miércoles, 19 de junio de 2013

Un sound-track para «Ojos de pez abisal»

Me resulta difícil explicar qué es un pez abisal. De hecho, cada vez que les hablaba a mis amigos acerca de la novela que estaba escribiendo, entraba en una reflexión, según yo, filosófica y hasta biológica del tema y en lugar de aclararlo, siempre terminaba confundiéndolo más. Pero bueno, los amigos son los amigos y lo entienden a uno y hacen como que todo está claro, como que todo se entendió; los extraños, en cambio, no y uno terminan haciendo el ridículo. Ridículo como el que hice en el gimnasio. Ese día, después de haber corrido como un hámster paranoico sobre un faja sin fin, durante veinte minutos; de haber trepado dos mil pasos sobre una escalera virtual durante otros veinte minutos; y sobre todo, después de haber fisgoneado mujeres hermosas durante otros 20 minutos más, en especial a una mulata de cuello luengo y ojos claros que, hasta haciendo sentadillas, levantando pesas, me despertaba ternura, terminé mi rutina y me senté en cafetín a leer, tomarme un jugo y escuchar música en el ipod. Entonces ahí, absorto que estaba en la lectura, no había notado que la mulata bonita se había sentado frente a mí y me hablaba. Ese es le mejor cronista que existe, me dijo cuando me retire los audífonos, refiriéndose a Martín Caparrós y el libro que yo estaba leyendo. Solté un lacónico sí y no supe qué decir tragado por la sorpresa. Primero porque era la primera vez que una mujer me abordaba en el gimnasio por algo que no fuera precisamente por el avance de mis músculos, y segundo porque la multa bonita era realmente bonita. Pero luego nos pusimos a hablar de crónicas y novelas y cuando estábamos en lo mejor, se me ocurrió decirle que estaba escribiendo una novela que se llamaba “Ojos de pez abisal” y a ella se le ocurre preguntarme, ¿qué es un pez abisal? Entonces puse una pose, así, de biólogo marino y le dije que los peces abisales eran parte de la fauna que habita en la profundidad de la fosa de Las Marianas, ese cañón tipo cañón del Colca que existe en el fondo del Océano Pacífico, frente a la costa de Asia del sur. La mulata bonita, que hasta ese momento parecía mirarme con admiración, pasó a mirarme con confusión. ¿Este brother es biólogo o bioloco? Entonces yo, desesperado por retomar la mirada, le dije que la fosa de Las Marianas era conocido como la fosa abisal porque había lugares que llegaban a medir cerca de 11,000 metros de profundidad y que eso lo convertía en el lugar más inhóspito, profundo y oscuro del planeta y que los peces abisales, al contrario de lo que se supondría, no eran ciegos, sino que tenían ojos y que miraban alumbrándose el camino con una linterna de bacterias luminiscentes que llevaban colgadas sobre sus cabezas. La mulata bonita me miró ahora sí con desconcierto, ¿Qué clase de novela estará escribiendo este brother? Y ahí, antes de que yo pudiera decir algo, la mulata bonita se paró y dijo, bueno, amiguito, me voy, tengo que seguir haciendo mis ejercicios y se fue.
Algo de eso me pasa ahora frente a ustedes porque temo que esta vez tampoco sepa explicarme y que ustedes se paren y se vayan a hacer ejercicios. De hecho uno de mis amigos me preguntó qué tenían que ver los peces abisales con la fotografía de la portada del libro que muestra un pueblo de barro, seco y fantasmal que parece morirse de sed bajo un cielo azulado por una inminente noche. Yo le dije cualquier cosa menos la verdad, y la verdad era que, estando como está el negocio de la publicación de libros en nuestro país, oneroso y nada rentable, para abaratar costos, yo mismo tuve que diseñar la portada y agenciarme de la fotografía y que por eso, a lo mejor, sólo yo me entendiendo. Pero, claro, eso era algo que no podía decir porque entonces mi amigo iba a comprar el libro no por curiosidad sino por pura compasión. Entonces pensé que lo mejor era hablarles de los personajes de la novela. O mejor dicho, de las personas y los recuerdos que me inspiraron la novela porque yo creo que, así como los perros aman lo que tienen más cerca, uno tiene que escribir de lo que tiene más cerca. De lo que tuve más cerca. Mi padre y mi tío Máximo, por ejemplo, dos camioneros que amaban tanto a sus camiones, que se murieron con ellos: mi tío cambiándole la llanta a su camioneta, mi padre operando su cargador frontal. Los hombres que más me marcaron por esa manera que tenían de enfrentar el mundo: haciéndoselo a la espalda, viviendo la vida que les había tocado vivir. Dos camioneros que parecían más bien marineros porque, como ellos, le ponían nombres a sus naves y salían de casa a ejercer la libertad de navegar por los mares de ichu y frío de las punas de Huancayo, Ayacucho y Huancavelica, para volver después de meses y contarme dónde es que habían estado. Por eso los camiones son personajes de la novela. Como personajes son las mujeres, los amigos, la música. La música que me recuerda a mi hermano Jaime, mi hermano que estaba loco porque, en la habitación que compartíamos en Huancayo me despertaba con los poemas de Miguel Hernandez hechas canción por Joan Manuel Serrat; mi hermano que estaba loco porque se gastaba su dinero comprando long plays sin que en casa hubiera dónde reproducirlos, hasta el día en que alguien le prestó un tocadiscos y entonces el que se volvió loco fui yo porque fue ahí que escuché esos discos y descubrí a Reo Speedwagon, ELO, Simon and Garfunkel, el Crime of the Century de Supertramp con que el Zancudo entra en la Estación de Kioto. Sí, porque cada capítulo de la novela, lo mismo que mi vida, tiene su propio sound-track. Un sound-trcak de huaynos de La Flor Pucarina, Los Errantes, Acomayo, La Estudiantina Perú, que me recuerdan a mis padres bailando, a mis padres cantando, riendo. A mis padres llorando. Un sound-track que describe Samaylla, el pueblo que me tuve que inventar, pero que cualquiera colcabambino sabe reconocerlo como Colcabamba, ese rincón de Tayacaja en que fui niño, ese lugar que parecía una postal de colores porque en su cuenca en forma de tazón era posible pasar, en menos de una hora, del marrón al verde, de la puna a la selva, del frío al calor. Ese pueblo al que llegaban los ccorpas, esos quechuas huancavelicanos que venían desde las estancias de Mejorada, después de semanas de caminatas, arreando piaras de llamas cantando huaynos que nunca habíamos oído. Ese pueblo al que llegaban las chimbinas, mujeres del otro lado del Mantaro, presumiendo de sus mejillas rosadas y sus ojos verdes, mujeres que venían de pueblos tan románticamente bautizados como Paloma Alegre, caminado más de 50 km para estudiar la secundaria. Por ese camino vino Rufilia, una quinceañera de cabellos canela y pecas en el rostro para regalarnos, a mí mis amigos de diez años, el primer beso de nuestras vidas. Un sound-track que me recuerda la música que aprendí en las calles de Huancayo, en las calles de Covida en Los Olivos, la música que aprendí a tocar con Los Grillos de Medianoche. La música que me enseñó mi gran amigo Mario Leon Suematsu, a quien conocí en la academia Sigma, en Huancayo, que estudio conmigo en la UNI, que luego se fue a estudiar a la Universidad de Osaka y que luego se encontró conmigo y se embriagó conmigo en lo alto de la Estación de Kioto. Un sound-track que me recuerda a Masami, una dulce japonesa que hablaba en mexicano y que un día me abordó en la Universidad de Kochi diciendo que quería practicar el español, nomás para no olvidarlo. Un soun-dtrack que me recuerda a la japonesa de ojos verdes que conocí en la Universidadde Nagasaki y que me explicó que el color de sus ojos venía, seguramente, de la mezcla de sus antepasados con algún marino holandés. Pero también incluye un sound-track para la muerte. La muerte que llegó por el mismo camino por la que había llegado Rufilia. El camino por el que llegó Nemesio, un pucaccolpino que junto a su esposa y su hijo de un año de nacido, remontó las nieves del Ccolccewichccana en una caminata imposible, huyendo de la guerra de los ochentas y que tocó la puerta de la casa de mi abuelo pidiendo asilo. La muerte que luego nos empujó a Huancayo, luego a  Lima; que empujó a mis amigos, José Fajardo, Luis Namisato, Olivia Oshiro a migrar al Japón de sus padres.
Ellos son peces abisales. Pez abisal es mi hermano Jaime que compraba discos sin tener tocadiscos; peces abisales eran los ccorpas que caminaban siete días para llegar a Colcabamba, hartos del frío; peces abisales eran las chimbinas que caminaban 50 kilómetros para estudiar, pez abisal era Nemesio que emprendió la más larga caminata de su vida para evitar a la muerte, peces abisales son mis amigos que después regresaron del Japón porque, afuera, el Perúdolía demasiado.

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