo y empiezo a leer.
Un trino metálico en la pantalla de televisión anuncia mi turno. Corro a la ventanilla que indica y me recibe una mujer de pelo teñido, cara hosca y bigotes a lo Cantinflas. Buenos días, saludo y le alcanzo mis documentos. Buenas, responde mientras hunde los dedos en el teclado de la computadora. Una hoja con mis datos y mi fotografía se extiende en la pantalla. La mujer me mira, me escanea el rostro de un vistazo. Tiene que traer una foto reciente, dice y me devuelve los documentos. Esa foto es reciente, digo. Es la misma que la de su DNI, responde la mujer y gira el monitor para que yo lo vea. No son iguales porque en ésta estoy sin polo, digo señalando la diferencia. La mujer coteja las fotos y queda en silencio por unos segundos. Je, je, cómo la vez, tía, digo para mí. La mujer vuelve a mirarme. Sí, pero resulta que ahora usted tiene canas, dice. La respuesta me deja mudo. Je, je, cómo la vez, tío, parece decirme con la mirada. Las canas las tengo en la sien y no se notan en una fotografía de frente, alcanzo a decir antes de que me devuelva los documentos. La mujer me mira con detenimiento otra vez. Parece disfrutar con la duda de aceptar mi fotografía o rechazarla. ¿Va ha cambiar algún dato?, pregunta luego señalando el monitor. Lo reviso. No, respondo. Recoja su nuevo DNI la semana próxima, sentencia.
Regreso a casa. Vuelvo a ver mi colección de fotografías de medio cuerpo. La de uniforme gris cuando terminé la secundaria, la de pelo largo cuando profesaba el new wave, la de cabeza rapada cuando ingresé a la universidad. La de terno plomo y corbata guinda del carnet del Colegio de Ingenieros, la de polo verde para el pasaporte, la de camisa jean para el último DNI. Ver la metamorfosis me despierta un extraño sentimiento que me apena y me alegra a la vez al repasar de un empellón los recuerdos que me llegan. Falta la fotografía con mis primeras canas, digo para mí.

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