martes, 23 de junio de 2009

Lost in Chicago

Hoy voy a pasar el día completamente solo. A pesar de que los días previos los he pasado conociendo ciudades como Chicago, Pensilvania y lugares maravillosos como Las Cataratas del Niágara y el Lago Michigan, al lado de Goya, la idea de pasar el día en soledad; de poder leer y escribir en total retiro, en una vivienda de Chicago, acompañado sólo de chocolate, la perra de la dueña de casa en que me alojo; me llena de una rara tranquilidad. «La puerta se abre, así», me repite Goya a las 7 am, moviendo las manos para decirme que las puertas, en Chicago, a diferencia de Lima, se abren girando las llaves a la izquierda. Yo la escucho somnoliento. Luego, me indica cómo encender el aire acondicionado si siento calor, cómo abrir las ventanas si necesito aire fresco, cómo tomar los alimentos que hay en el refrigerador si tengo hambre. Parezco un niño de visita recibiendo encargos de su tía.

Regreso a la cama y vuelvo a quedar dormido. El ladrido de soprano de Chocolate me despierta sobresaltado. Miro el reloj: 9:40 de la mañana. Me quito el chullo que utilizo para dormir, estiro mis extremidades por toda la cama y celebro otra vez el estar de vacaciones. Enciendo el televisor, hago zapping por todos los canales. Me levanto. Miro por la ventana, afuera está soleando; los verdes jardines de las casas vecinas me infunden más alegría de la que ya tengo. Bajo al primer piso en pijamas para tomar un baño, pero, en medio de la cocina, me encuentro con un gringo alto. El gringo me mira serio, como esperando explicaciones de mi presencia. Yo entro en pánico. Nadie me había hablado de un gringo alto. Pienso que, a lo mejor, el gringo cree que soy un ladrón. «Hola, yo soy el amigo peruano de Goya», le respondo en medio de mi desconcierto, y no se me ocurre nada más. «Gloria», dice el gringo. «Sí, de Gloria», respondo. «Soy esposo de Vicky», me dice el gringo en un español elemental. No sé si hablar en español o en inglés para tratar de explicarle que nadie me ha había hablado de él ni de la tal Vicky; que yo sólo estoy de paso, que vengo de Lima a pasar unos días de vacaciones abuzando de la invitación de Goya, de Gloria como él la llama. Que ella y yo nos conocemos desde que éramos adolescentes; que desde entonces nos pasamos la vida encontrándonos en los aeropuertos y terminales terrestres del Perú y los Estados Unidos, porque la vida se ha empeñado en tenernos así: a ella trabajando de enfermera en Chicago y a mí, anclado en un empleo hidráulico de Lima. De pronto el gringo sonríe, parece compadecerse de mi extravío. «Adelante», dice, señalándome el baño. Primera decepción: no estoy solo en casa.

El Perú no me echa de menos. Me he pasado el resto de la mañana revisando mis correos electrónicos y leyendo los periódicos por internet. La selva sigue ardiendo con el paro amazónico, un autobús se ha accidentado en Pasamayo. Apago la laptop de Goya y salgo de casa para irme a comer algo afuera. Me despido de Chocolate que apenas puede mover la cola de lo gorda que está. «Chao, Monchis», le digo y me queda mirando como disgustada del sobrenombre con que la he bautizado. Camino como un autómata hasta la avenida y giro en dirección del restaurant colombiano al que, días antes, Goya me ha llevado a cenar. Pero recuerdo que por esa misma zona había un restaurante peruano al que no pudimos llegar. Trato de orientarme y recordar dónde era que quedaba. Camino guiado por mi intuición, hasta que veo la bandera peruana ondeando con humildad entre unos letreros de Western Union. Me acerco emocionado. «Fina Estampa», se llama el restaurant. Unas fotos gigantes de pollos a las brasa me dan la bienvenida. La boca se me hace agua. Desde mi llegada a los Estados Unidos; a pesar de que Goya y Julio (otro gran amigo peruano) me han llevado a probar comidas tailandesas, árabes, colombianas; he extrañado como nunca la comida peruana. Me emociono. Entro y ocupo la mesa desde la cual puedo ver la tele cómodamente. Las fotos de unos platos gigantes de lomo saltado, seco de cordero y ceviche, acrecientan aún más mi apetito. Una simpática mesera se apersona. A medida que se acerca, juego a adivinar de qué lugar del Perú viene. La piel blanca, el pelo castaño: es cajamarquina, afirmo para mí. «Hola», me dice la mujer con una sonrisa. Segunda decepción: la mujer tiene acento ecuatoriano.

Ordeno un ají de gallina, mi plato favorito. Mientras lo espero, reparo en la música que desde mi llegada inunda el lugar. Tercera decepción: es salsa ochentera. Esa música me deprime, me recuerda las fiestas universitarias en las que yo tenía que esperar a que amaneciera porque no había manera de regresar a la Residencia de la UNI solo, mientras el resto de mis amigos se divertía de lo lindo. Pido una Inca Kola y me quedo viendo la tele que está muda y sólo muestra imágenes del noticiero de la ESPN sobre las eliminatorias al mundial Sudáfrica 2010. Cuarta decepción: Perú esta en el fondo de la tabla con apenas 9 puntos. Espío al resto de comensales. Los miro con una sonrisa en la cara con la esperanza de que alguien se me acerque y me haga el habla porque yo soy incapaz de iniciar una conversación. Me vienen ganas de hablar con algún peruano, decirle que soy de Huancayo, que vivo en Lima; que estoy de vacaciones en Chicago y que me emociona encontrar compatriotas. Hay una pareja de gringas gordas comiendo sin hablar, un par de tipos con acento colombiano, una madre dando comer papas fritas a su hija con palabrotas de acento centroamericano. Quinta decepción: soy el único peruano en el lugar.

Le clavo el diente a mi ají de gallina. Sexta decepción: el plato sabe a cualquier cosa menos a ají de gallina. No soy un sibarita, pero hasta el arroz sabe diferente, luce diferente. No tiene el olor, la blanca y vaporosa apariencia del arroz peruano. Pienso que quizá el problema radica en el ají amarillo, los ajos, la sal; en la distancia. Se me ocurren otros factores tratando de explicarme de porque todo, excepto Goya y Julio, luce diferente en los Estados Unidos.

Compro dos botellas de Inca Kola para llevar. La mesera me las trae en una bolsa semitransparente y abandono el «Fina Estampa». Quiero caminar, pero no tengo idea de a dónde ir. Miro el sol, me oriento y decido ir al east, como dice Goya. Camino por la avenida. Como Hansel y Gretel, el cuento aquel de los hermanos Grimm, a medida que avanzo voy dejando, mentalmente, guijarros blancos; hitos que pueda reconocer para no extraviarme al regreso. El Eleven Market, el Mozart Dental Center, el Kindred Hospital. Camino sin prisa, cuidando mis flancos en cada paso peatonal que atravieso porque, a pesar de que todos los autos se detienen ante un peatón, no puedo evitar caminar a la defensiva, creyendo que en cualquier momento me toparé con un combi driver y me levantará por los aires con una cornada de sus parachoques. Decido sentarme en la banca del parque. Disfruto viendo pasar a la gente e imaginándome que son personajes de un cuento. Pasa trotando un moreno en ropa deportiva; es alto y recio, parece un toro de lidia saliendo a la plaza. Al rato pasa, también trotando, un grupo de rubias pálidas vestidas de nike, parecen dos muñecas de leche; luego, también trotando, unos latinos con traje de basquetbolistas. Séptima decepción: la gente saludable no sirve para personaje de cuentos.

Camino hasta el puente sobre un tributario del río Chicago. Hace días que he pasado por ahí, en el auto de Goya, y me ha llamado la atención la vista del río calmo; la rivera llena de árboles, los patos surcando en fila sobre los espejos de agua. Llego hasta ahí con mi pesada carga (dos botellas de Inca Kola pueden ser un martirio en una larga caminata). Octava decepción: en ese punto el río huele mal. Reconozco el sulfuroso hedor de las aguas anaerobias. Veo algunas llantas, ropas viejas en el fondo del cause. Con razón, hace décadas, decidieron desviar su cause al Missisipi.

Decido regresar. Sigo el mismo camino por el que he venido. Reconozco los hitos que he dejado. Con mis incakolas en la mano, a estas alturas todo el mundo debe saber que soy peruano. Se me acabaron los hitos y no hay cuando encontrar mi calle. Comienzo a inquietarme porque aquí las calles son físicamente idénticas. Me recrimino por mi distracción, por no haber anotado el nombre de la calle, el número de la casa en que estoy alojado, ¡el teléfono de Goya! Si me extravío, ¿cómo voy a comunicarme con ella? ¿Cómo voy a decirle a alguien dónde vivo? Camino preocupado porque hace rato que debí haber llegado, hasta que doy con el restaurant colombiano. Respiro aliviado. Doblo una cuadra antes y entonces me viene otra vez la duda de dónde vivo. Me detengo para tratar de diferenciar las casas: todas son idénticas. ¿Por qué las casas no son como en Lima, unas más diferente que la otra? Creo recordar el grifo contra incendio que había casi en frente de la casa. Lo ubico, camino en su dirección hasta que veo a Chocolate moviéndome su gorda cola en silencio desde lo alto de la entrada. «Hola, Monchis», le digo y pego un suspiro.

Entro. La dueña me da la bienvenida. «Y cómo le fue», me dice con una sonrisa de mamá y acento mexicano. Desde mi llegada, me ha tratado como a un hijo. Su rostro, sus gestos, su manera de hablar, desprenden tal ternura que creo que nadie más que ella podría llamarse como se llama: Virginia Maravillas. Le cuento que fui a caminar un poco, que la estoy pasando colosal. Me dan ganas de confesarle que sin Goya, en esta ciudad, soy un completo inútil, pero pueden más mis ganas de ponerme a escribir esta crónica. Subo al segundo piso. Veo el reloj: son más de las 3.30 de la tarde. Prendo la laptop y escribo todo esto con la esperanza de que pronto sean las ocho, de que Goya llegue de una buena vez y me diga: «Ok: Uli, ¿tienes hambre?»

2 comentarios:

  1. has visto la grantorino?? tienes que verla!!
    habla de migrantes, y migrantes A.

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  2. Claro que si. Clint Eastwood como siempre magistral. Me quedo con la imagen de Thao manejando, al final de la pelicula, el Gran Torino verde con la perra Daisy al lado.

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